– Voy a llevar estas sábanas infectadas de sida a nuestro servicio de lavandería lo más deprisa que pueda -dijo la reverenda.
– Tengo que comprobar todas las tarjetas de identificación del hospital -dijo. Tras un breve silencio, añadió-: ¿Usted es la pastora? ¿Y se ocupa de las sábanas? Me parece que no…
– Agente, parte de mi trabajo es certificar las muertes que se producen en el hospital, del mismo modo que recojo las posesiones del difunto y hago una lista de ellas para sus allegados. También es parte de mi trabajo quitar sábanas manchadas de sangre de las camas y llevármelas cuando fallece una paciente y el servicio de la limpieza ya ha terminado la jornada. No puedo dejar material infectado en una habitación toda la noche. Las habitaciones son compartidas y no quiero que la señora que comparte la habitación se despierte y vea las terribles secuelas de la muerte de su vecina. Pero si quiere llevarlas usted, le estaré muy agradecida. He empezado la jornada a las seis de la mañana y estoy cansada. Me encantaría ir a casa.
Quise aplaudirla y vitorearla. Era como si la pastora llevase años ahuyentando a la policía del hospital. Había sonado tan natural, tan amable, con su mezcla de advertencia y arrogancia… El agente se disculpó y enseguida le permitió que se llevara el carrito.
Botamos deprisa por el aparcamiento. Oí el chasquido de la llave del coche y el golpe de cuando abrió el maletero.
– Ahora levantaré las sábanas y así no nos verán desde el ascensor. Entonces, salta al maletero. Creo que podrás respirar, al menos hasta que estemos a salvo.
Era ella quien daba las órdenes y yo la seguía mansamente. Al cabo de un momento, el maletero se cerró. Oí el matraqueo del carrito que se alejaba, empujado por Karen. Y luego salimos tranquilamente del aparcamiento. Posiblemente, el policía que vigilaba el acceso interior había llamado a los agentes que custodiaban la salida, porque sólo hubo un breve alto y nos pusimos de nuevo en marcha.
Entre la funda del contrabajo y el maletero del Corolla, elegiría el maletero, pero sólo porque las sábanas acolchaban el suelo y podía levantar las rodillas. En los dos sitios, el aire escaseaba y agradecí que Karen decidiera que ya era seguro dejarme salir. Se había dirigido a una calle lateral del campus que albergaba los extensos hospitales y servicios sanitarios de la Universidad de Illinois.
Salí y busqué la pistola y la Biblia de la señorita Claudia entre las sábanas manchadas. Con tanto movimiento, los puntos de libro se habían salido, el lomo se había dañado y se habían arrugado algunas páginas. Las alisé y volví a introducir los marcadores entre ellas.
– ¿Qué quieres hacer, ahora? -dijo Karen.
– Me gustaría darte un beso enorme. Y me gustaría tomar una ducha. Si alguna vez te cansas del trabajo pastoral, podrías abrir una agencia de detectives.
– No quiero pasar por eso nunca más -se rió la reverenda-. Cuando tuve que explicarle al agente lo que hacía, creía que iba a salirme sangre de la cabeza empujada por la presión y que mancharía todo el suelo del aparcamiento. ¿Dónde quieres que vayamos?
El coche de Morrell todavía estaba cerca de Lionsgate Manor. Convinimos que lo más inteligente sería que, aquella noche, no apareciera más por allí. Lo único que yo quería hacer era llamar por teléfono. Hablar con Murray Ryerson y tratar de encontrar a la compañera de universidad de Petra.
– Puedes llamar desde casa -propuso Karen-. Mañana por la mañana tengo una reunión a primera hora y preferiría que durmieras en casa en vez de tener que llevarte a Evanston.
Tenía alquilado el segundo piso de una vieja casa de obreros en el Northwest Side. Estaba en una calle tranquila, a pocas manzanas del río, y tenía un pequeño balcón en el que tomaba el café por las mañanas. Me llevó al baño y me dio toallas y jabón. Yo medía diez centímetros más que Karen pero podía usar sus camisetas. Me dio una a fin de que la utilizara para dormir.
