Arrastrando los pies, caminé por debajo de la autopista, doblé hacia el este y luego hacia el norte. El talud del ferrocarril estaba rodeado de alambre de espinos, pero había un agujero escondido por la sombra que proyectaba la autopista Kennedy. Me colé por él y ascendí el talud. Los habitantes de Chicago llevaban décadas lanzando porquería desde el coche y, a lo largo del talud, la basura alcanzaba un metro de alto. Vi el camino que Elton había abierto entre los desechos, lo seguí hasta las vías y bajé por el otro lado, donde el desnivel terminaba en el río.
De entrada, no vi la chabola de Elton, y me pregunté si, en su paranoia, me había dado mal las señas. Sin embargo, un tenue camino discurría entre los matorrales y la basura y lo seguí hasta el río. En el agua había patos nadando, junto a botellas de plástico y maderos. La corriente apenas era visible y había nubes de mosquitos sobrevolando los matorrales que bordeaban el agua.
Cuando llegué a la orilla, miré hacia atrás y por fin divisé la chabola, casi invisible entre el sotobosque y los neumáticos viejos. Tenía un logotipo descolorido de la compañía ferroviaria C &NW. Supuse que, antiguamente, la habían usado como caseta de almacenaje. Al acercarme, vi que Elton había puesto un barril en el tejado para recoger la lluvia y había instalado una ducha. La choza no tenía ventanas y los maderos con que estaba construida se veían ennegrecidos de la humedad, pero había tapado los agujeros con metales diversos, porexpan y láminas de plástico.
Subí al talud y lo rodeé hasta el lateral de la chabola, donde se encontraba la puerta.
– ¿Elton? ¿Está en casa? Soy V.I. Warshawski. Tenemos que hablar.
Di unos golpecitos al panel con el puño y oí ruidos dentro de la vivienda y algo parecido a un sollozo. Abrí la desvencijada puerta y mi prima Petra me miró parpadeando de sorpresa en medio de un nido hecho con sacos de dormir.
– ¡Vic! ¿Cómo lo has sabido? ¿Quién te lo ha dicho? ¿Con quién has venido?
Me quedé sin palabras. Sentí un alivio tan grande al ver a mi prima que me quedé allí plantada, sacudiendo la cabeza de asombro.
Me hallaba en el suelo, abrazando a Petra mientras ella sollozaba en mi hombro.
– Vic, estoy muy asustada, todo es tan horrible… No me riñas. Yo no quería…
– No voy a reñirte, primita -dije con suavidad, acariciándole los sucios cabellos-, cuando fue el miedo a mi temperamento vehemente lo que te impidió confiar en mí.
– Me dijeron que si hablaba con alguien, matarían a mamá y a las niñas y papá iría a la cárcel. No sabía qué hacer. Decían que tú querías llevar a la cárcel a papá, que estabas utilizándome, y que si no colaboraba con ellos, si te contaba lo que estaba haciendo, nos perjudicarías a mí, a él, a mamá y a todos.
– ¿Quiénes te dijeron todo eso? ¿Les Strangwell? ¿Dornick?
Petra contuvo un sollozo y asintió.
La chabola estaba llena de mosquitos que nos picaban a través de la ropa. Tuve que cerrar la puerta, aunque en aquel pequeño espacio no había ventilación. Con la puerta cerrada, olía al fango del río y a sudor rancio. La única luz procedía de un par de claraboyas improvisadas que Elton había creado abriendo unos huecos cuadrados en el techo y cubriéndolos con cristales de ventana desechados.
– Empezó con esa pelota de béisbol, ¿verdad? -apunté-. El día que la encontraste en mi baúl, lo comentaste en la oficina.
– ¡Siempre he sido tan bocazas…! La pelota sólo fue una parte. Todo empezó en la fiesta de recogida de fondos, cuando hablé de Johnny Merton delante de ese rastrero juez Coleman. Oí que le decía al tío Harvey que sería mejor que no metieras las narices en el caso Harmony, y al principio no supe a qué se refería. Y el tío Harvey respondió que habían condenado a los Anacondas por aquello y que no quería que el caso fuese una serpiente que volvía a la vida después de que le cortaran la cabeza. Y luego, el día después de la fiesta, cuando el señor Strangwell me llevó a trabajar con él, me dijo que lo guardara en el máximo secreto, porque te proponías sabotear la campaña de Brian.
