Sara Paretsky - Valor seguro

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La investigadora privada V. I. Warshawski, experta en kárate y tiradora mortal, es contratada por el vicepresidente de un importante banco de Chicago para que encuentre a la novia de su hijo Peter, misteriosamente desaparecida.
Cuando Warshawski encuentra el cadáver de Peter, su cliente se esfuma. Sin embargo, la detective se niega a abandonar la investigación, y halla una pista que la convierte en la principal enemiga de una peligrosa organización integrada por asesinos a sueldo y pistoleros sin escrúpulos.

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Alargué el brazo y lo agarré para que volviera a la cama, pero todavía me carcomía no saber qué hizo el lunes por la mañana.

Ralph se fue a la ducha silbando. Corrí las cortinas para ver la calle. El día tenía un matiz amarillento. Aun siendo tan temprano, la ciudad parecía recién horneada. Se habían acabado los días frescos; el calor insoportable y contaminado nos acompañaba de nuevo.

Me duché, me vestí y fui a tomarme un café con Ralph. El salón estaba dividido por un medio tabique que separaba un área para comer. La cocina tenía que haber sido una despensa en otros tiempos porque la nevera, el fregadero y la cocina estaban apretados uno al lado del otro y dejaban sitio para cocinar pero no para poner sillas. No era feo el piso. De cara a la entrada había un gran sofá, y un poco alejada de las ventanas, una cómoda butaca. Había leído en algún sitio que la gente que tiene ventanales desde el techo hasta el suelo pone los muebles alejados del cristal porque da la impresión que te vas a caer si te pones delante de un cristal de estos. Había más de medio metro entre la butaca y las finas cortinas. La tapicería y las cortinas tenían el mismo estampado floral. No estaba mal la decoración.

A las 7.30 Ralph se levantó.

– Las reclamaciones me llaman -dijo-. Te llamaré mañana, Vic.

– Muy bien.

En el ascensor mantuvimos un silencio cómplice. Ralph me acompañó hasta donde había aparcado el coche, cerca de la avenida Lakeshore.

– ¿Te acerco a la oficina? -pregunté.

Rechazó mi ofrecimiento porque los dos kilómetros que tenía hasta Ajax eran su ejercicio diario.

Cuando arranqué, lo miré por el retrovisor; andaba con garbo a pesar del calor que hacía.

Sólo eran las ocho cuando llegué a casa de Lotty. Estaba comiendo tostadas y tomando café en la cocina. Jill, con su cara oval y expresiva, hablaba animadamente con un vaso de leche en la mano. Su buen humor tan inocente me hizo sentir vieja y decadente. Hice una mueca.

– Buenos días, señoritas. Afuera hace un bochorno insoportable.

– Buenos días, Vic -dijo Lotty animada-. Qué lástima que tuvieras que trabajar toda la noche.

Le di un empujón cariñoso en el hombro.

– ¿De verdad que has estado trabajando toda la noche? -preguntó Jill preocupada.

– No, y Lotty lo sabe. Dormí en casa de un amigo después de investigar un poco. ¿Os lo pasasteis bien? ¿Salieron buenas las enchiladas?

– Ah, sí, buenísimas -dijo Jill entusiasmada-. ¿Sabes que Carol cocina desde los siete años? Yo no sé hacer nada; no sé planchar, ni siquiera sé hacer huevos revueltos. Carol dice que tendría que casarme con alguien que tenga mucho dinero.

– O cásate con alguien que sepa planchar y cocinar -le dije.

– Podrías practicar cómo se hacen los huevos revueltos esta noche -sugirió Lotty-. ¿Cenarás aquí, Vic?

– ¿Podríamos cenar pronto? A las siete y media tengo que ir a una reunión en la universidad de Chicago. He quedado con alguien que tal vez pueda ayudarme a encontrar a Anita.

– ¿Cómo lo ves, Jill?

Jill hizo una mueca.

– Creo que me casaré con un rico.

Lotty y yo nos echamos a reír.

– ¿Qué os parece bocadillos de manteca de cacahuete? -sugirió-. Sé cómo se hacen.

– Haré una fritata, Lotty -le prometí-, si tú y Jill compráis espinacas y cebollas de vuelta a casa.

Lotty hizo una mueca.

– Vic es buena cocinera pero lo ensucia todo -dijo a Jill-. Preparará una comida sencilla para cuatro en media hora y tú y yo tendremos que pasarnos la noche limpiando la cocina.

