Sara Paretsky - Jugar a ganar

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Decimotercera novela de la serie de la comprometida investigadora privada Vic Warshawski. En esta ocasión, se involucra en un caso enraizado en los años sesenta, en plena efervescencia de la lucha por los derechos de la comunidad afroamericana Durante los disturbios raciales de 1967, cuando los blancos reaccionaron con dureza ante los planes de integración en los barrios, Lamont Gadsden desapareció sin dejar rastro. Años después, su anciana madre le encomienda el caso a Vic Warshawski. La detective se enfrentará a un periodo desagradable de la historia de su ciudad, en el que una marcha pacífica de Martin Luther King se saldó con la muerte de una joven negra, y lo que ella consideraba un caso cerrado e imposible se convierte en algo mortalmente peligroso.
Viejas cuestiones de la historia racial de Chicago y secretos familiares −suyos propios y del desaparecido− saldrán a la luz de manera sorprendente.

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– Vic, ¿está relacionado con Lamont? En caso afirmativo, fui yo la que te metí en este asunto. Iré contigo hasta el final. Estaré en casa dentro de un cuarto de hora. Espérame en el callejón.

No se lo discutí ni por cortesía. Me alegraba que mi pastora personal tomara las riendas. Envolví de nuevo los negativos en el papel cebolla y los metí entre las páginas de un ejemplar de Harper's.

Esperé la llegada de Karen mirando por la ventana de la cocina y, tan pronto apareció su Corolla turquesa, corrí escalera abajo. Mientras conducía, le conté que había encontrado las fotos que Steve Sawyer-Kimathi creía que lo exculparían en un juicio celebrado hacía cuarenta años.

Karen asintió y pisó más el acelerador. Llegamos al parque industrial de Cheviot Labs un poco antes de las once. Mientras íbamos hacia allí, había llamado a Sanford Rieff, mi contacto en la empresa, desde el teléfono móvil de Karen. Sanford salió a recibirnos al vestíbulo con el experto en fotografía de los laboratorios, nos lo presentó y se marchó corriendo a una reunión.

El hombre, que se llamaba Theo, vestía de negro como corresponde a un aspirante a escritor y hablaba con un grave acento eslavo. Tenía los dientes torcidos y llevaba una estrella de plata de cinco puntas en la oreja izquierda, pero manejó los negativos con cuidado, sacándolos del frágil papel cebolla en que los había envuelto Lamont para meterlos en una funda de plástico.

– Estas fotos pueden aportar pruebas de un asesinato -le dije-. Un asesinato cometido hace cuarenta años. Y tendrán que presentarse en un juicio, así que esmérese todo lo que pueda. Son las únicas pruebas que quedan, así que por favor no…

– ¿Que no las estropee? Comprendo. -Theo sonrió-. Están tomadas con una cámara Instamatic, la primera cámara que tuve. Era de segunda mano y la compré en el mercado negro de Odesa. Las trataré como si fueran mías.

Me permitió ver cómo registraba los negativos en una base de datos: el número de tiras, el número de fotos y mi nombre con la fecha y la hora en que se las había entregado.

– ¿Todo correcto? -dijo-. Tenemos parque, tenemos cafetería, así que pónganse cómodas. Quizá tarde una hora, quizá dos.

Yo estaba tan nerviosa que no podía sentarme en la cafetería. Karen salió conmigo pero se detuvo en un banco para hacer llamadas mientras yo recorría el perímetro de un pequeño lago. Los gansos canadienses, que se habían convertido en el azote del norte de los Estados Unidos, abarrotaban el parque, haciendo agujeros en el suelo con el pico y dejando unas desagradables deposiciones a su paso. Me alejé del sucio camino y entré en un pequeño bosque. Intenté no consultar el reloj pero no quería alejarme mucho del edificio de Cheviot.

Finalmente, poco después de la una, Theo salió a buscarnos, radiante como un obstetra a punto de anunciar un parto normal.

– Vengan -dijo-. He hecho muchas copias. Ampliadas, contrastadas. Verá en ellas todo lo que se pueda ver.

En la Biblia había veinticuatro negativos, pero Theo había sacado unas cien copias de ellos, cada una con exposiciones distintas, algunas cortadas para ampliar caras concretas. Las había pegado casi todas a las mesas de luz que había en la sala de reuniones. Algunas estaban ampliadas y colgadas en las paredes.

– Éste es Lamont, con Johnny Merton -le susurré a Karen mientras mirábamos la copia del primer negativo, en el que aparecían tres jóvenes negros, cogidos del hombro y luciendo las boinas que en aquella época usaban los aspirantes a revolucionarios-. Mira, los tatuajes de Johnny. Supongo que el tercero es Steve Sawyer. No había visto ninguna foto de cuando era joven.