Cuando salí de la ducha, me encontré con que Karen había abierto una botella de vino y dispuesto un plato con queso y galletas saladas. Apareció de la nada un gato rojo que se enroscó entre sus piernas. Karen lo llamaba Bernardo. En cierto modo, y pese a los traumas del día, poder sentarme y hablar con naturalidad, reírme incluso, sin tener que preocuparme de quién estaba escuchando, me animó.
Después de un vaso de vino, me sentí con fuerzas para llamar a Murray y preguntarle los detalles de la muerte de Alito. Karen tenía un operador telefónico de esos que te permiten ocultar el número desde el que llamas, por lo que no tuve que preocuparme de aparecer en el identificador de llamadas de Murray. Naturalmente, en cuanto oyó mi voz quiso saber dónde estaba. Y muchas otras cosas tediosas.
– Murray, querido, como ya te dije, voy de un lado a otro y estoy ilocalizable. Cuanto más tiempo perdamos en cuestiones frívolas, menos tendremos para las importantes. No he escuchado las noticias, aunque sé que el cadáver de Alito ha aparecido a orillas del río, cerca de uno de esos grandes desguaces de metal. Cuéntame qué ha ocurrido.
– Warshawski, contigo siempre va de dar y no recibir. Te compré una camisa, unos vaqueros. Me costó un buen rapapolvo de la doctora Herschel. ¿Y ahora me haces esto?
– Lo sé, Murray. Cada vez que te veo en ese Mercedes descapotable de color celeste, pienso, «mira, ahí va el reportero de la gente, que nunca piensa en sí mismo y siempre da a los demás». Así que, dame.
– ¡Maldita seas Warshawski! A Alito le dispararon a quemarropa. Lo hizo alguien que probablemente lo tenía cogido por el hombro, en plan colegas, y luego lo tiró del puente. Por lo que me han contado, la persona que lo mató creyó que caería al río o que quedaría enterrado entre la chatarra. En cambio, se posó sobre una pila que estaba separada para fundirla de nuevo. El tipo que manejaba la carretilla elevadora casi se desmayó, estuvo a punto de caer en una cinta de acero fundido.
Murray hizo una breve pausa y prosiguió:
– Mucha gente cree que es toda una coincidencia que me llamaras esta mañana para decirme que Alito había allanado tu oficina y que esta tarde haya aparecido muerto.
– Murray, en esta época, ¿alguien del Star se dedica realmente a corroborar los hechos? -Bebí otro sorbo de vino-. Lo digo para que protejáis el periódico de una posible demanda por libelo. Te dije que había encontrado un testigo que había identificado a Alito. Yo no lo vi porque no estaba allí. Mientras Alito allanaba el local, yo estaba en Stateville hablando con el Martillo.
– He hablado con la viuda -dijo Murray, haciendo caso omiso de mis comentarios. ¿Cómo se llama? ¿Hazel? Me ha dicho que tú lo habías amenazado.
– Sí, esto también lo he oído. A ella le dije exactamente lo mismo que a ti. Tengo un testigo que lo identificó. Punto. Final de la historia.
Hice girar la copa de vino observando cómo cambiaba la luz en la superficie. Yo también había cambiado la vida de Alito, haciendo girar una historia a su alrededor como si fuera vino en una copa.
– Pues claro que lo amenacé -proseguí con dureza-. Yo no sabía que mis palabras lo llevarían a la muerte. Esperaba que lo forzasen a hacer algo que lo traicionara. A él o a sus compinches, pero veo que lo que dije lo llevó a él y a sus compinches al límite.
»Alito no iba a cargar con la culpa él solo, sobre todo si el FBI o Mallory iban por él. Así que llamó a… A quienquiera que lo hubiese contratado. Digamos que era George Dornick, compañero suyo cuando estaban en el cuerpo. O a uno de los clientes de Dornick. Llamémosle Les, sólo para darle un nombre. Alito es un alcohólico. Cobra una pensión, tiene un barquito y nada más. Les y George temen que no aguante. Puede hacerles trabajos sucios, pero no se lo encargarán si va a poner a alguien como Bobby Mallory tras su pista.
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