– ¿Les? -dijo Murray en una explosión de ira-. ¿Les Strangwell?
– Buenas noches, Murray. Que tengas dulces sueños.
Colgué y miré a Karen con una mueca.
– Creo de veras que mandé a Alito a la muerte. Hoy no me gusto demasiado.
– ¿Alguien lo identificó realmente cuando entró en tu oficina?
– Fue una corazonada -respondí, sacudiendo la cabeza- y, al parecer, una corazonada muy precisa porque salió disparado a hablar con Dornick, o incluso con Strangwell.
Repetí la descripción del asesinato que me había dado Murray.
– Tuvo que ser Dornick -expliqué-. No me imagino a Strangwell abrazando a Alito. En cambio, su viejo compañero, el hombre que le encargaba trabajos esporádicos para que pudiera tener el barco y su pequeño bungalow junto al agua… Sí, Alito seguro que confiaba en él.
– Quizás hayas desencadenado los acontecimientos que lo llevaron a que lo asesinaran, pero no hay que ser codicioso con la culpa, ¿sabes? Si no hubiese sido la persona que allanó tu oficina, la llamada que le hiciste no habría cambiado en absoluto tu vida. -Karen me miró con vehemencia. Su cara joven y regordeta se veía ruborizada.
– Ser codicioso con la culpa… Eso me gusta. Todo el día me he sentido codiciosamente culpable. -La tristeza que había sentido por todo lo que había sabido de mi padre me invadió de nuevo en una oleada que me obligó a cerrar los ojos de dolor.
Cambié de tema. Al final, apuramos toda la botella de vino y nos reímos con historias familiares, como la de su abuela, cuyo padre no la dejó aprender a conducir y ella cogió el coche de la familia, lo hundió en el estanque donde bebían los caballos y luego, con toda tranquilidad, hizo la maleta y se marchó a Chicago.
Cuando finalmente ayudé a mi anfitriona a desplegar el sofá para convertirlo en una cama, era casi medianoche. Por primera vez en una semana, dormí ocho horas, como un bebé tranquilo.
45 El libro bueno y la pelota mala
Cuando desperté, Karen ya se había marchado a su reunión de primera hora de la mañana. Había hecho café y había dejado una nota junto a la cafetera, pidiéndome que la llamara al móvil antes de marcharme. «Alguien necesita saber dónde estás. Soy tu pastora. No pueden obligarme a testificar.»
Sonreí un poco ante la idea de que Karen fuese mi pastora personal. No le llegaba el periódico de la mañana, por lo que me senté en el sofá, con la taza de café, para ver el noticiario de la tele. Después del horror económico diario, la noticia de la muerte de Alito dominó los programas matinales.
Sólo Beth Blacksin, del Global Entertainment, insinuó una siniestra desavenencia entre amigos como móvil del crimen. Y aunque no mencionó nombres, explicó que Alito había hecho trabajos esporádicos de seguridad para una importante campaña política de Illinois. Le mandé a Murray un silencioso beso. Debía de haber hablado con Beth, ya que el grupo Global también era propietario del Star.
El reportaje de Beth obligaría a Dornick y a Les Strangwell a dedicar energía al control de daños, lo cual no les permitiría entregarse del todo a buscarnos a Petra y a mí. Por otro lado, dos de las cadenas habían mencionado a «una investigadora privada de Chicago a la que la policía quiere interrogar como sea después de saber que había proferido amenazas contra el fallecido». Una de ellas incluso mostró una foto mía. Por fortuna era una foto sacada de un periódico viejo. Me la habían tomado cuando tenía la cabeza llena de rizos, no con el corte a lo recluta que lucía ahora.
– Y yo también quiero interrogarte, Bobby -murmuré-. ¿A quién proteges? ¿Cuánto sabes de lo que ocurrió en 1967? Tú también estuviste en esos disturbios de Marquette Park.