– Entiendo. Y debió de decirte que yo tenía alguna clase de prueba que podía destruir la campaña y que debías encontrarla, ¿no es eso?
Un tren pasó con un estruendo por encima de nuestra cabeza, sacudiendo la chabola. Tuvimos que esperar a que hubiera pasado antes de reanudar el diálogo. Cuando el ruido se apagó por fin, volvimos a escuchar los dulces sonidos corrientes de una tarde de verano, los últimos cantos de los pájaros y el zumbido de los insectos.
– ¿Qué prueba era ésa? -azucé a mi prima cuando vi que callaba.
– Al principio, recorrer todos esos lugares donde papá y sus amigos vivieron hace tiempo me pareció un juego, pero luego se volvió inquietante. Cuando mataron a la monja y tú acabaste en el hospital, me dijeron que podía haber algo en su apartamento y mandaron a ese hombre tan horrible para que me llevara allí. Fue entonces cuando empecé a asustarme de veras y estuve a punto de contártelo, pero entonces pensé en lo que me habían dicho, que eras una… una antigua amante de Johnny Merton y…
– ¿Qué? -Di un respingo-. ¡Petra! ¡Por Dios, no! Lo representé cuando era abogada de oficio, pero es la persona más aterradora e intimidadora que he tratado en mi vida, por lo menos hasta que he conocido a Les Strangwell. Y una no se acuesta con sus clientes aunque lo desee. Por favor, di que me crees en esto, al menos…
– ¡No te enfades conmigo, Vic, no lo soporto!
Noté un ligero tono de histeria en su voz. Petra había estado demasiado tiempo a solas con sus miedos.
– No, mujer, no me enfado. Pero me subleva que contaran una mentira así sobre mí. Te aprecio mucho y no querría que te lo creyeras, eso es todo.
– Está bien -murmuró ella.
Esperé un instante, pensando que añadiría algo más, un «claro que no me lo creo», o algo por el estilo, pero al ver que no decía nada la empujé a que terminara de contarme.
– Así que fuiste al apartamento de la hermana Frankie con ese hombre horrible… ¿Era Larry Alito? Y cuando me encontraste allí, le dijiste que desapareciera y luego le mandaste un mensaje para que fuera a recoger la bolsa de las pruebas.
– Oyéndote contarlo en voz alta, suena espantoso -musitó Petra-, pero las cosas se pusieron aún peor. Me dijeron que guardabas unas fotos antiguas; era eso lo que querían encontrar, pero también querían la pelota. Cada mañana, el señor Strangwell me pedía un informe sobre lo que hacías y lo que andabas indagando y, cuando le dije que querías que hiciera un trabajillo para ti, se puso de lo más excitado y me dijo que hiciera todo lo que me pidieras y luego le informara. Pero cuando investigué a esa empresa de construcción, vi que su dirección coincidía con la del piso de Chicago del tío Harvey, lo cual me pareció muy raro, así que se lo comenté al señor Strangwell, y entonces él dijo…, dijo… -Durante unos instantes no pudo continuar, pero luego consiguió recobrar el aplomo-. Entonces fue cuando dijo que, si no hacía exactamente lo que me decía, mamá y las niñas morirían y papá iría a prisión.
Continué acariciándola y arrullándola y traté de tranquilizarla diciéndole que lograríamos arreglarlo todo de modo que nadie muriese ni terminase en prisión, aunque no estaba segura de ninguna de ambas cosas. Finalmente, cuando dio la impresión de haberse calmado un poco, le pregunté cómo había terminado allí, en la chabola de Elton.
– Eso fue después de que me obligaran a franquearles la entrada en tu despacho.
– Sí, chica, eso ya lo sé. Te vi en el vídeo.
– Decían que tenías una foto que podía mandar a la cárcel a papá -susurró-. Cuando les dije que no había podido entrar en tu antigua casa del South Side, me hicieron ir allí con ellos para que les enseñara qué casa era. Y luego, cuando tío Sal me dio las llaves de tu apartamento para que pudiera prepararte la cama y llevarte unos yogures (ya sabes, mientras te alojabas en casa de la doctora Herschel), el señor Strangwell me obligó a entregarle las llaves para sacar copias.
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