Sus rostros eran solemnes pero alegres, preparándose para la gran aventura. Lamont no aparecía en ninguna de las otras fotos. En cualquier caso, la cámara era suya. Tenía unas cuantas fotos del principio de la manifestación, con Martin Luther King Jr en cabeza y Johnny muy cerca.

– Esto podría ser material de coleccionista -le susurré a Karen-. Cuando termine esta historia, la señorita Della podría venderlas y obtener algo de consuelo con el dinero.

Pasamos al rostro de Harmony Newsome, joven y ardiente. Iba del brazo de una monja de ojos solemnes.

– Frankie -murmuró Karen.

Lamont también había fotografiado rictus de odio en la multitud. Había captado uno de los panfletos racistas más crueles -QUEMADLOS COMO HICIERON CON LOS JUDÍOS- que cubría el parque y también una lata de refresco antes de que estallara en la cara de un policía. Los transeúntes, cuyos rostros se veían poco definidos, parecían vitorear.

A medida que aumentaba la violencia, las fotos se volvieron más borrosas pues la gente se movía demasiado para una pequeña Kodak sin trípode, pero casi todas ellas daban fe de un fragmento reconocible de la historia. Vimos a un hombre que lanzaba un proyectil, pero tanto él como el objeto se veían borrosos. En copias separadas, Theo había cortado la cara y el proyectil. El proyectil seguía sin distinguirse, pero el rostro tal vez fuera identificable.

– Creo que podía ser el Martillo -dije, mirando el antebrazo cubierto de serpientes que empujaba la cabeza del doctor King hacia abajo-. Aquel día, al doctor King le dieron con un ladrillo. Quizá Johnny intentaba ponerlo a salvo.

En la siguiente instantánea aparecía Harmony Newsome, con la mano en el costado de la cabeza. La mano tapaba algo redondo y blanquecino que parecía que se le había pegado ahí. En la foto siguiente, se había desplomado al suelo y la cosa blanca y redonda se le había caído de la mano. Theo había ampliado el objeto para que viéramos que se trataba de una pelota con una suerte de pinchos clavados.

A continuación, vimos la foto de un policía con el equipo antidisturbios, agachado recogiendo la pelota. En la foto siguiente, estaba de pie y se la metía en el bolsillo. Las dos instantáneas estaban borrosas pero se distinguía perfectamente lo que hacía.

Al pasar a la siguiente mesa de luz, solté un grito. Mi tío Peter, con la cara perfectamente enfocada, señalaba con el dedo -a modo de felicitación o de advertencia- al hombre que había lanzado el proyectil y que había entrelazado las manos encima de la cabeza y bailaba una especie de danza de la victoria. Sus facciones no se veían claras, pero Theo había hecho cuanto había podido con exposiciones y ampliaciones distintas. La mandíbula ancha y cuadrada y la mata de pelo rizado me hicieron pensar en un Harvey Krumas joven, pero no habría podido asegurarlo.

– Esa pelota. -Me acerqué a la mesa de luz con fotos de Harmony Newsome después de caer el suelo-. Quiero verlo lo más claro posible. Y también al policía. No veremos su cara, pero la placa está vuelta hacia el objetivo. ¿Podría obtener el número de la placa?

Theo había cargado todas sus copias con las diferentes exposiciones en un programa de ordenador.

– Siempre es mejor empezar con los negativos -explicó-, pero tal vez aquí haya información suficiente para comprender la historia.

Karen y yo nos apostamos detrás de él mientras pasaba las imágenes. En la pelota, debajo de los clavos, se veía la ancha F seguida de la o. Nellie Fox.

Contuve una exclamación. Sin la foto ya estaba segura, pero seguía siendo difícil confirmarlo. Aquellos orificios que creí que mi padre y mi tío Bernie le habían hecho a fin de poder colgarla y utilizarla para practicar el bateo eran de los clavos. Alguien había puesto clavos en una pelota de béisbol. Alguien la había lanzado y había alcanzado a Harmony Newsome en la sien. Y luego alguien había recogido la pelota y le había quitado los clavos.

Mientras Theo enfocaba el número de cuatro cifras de la placa del poli con el equipo antidisturbios, me mareé de aprensión pero, cuando finalmente pudimos leerla, solté un pequeño suspiro. No supe a quién pertenecía ésa, pero todavía recordaba de memoria el número de mi padre. Al menos no había sido él quien había escamoteado el arma asesina del escenario de un crimen.

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