– Me suena -dijo-. ¿Sale en la tele o algo así?
Le dije que no y le pregunté si lo había visto alguna vez en el bar. No estaba segura pero creía que no. ¿Y Masters? Tampoco lo creía pero después de ver a tantos hombres de negocios con traje y el pelo canoso, al final le parecían todos iguales. Dejé dos monedas en la barra, una para el camarero y otra para la camarera y salí del bar para seguir la ruta.
Su pregunta sobre si salía en televisión me dio una idea para el siguiente bar. Les dije que estaba haciendo un estudio sobre la capacidad de los telespectadores de recordar a los personajes que aparecían en televisión. Les pregunté si habían visto alguna vez a aquellos dos hombres juntos. Aunque se miraron las fotos con mayor interés, tampoco obtuve ningún resultado.
En este bar tenían puesto el partido. Estaban al final de la cuarta entrada y Cincinnati ganaba 4-0. Buttner lanzó un sencillo y lo eliminaron en un doble cuando yo salía del bar. En total fui a treinta y dos bares y pude seguir el partido a trozos. Los Cubs perdieron 6-2. Había pasado por la mayoría de bares de la zona. Sólo en un par de sitios reconocieron a McGraw, pero era posible que les sonara porque había salido muchas veces en el periódico. Seguramente a la gente también les sonaría Jimmy Hoffa. En otro bar conocían a Masters de vista y sabían que trabajaba en Ajax, y Bill conocía su nombre y su cargo. Pero en ningún sitio recordaban haberlo visto junto a McGraw. En algunos bares fueron tan desagradables que tuve que amenazarles y sobornarles para que me contestaran. En otros bares me atendieron sin problema. Y en el resto, como en el Spot, llamaron al jefe para que decidiera él. Pero en ningún bar los habían visto a los dos juntos.
A las seis llegué a Washington con State, dos manzanas al oeste de Michigan. Había dejado de beber las cervezas que pedía a partir del quinto bar. Aun así, estaba hinchada, acalorada y un poco deprimida. Había quedado con Ralph a las ocho para cenar. Decidí dar la tarde por finalizada y volver a casa para ducharme.
Marshall Field se extendía al norte de la calle que estaba entre State y Wabash. Tenía la sensación de que había otro bar en Washington, cerca de la avenida Michigan, si la memoria no me fallaba. Podía dejarlo para otro día. Bajé las escaleras del metro de State y me fui a Addison.
Era la hora punta de la gente que volvía del trabajo. Tuve que ir de pie hasta Fullerton.
Cuando llegué a casa de Lotty fui directa al baño a darme una ducha de agua fría. Cuando acabé me asomé a la habitación de invitados. Jill ya se había levantado; tiré la ropa sucia en un cajón y me puse un caftán. Jill estaba sentada en el suelo del salón jugando con dos niñas de mejillas sonrosadas y pelo negro que tendrían unos tres o cuatro años.
– Hola, cielo. ¿Has dormido bien?
Levantó la vista y me sonrió. Tenía más color en la cara y parecía estar más relajada.
– Hola -dijo-. Sí. Me he levantado hace una hora. Son las sobrinas de Carol. Tenía que hacerles de canguro esta noche pero Lotty la convenció para que vinieran aquí y preparáramos enchiladas. Ñam, ñam.
– Ñam, ñam -repitieron las niñas.
– ¡Qué buena idea! Lástima que tenga que salir otra vez esta noche porque me lo voy a perder.
Jill asintió.
– Me lo ha dicho Lotty. ¿Sales a investigar otra vez?
– Eso espero.
Lotty me llamó desde la cocina y fui a saludarla. Carol estaba ocupada cocinando y sólo se giró un momento para sonreírme. Lotty estaba sentada en la mesa leyendo el periódico y bebiendo el consabido café. Me miró frunciendo el ceño.
– Esta tarde no has tenido tanta suerte, ¿eh?
Me eché a reír.
– No. No he averiguado nada y he tenido que beber mucha cerveza. Esto huele de maravilla. Ojalá pudiera cancelar la cita de esta noche.
– Pues hazlo.
Negué con la cabeza.
