Sara Paretsky - Valor seguro

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La investigadora privada V. I. Warshawski, experta en kárate y tiradora mortal, es contratada por el vicepresidente de un importante banco de Chicago para que encuentre a la novia de su hijo Peter, misteriosamente desaparecida.
Cuando Warshawski encuentra el cadáver de Peter, su cliente se esfuma. Sin embargo, la detective se niega a abandonar la investigación, y halla una pista que la convierte en la principal enemiga de una peligrosa organización integrada por asesinos a sueldo y pistoleros sin escrúpulos.

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El aire era húmedo e irrespirable. Cada vez que salía de un bar tenía la sensación de que me iba a desmayar. El olor cervecero y rancio de los bares me daba arcadas. En todos los sitios que entré, encontré a seres patéticos clavados a un taburete bebiendo una copa tras otra, y eso que sólo era la mañana. Hallé la misma hostilidad, indiferencia y cooperación que en los bares del Loop, y nadie reconocía a los de las fotos.

Después de llamar a Lotty, hice una pausa para comer. Estaba cerca de la calle Sheridan. Caminé un rato hasta que encontré un restaurante de carne al final de la calle. No quería comer cualquier cosa en un bar. Cuando entré en el restaurante, agradecí el cambio de temperatura. El High Corral era un sitio pequeño, limpio y repleto de agradables olores de comida, un cambio notorio respecto a la cerveza amarga. Estaba bastante lleno. Se me acercó una mujer regordeta de mediana edad con el menú en la mano, y con una sonrisa me llevó hasta una mesa en una esquina. Sólo sentarme, ya me sentí mejor.

Pedí un bistec, una ensalada sin aliñar y un gin-fizz, y comí tranquilamente. Nadie escribiría una reseña del restaurante en la revista Chicago, pero preparaban unos platos sencillos y muy bien presentados. La comida me levantó el ánimo. Pedí café y también me lo tomé con calma. A la 1.45 me di cuenta de que me estaba embobando. «Cuando el deber te llama, "debes actuar", contesta la Juventud a la Madurez, "puedo hacerlo"», murmuré para mis adentros para darme fuerzas. Dejé un par de dólares en la mesa y fui a pagar a la caja. La camarera regordeta fue a recoger mi propina.

– Muy buena la comida -le dije.

– Me alegro de que le haya gustado. ¿Es nueva en el barrio?

Negué con la cabeza.

– Pasaba por aquí y el letrero me llamó la atención.

Impulsivamente saqué la carpeta, un poco mugrienta y arrugada por los bordes.

– ¿Ha visto alguna vez a estos dos hombres juntos en el bar?

Cogió las fotos y se las miró.

– Ah, sí.

No podía creérmelo.

– ¿Está segura?

– Por supuesto. A no ser que tenga que ir a declarar.

Cambió la expresión.

– Si se trata de algo legal… -dijo devolviéndome las fotos.

– No, no -dije rápidamente-. O por lo menos usted no se vería involucrada.

No se me ocurría ninguna historia para convencerla.

– Si me mandan una citación, diré que no los he visto nunca -insistió.

– Extraoficialmente, entre usted y yo, ¿cuánto tiempo llevan viniendo? -dije en un tono que pretendía ser honesto y persuasivo.

– ¿De qué se trata?

Seguía sospechando.

– De un litigio por paternidad -dije la primera cosa que me pasó por la cabeza.

Era ridículo, pero se tranquilizó.

– Bueno, no parece tan grave. Por lo menos hará unos cinco años. Este restaurante es de mi marido y hace dieciocho años que lo llevamos juntos. Me acuerdo de casi todos los clientes habituales.

– ¿Vienen a menudo?

– No, unas tres veces al año. Pero al cabo del tiempo acabas reconociendo a los habituales. Además, este hombre -dijo señalando a McGraw- viene muy a menudo.

Creo que trabaja en aquel sindicato tan grande del final de la calle.

– ¿De verdad? -dije educadamente.

Le enseñé la foto de Thayer.

– ¿Y éste? -pregunté.

Observó la foto un rato.

– Me suena, pero nunca ha venido aquí.

– Tranquila, que no la llamarán a juicio. Y muchas gracias por la comida, estaba buenísima.

