Sara Paretsky - Valor seguro

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La investigadora privada V. I. Warshawski, experta en kárate y tiradora mortal, es contratada por el vicepresidente de un importante banco de Chicago para que encuentre a la novia de su hijo Peter, misteriosamente desaparecida.
Cuando Warshawski encuentra el cadáver de Peter, su cliente se esfuma. Sin embargo, la detective se niega a abandonar la investigación, y halla una pista que la convierte en la principal enemiga de una peligrosa organización integrada por asesinos a sueldo y pistoleros sin escrúpulos.

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– ¿Sabes qué te digo? ¿Has comido? Pues nos encontramos en el Fiorella dentro de una hora y te traigo las fotos, si es que encuentro alguna, e intento sacarte información con una cerveza en la mano.

– Genial, Murray. Gracias.

Colgué y miré la hora. En una hora me daba tiempo de ir a registrar la Smith & Wesson. Empecé a tararear el Ch'io mi scordi di te de nuevo y al salir le dije a Carol:

– Dile a Lotty que volveré sobre las seis pero que cenaré fuera.

12.- De bar en bar

Los ansiosos funcionarios del ayuntamiento eran más lentos de lo que pensaba con las solicitudes, los impuestos y las direcciones incomprensibles que les hice repetir hasta la saciedad. Iba tarde pero pasé por el despacho de mi abogado para dejarle una fotocopia de la reclamación que encontré en el piso de Peter Thayer. Mi abogado era un hombre seco que no se inmutaba por nada; sin pestañear, accedió a cumplir mis instrucciones de dar el borrador a Murray si me pasaba algo en los próximos días.

Cuando llegué al Fiorella, un agradable restaurante con terraza frente al río, Murray estaba apurando su segunda cerveza. Era una versión pelirroja y aumentada de Elliott Gould; levantó la mano cansinamente cuando me vio llegar.

Un velero con un mástil gigantesco surcaba el río.

– Van a tener que levantar todos los puentes para que pase este barquito. Qué putada, ¿no? -me dijo cuando me acerqué a la mesa.

– A mí me hace gracia que una embarcación tan pequeña pueda paralizar el tráfico de la avenida Michigan.

Excepto cuando el puente se levanta justo cuando vas a pasar tú, claro.

Eso pasaba a menudo, y a los conductores no les quedaba más remedio que soportar la espera pacientemente.

– ¿Nunca se han cargado a nadie por culpa de un puente levadizo? Me refiero a alguien que se cabreara tanto que disparara a un barco o algo por el estilo.

– Todavía no -dijo Murray-. Pero si pasa, ya me ocuparé de entrevistarte. ¿Qué tomas?

La cerveza no me apasiona especialmente; pedí vino blanco.

– Encontré lo que buscabas -dijo Murray alargándome una carpeta-. Teníamos muchas de McGraw, pero sólo he encontrado una de Masters; creo que está recibiendo algo del ayuntamiento de Winnetka. No llegamos a publicarla, pero el ángulo es muy bueno. Te he traído un par de copias.

– Gracias -dije abriendo la carpeta.

La foto de Masters estaba muy bien. La tomaron justo cuando le daba la mano al presidente de los boy-scouts de Illinois. A su derecha había un chico con uniforme y ademán solemne que parecía su hijo. La foto tenía dos años.

De McGraw me había traído varias. La primera que miré la habían tomado a la entrada de un juzgado federal mientras McGraw andaba con actitud amenazadora delante de tres empleados de tesorería. La segunda, en circunstancias más agradables, era de su condecoración como presidente de los Afiladores nueve años atrás. La mejor para mi objetivo era un primer plano que le hicieron sin que se diera cuenta. Estaba relajado y concentrado.

Se la enseñé a Murray.

– Esta es muy buena. ¿Dónde estaba?

Murray sonrió.

– En la audiencia que hizo el senado sobre el crimen organizado y los sindicatos.

No me extrañaba que estuviera tan concentrado.

Se acercó un camarero para tomar nota de lo que queríamos. Yo pedí mostaccioli y Murray, espagueti con albóndigas. Tenía que volver a mis sesiones de jogging aunque me dolieran los músculos; estaba comiendo mucha fécula últimamente.