– Creo que se me está acabando el tiempo, seguramente por culpa de este segundo asesinato. Aunque estoy un poco mareada y el día ha sido muy largo y caluroso, no puedo parar ahora. Sólo espero no vomitar durante la cena; mi cita ya está bastante harta de mí. Aunque tal vez si me desmayara le haría sentirse más fuerte, más protector -me encogí de hombros-. Jill tiene mejor aspecto, ¿no crees?
– Ah, sí. Dormir le ha sentado bien. Tuviste una buena idea al apartarla de aquella casa unos días. Hablé un poco con ella cuando llegué; se porta muy bien y no se queja ni lloriquea, pero está claro que su madre no se ocupa de ella. Y su hermana… -Lotty hizo un gesto muy expresivo.
– Sí, es verdad. Pero no se puede quedar aquí para siempre. Además, ¿qué podría hacer durante el día? Mañana también tengo que trabajar y no puede acompañarme.
– He estado pensando en eso. Carol y yo hemos tenido una idea cuando la hemos visto con Rosa y Tracy, las sobrinitas. Jill tiene buena mano para los niños; se ha puesto a jugar con ellas nada más verlas, no se lo hemos pedido nosotras. Los bebés son perfectos para la depresión. Son agradables y puedes achucharlos sin dar explicaciones. ¿Qué te parecería si me la llevara mañana a la clínica para que entretuviera a los niños? Ya has visto que andan revoloteando por la sala de espera. Si las madres se ponen enfermas, no pueden dejarlos solos en casa; o si un bebé se pone enfermo, ¿quién cuidará del otro si mamá lo lleva a la clínica?
Medité la situación y no le vi ninguna pega.
– Pregúntaselo -dije-. Seguramente lo que más le conviene ahora es tener algo en que ocupar el tiempo.
Lotty se levantó y se dirigió al salón. Fui tras él.
Estuvimos un rato de pie observando a las niñas. Estaban enfrascadas en algo pero no acabamos de entender qué era. Lotty se hizo un sitio entre ellas con naturalidad. Yo me quedé detrás. Lotty hablaba español perfectamente y estuvo hablando con las chiquillas un rato. Jill la miraba con respeto.
Después Lotty, aún en cuclillas, se giró hacia Jill.
– Se te da muy bien con las chiquillas. ¿Has cuidado a niños alguna vez?
– Fui monitora en un campamento de verano en junio pasado -dijo sonrojándose un poco-. Pero nada más. Nunca he hecho canguros ni nada por el estilo.
– Bueno, he tenido una idea. A ver qué te parece. Vic no estará nunca en casa porque tiene que averiguar quién mató a tu padre y a tu hermano. Mientras estés aquí, me podrías ser de gran ayuda en la clínica -dijo resumiendo la idea.
A Jill se le pusieron los ojos brillantes.
– Pero no tengo experiencia -dijo seria-. Si se ponen todos a llorar, a lo mejor no sabré qué hacer.
– Bueno, si eso pasa, descubrirás si tienes un don para los niños y hasta qué punto tienes paciencia -dijo Lotty-. Te puedo ayudar con un cajón lleno de chupa-chups. Son malos para los dientes pero fantásticos para las lágrimas.
Fui a la habitación a vestirme para la cena. Jill no se había hecho la cama. Las sábanas estaban arrugadas. Las estiré y pensé que podría tumbarme unos minutos para recuperar el equilibrio.
Después recuerdo que Lotty me despertó.
– Son las siete y media, Vic. ¿No tendrías que irte?
– Oh, mierda -maldije. Tenía la cabeza embotada-. Gracias, Lotty.
Salté de la cama y me puse un vestido naranja muy veraniego. Metí la Smith & Wesson en el bolso, cogí un jersey y salí disparada hacia la puerta despidiéndome de Jill. Pobre Ralph, pensé. Estaba abusando de él haciéndole esperar en todos los restaurantes para poder sacarle información de Ajax.
A las 7.50 giré por la avenida Lake Shore y a las 8.00 torcí por la calle Rush, donde estaba el restaurante. No soporto tener que pagar para aparcar, pero hoy no tenía tiempo de ponerme a buscar sitio en la calle. Enfrente del Ahab encontré un parking. Miré el reloj cuando crucé la puerta del restaurante: las 8.08. Genial. Aún tenía la cabeza un poco espesa pero por lo menos había llegado a tiempo.
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