El calor agobiante de la calle me mareó un poco. No podía creerme la suerte que había tenido. Cada vez que me tomo un descanso como detective, empiezo a pensar que estoy haciendo el bien y que la Providencia guía mis pasos. ¡Ya era hora! Ya he encontrado la relación entre Masters y McGraw. Y McGraw conoce a Smeissen. Y la ramita está en la rama, y la rama está en el árbol, y el árbol está en la montaña. Vic, eres un genio. La pregunta es: ¿Qué une a estos dos hombres? Tiene que ser la reclamación que encontré en el piso de Peter Thayer, pero ¿cómo?

Encontré una cabina y llamé a Ralph para saber si había buscado el archivo de Gielczowski. Estaba reunido. No, no quería dejar ningún mensaje. Ya volvería a llamar.

Todavía no había descubierto una cosa. ¿Qué relación unía a Thayer, McGraw y Masters? Aunque seguramente no sería muy difícil de averiguar. Seguramente era un negocio para hacer dinero, tal vez dinero libre de impuestos. Si se trataba de eso, Thayer era el vecino de Masters, un buen amigo y el vicepresidente de un banco. Seguramente podía blanquear dinero de infinitas formas que mi mente no alcanzaba a imaginar. Supongamos que Peter descubrió que su padre blanqueaba dinero. McGraw contrató a Smeissen para que matara a Peter. Entonces Thayer empezó a tener remordimientos de conciencia. «No voy a ser cómplice de esto», dijo, ¿a Masters?, ¿a McGraw?… y le dijeron a Earl que lo eliminara también.

No te emociones, Vic, me dije mientras subía al coche. Hasta ahora sólo tienes un hecho: McGraw y Masters se conocen. Pero qué hecho más interesante.

Estaban al final de la quinta entrada en Wrigley Field y los Cubs ganaban a Philadelphia. Por algún motivo, el aire cargado y contaminante tenía un efecto reconstituyente para los Cubs; los otros estábamos medio muertos, pero ellos ganaban 8-l. King hizo su trigésimo cuarto home run. Pensé que me había ganado ver el resto del partido en el campo, pero borré la idea de mi cabeza de inmediato.

A las 2.30 llegué a la clínica. La sala de espera estaba más llena que antes. Un pequeño aparato de aire acondicionado combatía el calor y la mezcla de cuerpos. Cuando entraba en la sala, se abrió la puerta del fondo y me miró un rostro. «Tonto y mezquino» era una descripción perfecta. Crucé la sala.

– Tú debes de ser Paul -le dije alargándole la mano-. Yo soy Vic.

Sonrió y la transformación fue increíble. En sus ojos se reflejaba la inteligencia y me pareció más bien guapo. Por un momento me pasó por la cabeza si Jill era lo bastante mayor para enamorarse.

– Todo tranquilo por aquí -dijo-. Todo menos los niños, claro. ¿Quieres ver cómo le va a Jill?

Lo seguí hasta otra sala. Lotty había sacado la mesa de acero de su segunda consulta. En aquel espacio tan diminuto, Jill jugaba con cinco niños de entre dos y siete años.

Tenía el aspecto de una persona autosuficiente sobrellevando una importante crisis. Sonreí para mis adentros. En una esquina un bebé dormía en una cesta. Jill alzó la vista cuando entré, y me dijo hola, pero la sonrisa fue para Paul. No sabía si era una complicación innecesaria o una ayuda.

– ¿Cómo va? -le pregunté.

– Muy bien. Cuando se ponen un poco pesados, Paul va a buscar al señor del buen humor. Pero creo que al final pillarán el truco y se portarán mal todo el rato.

– ¿Crees que podrías dejarlos unos minutos? Me gustaría hacerte unas cuantas preguntas.

Miró a los niños con cara dubitativa.

– Vete -dijo Paul-, ya te sustituyo. Además, llevas mucho rato con ellos.

Jill se levantó. Uno de los niños más pequeños protestó.

– No puedes irte -dijo contrariado y mandón.

– Claro que puede -dijo Paul agachándose a su lado-. A ver, ¿qué estabas haciendo?

Fui con Jill al despacho de Lotty.

– Parece que lo hayas hecho toda la vida -dije-. Seguramente Lotty intentará convencerte para que te quedes todo el verano.

Se sonrojó.

– Me gustaría mucho. ¿Tú crees que podría?

– No veo por qué no. Pero primero tenemos que resolver otro asunto. ¿Conoces al padre de Anita?

Negó con la cabeza. Busqué entre las fotos que tenía, las de McGraw.

– Es éste. ¿No lo has visto nunca con tu padre o en el barrio?

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