– ¡Lotty! -protesté-. ¿Por una fritata? Te prometo que… -me lo pensé un momento y me eché a reír-. De acuerdo, no haré promesas. No quiero llegar tarde a la reunión. Jill, tú lavarás los platos.

Jill me miró desorientada. A lo mejor creía que me había enfadado porque no quería hacer la cena.

– Oye, que no tienes que ser perfecta. A Lotty y a mí nos caerás igual de bien aunque te pongas de mal humor, no te hagas la cama o no quieras hacer la cena. ¿De acuerdo?

– Por supuesto -dijo Lotty divertida-. Soy amiga de Vic desde hace quince años y nunca he visto que se hiciera la cama.

Jill sonrió.

– ¿Hoy vas a investigar también?

– Sí. Al norte de la ciudad. Voy a buscar una aguja en un pajar. Me gustaría almorzar con vosotras, pero no sé exactamente a qué hora acabaré. De todas formas, llamaré a la clínica alrededor de las doce.

Fui a la habitación de invitados para ponerme pantalones cortos, camiseta y zapatillas. Jill entró cuando estaba a medio vestir. Me notaba los músculos tensos después de tanto ejercitarlos. Tendría que tomarme el jogging con más calma de lo habitual. Cuando Jill entró, me noté un poco sudada, pero no por el esfuerzo, sino por las agujetas del día después. Me estuvo mirando un rato.

– ¿Te importa si me visto mientras estás aquí? -preguntó al fin.

– No -mascullé-. A no ser que prefieras estar sola.

Me puse derecha.

– ¿Has pensado en llamar a tu madre?

Hizo una mueca.

– Lotty ha tenido la misma idea. Pero he decidido ser una fugitiva y quedarme aquí.

Se puso los tejanos y una camiseta enorme.

– Me gusta vivir aquí.

– Es la novedad. Dentro de unos días echarás de menos tu playa privada -le di un achuchón-. Pero te puedes quedar en casa de Lotty el tiempo que quieras.

Se echó a reír.

– Está bien. Llamaré a mi madre.

– Buena chica. Adiós, Lotty -dije mientras salía.

La avenida Sheffield está a un kilómetro y medio del lago. Calculé que si corría hacia el lago unas ocho manzanas hasta Diversey y volvía, habría corrido unos seis o siete kilómetros. Me lo tomé con calma, para destensar los músculos y porque el calor era sofocante. Suelo correr un kilómetro en cinco minutos pero hoy me conformaba con hacerlo en ocho. Estaba sudando como una cerda cuando llegué a Diversey, y me temblaban un poco las piernas. Reduje el ritmo pero estaba tan cansada que no prestaba demasiada atención al tráfico. Cuando salí del camino del lago, un coche patrulla apareció delante de mí. El sargento McGonnigal iba en el asiento del acompañante.

– Buenos días, Srta. Warshawski.

– Buenos días, sargento -dije intentando respirar con normalidad.

– El teniente Mallory me ha pedido que la buscara -dijo mientras salía del coche-. Ayer recibió una llamada de la policía de Winnetka. Parece que consiguió engatusarlos para que la dejaran entrar en casa de los Thayer.

¿ Ah sí? No sabía que había tanta cooperación entre las fuerzas de la ciudad y las de los suburbios.

Me incliné hasta tocarme los dedos de los pies varias veces para que no se me agarrotaran los músculos.

– Están preocupados por la chiquilla de los Thayer. Creen que debería estar con su madre.

– Qué considerados. Pueden llamarla a casa de la Dra. Herschel y preguntarle qué le parece. ¿Ha salido a buscarme para decirme eso?

– No exactamente. La policía de Winnetka ha encontrado un testigo del coche que disparó a Thayer, aunque no vio el tiroteo.

Hizo una pausa.

– ¿Ah sí? ¿Y con una sola identificación ya van a detener a alguien?

– Por desgracia, el testigo sólo tiene cinco años. Está asustadísimo y sus padres han contratado a abogados y a guardias de seguridad. Parece ser que estaba jugando en la cuneta de la calle Sheridan; sus padres le tenían prohibidísimo que fuera allí, pero como estaban durmiendo, se escapó. Precisamente fue allí por eso, porque entra dentro de lo prohibido. Estaba jugando a un juego muy raro, ya sabes cómo son los niños; jugaba a que estaba acechando a Darth Vader cuando de repente vio el coche. Un coche grande y negro, dice, enfrente de la casa de los Thayer. Estaba a punto de acecharle, cuando de repente vio en el asiento del acompañante a un hombre que le puso los pelos de punta.

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