Me vestí con los vaqueros y la camiseta de Karen. La noche anterior había lavado las bragas en el lavabo, pero los calcetines se hallaban en un estado lamentable. Decidí ponerme unos de Karen, aunque abrir los cajones de la cómoda para buscarlos me hizo sentir incómoda. Su ropa interior era seria y funcional, pero los calcetines eran caprichosos y casi infantiles. Los había de Hello Kitty y otros con ángeles y demonios de un color rojo chillón, pero elegí un par con Lisa Simpson saltando a la comba.
Esperaba no tentar demasiado a la suerte suponiendo que el teléfono de mi pastora no estaba pinchado. A fin de cuentas, Karen participaba en algunos programas del Centro Libertad y tal vez también la vigilaban los federales, pero, de todos modos, llamé a mi servicio de contestador y lo encontré inundado de llamadas de la prensa. Todo el mundo quería entrevistar a la investigadora privada a quien la policía quería interrogar como fuera.
Mis clientes se mostraron más quisquillosos. Pasé casi dos horas intentando convencer a dos bufetes de abogados de que no prescindieran de mí. Un tercero no me devolvió las llamadas, lo cual era perfectamente comprensible.
Bernardo, el gran gato rojo, apareció en la sala y decidió que yo era mejor compañía que no tener ninguna. Empezó a seguirme, enroscándoseme entre las piernas, y tuve que caminar con cuidado para no tropezar con él. Mientras quitaba las sábanas de la cama y volvía a convertirla en sofá, se subió a una mesa cercana y olisqueó la Smith & Wesson.
Saqué la pistola de en medio y empezó a explorar la Biblia de la señorita Claudia. Yo estaba concentrada en la pistola, comprobando el seguro y volviéndola a meter en la funda, por lo que no vi el salto del gato, sólo la Biblia que salía volando de la mesa.
– ¡Bernardo! -grité-. Anoche, ese libro ya sufrió lo suyo. No hace falta que lo tires al suelo. Nos lo han confiado.
El lomo, que se había rajado durante la huida por la lavandería, con la caída se abrió del todo. No quise pegarlo con cinta adhesiva porque el frágil cuero rojo se estropearía, por lo que decidí ponerle una goma elástica alrededor y dejarlo en casa de Karen hasta que tuviese tiempo de pegarlo adecuadamente.
Con la caída, la encuadernación se había abierto a lo largo del lomo y se había soltado el cuero de la tapa delantera. Cuando empecé a presionar el cuero alrededor de los bordes de los rígidos cartones de debajo para sostenerlo en su sitio, vi que, debajo de la guarda, asomaban unos negativos. Contuve una exclamación y me senté despacio, como si sostuviera una caja de huevos en la cabeza.
Arranqué con cuidado toda la guarda y allí, entre el cartón y el papel, había dos tiras de negativos metidas entre una lámina de papel cebolla. Corrí el riesgo de poner la batería un momento en el móvil para fotografiar los negativos tal como los había encontrado debajo de la guarda de la Biblia. Luego tomé fotos de mis dedos sacándolos. En cada tira había doce exposiciones. En la envoltura de papel de cebolla, en descoloridas letras mayúsculas, Lamont había escrito: FOTOS TOMADAS EN MARQUETTE PARK EL 6 DE AGOSTO DE 1966.
Acerqué los negativos a la lámpara de la mesa pero no vi nada. Tenía que encontrar a alguien con conocimientos probados y un verdadero cuarto de revelado, no una tienda de fotos ordinaria. El único sitio que se me ocurría era Cheviot Labs, un laboratorio de ingeniería forense que utilizaba con frecuencia. Tenían la sede en los suburbios del noroeste, lo cual significaba que debería arriesgarme a ir a Lionsgate y recoger el coche, pero prefería correr ese riesgo que confiar los negativos a un mensajero.
Llamé a Karen, que estaba terminando su reunión, y le dije que iría a recoger el coche de Morrell.
– He encontrado una cosa que tengo que llevar al laboratorio. Lo dejaré en tu casa hasta que recoja el coche porque no quiero que me pesquen con ello encima. Te dejaré una nota diciendo lo que tienes que hacer con eso en caso de que yo no vuelva.
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