– Y ahora, Warshawski, la detective más guapa de todo Chicago, dime para qué necesitas las fotografías -dijo Murray frotándose las manos e inclinándose hacia mí-. He leído en alguna parte que el pobre Peter Thayer trabajó en Ajax, concretamente para el Sr. Masters, un viejo amigo de la familia. También recuerdo de entre todo el cotilleo que se ha publicado acerca de la muerte del chico, que su novia era la encantadora y entregada Anita McGraw, hija del conocido líder sindicalista Andrew McGraw. Y me pides fotos de los dos. ¿Estás sugiriendo, por casualidad, que los dos actuaron en connivencia en el asesinato del chico Thayer, y probablemente en el de su padre también?

Me puse seria.

– Mira, Murray. La historia es ésta: McGraw siente un odio exacerbado hacia los capitalistas. Cuando descubrió que su propia hija, que siempre había estado alejada del mundo de los que mandan, estaba planteándose, no sólo casarse con el hijo de un capitalista, sino con el hijo de uno de los hombres más ricos de Chicago, pensó que lo único que podía hacer era meter al chico unos metros bajo tierra. Su psicosis es tan exagerada que decidió cargarse también al padre para…

– Ahórrate el final -dijo Murray-, puedo imaginármelo. ¿Quién es tu cliente, McGraw o Masters?

– Supongo que la comida corre a cargo del periódico, porque está claro que es una comida de negocios.

El camarero dejó los platos en la mesa de forma muy brusca, marca de la casa de casi todos los restaurantes que sirven comidas de negocios. Cogí las fotos justo a tiempo para que no se mancharan de espagueti y esparcí queso por encima de la pasta: me encanta con mucho queso.

– ¿Tienes un cliente? -dijo al mismo tiempo que pinchaba una albóndiga con el tenedor.

– Sí.

– Pero no vas a decirme quién es.

Sonreí y asentí para darle la razón.

– ¿Crees que Mackenzie es el asesino de Peter Thayer? -preguntó Murray.

– No he hablado con él. Pero si Mackenzie mató al hijo, es normal preguntarse quién mató al padre. No me convence la idea de que dos personas de una misma familia mueran en una sola semana por razones y personas que no tienen nada que ver las unas con las otras: las leyes de la probabilidad van contra esa teoría -contesté-. ¿Y tú, qué piensas?

Sonrió al estilo de Elliot Gould.

– Hablé con el teniente Mallory cuando empezó el caso y no me habló de robo. Ni del chico ni del piso. Tú encontraste el cadáver, ¿no? ¿Te pareció que habían entrado a robar en el piso?

– No sabría decirte si se llevaron algo porque no sé qué se supone que tenía que haber en aquel piso.

– Por cierto, ¿cómo fuiste a parar al piso? -preguntó como quien no quiere la cosa.

– Por nostalgia, Murray. Estudié en aquella zona y me picó el gusanillo de ir a ver si habían cambiado las cosas.

Murray se echó a reír.

– Está bien, Vic. Tú ganas, pero comprende que tenía que intentarlo.

Yo también me eché a reír. No me importó que lo intentara. Me terminé la pasta; ningún niño había muerto nunca en la India por mi imperdonable defecto de no rebañar el plato.

– Si descubro algo que pueda interesarte, ya te avisaré -le dije.

Murray me preguntó cuántos partidos creía que les quedaban a los Cubs antes de que los eliminaran. No estaban en forma. Ya habían perdido dos juegos.

– Sabes, Murray, tengo muy pocas ilusiones en la vida y los Cubs son una de ellas.

Removí el café con la cuchara.

– Pero supongo que la segunda semana de agosto. ¿Y tú?

– A ver, si estamos en la tercera semana de julio… les doy diez partidos más. Martin y Buckner no pueden con el equipo.

Tenía razón, por desgracia. Seguimos hablando de béisbol, y al final pagamos la cuenta a medias.

– Tengo que decirte una cosa, Murray.

Me miró con atención y casi me dio por reír. Le había cambiado tanto la expresión en un segundo. Parecía un sabueso rastreando el terreno.

– Creo que tengo una pista. No sé exactamente lo que significa ni por qué es una pista, pero he hecho una copia para mi abogado. Si me borraran del mapa, durante un tiempo, o para siempre, le he pedido que te la dé a ti.

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