Sara Paretsky - Jugar a ganar

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Decimotercera novela de la serie de la comprometida investigadora privada Vic Warshawski. En esta ocasión, se involucra en un caso enraizado en los años sesenta, en plena efervescencia de la lucha por los derechos de la comunidad afroamericana Durante los disturbios raciales de 1967, cuando los blancos reaccionaron con dureza ante los planes de integración en los barrios, Lamont Gadsden desapareció sin dejar rastro. Años después, su anciana madre le encomienda el caso a Vic Warshawski. La detective se enfrentará a un periodo desagradable de la historia de su ciudad, en el que una marcha pacífica de Martin Luther King se saldó con la muerte de una joven negra, y lo que ella consideraba un caso cerrado e imposible se convierte en algo mortalmente peligroso.
Viejas cuestiones de la historia racial de Chicago y secretos familiares −suyos propios y del desaparecido− saldrán a la luz de manera sorprendente.

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– ¿Dónde están los negativos, Vic? -preguntó Dornick.

– Los tiene mi abogado, George.

– No. No llegaste a verlo. Estuvimos allí antes que tú.

– Los envié por mensajero. Y, a la vez, mandé copia a Bobby Mallory.

La mención a Bobby lo detuvo un instante, pero luego se limitó a replicar:

– Sabemos que ibas camino de la oficina de Carter. Estábamos escuchando por el móvil de la chica.

– ¿El móvil de la chica? ¿Te refieres a la reverenda Karen Lennon? Apuesto a que ya eras raro de niño, Georgie. Apuesto a que eras el que se colaba debajo del tobogán en el parque infantil para verles las braguitas a las niñas de la clase. ¿Empezaste por ahí y luego pasaste a torturar ratones y gatos? El capitán Mallory ya no va a cubrirte más la espalda, Georgie. Cuando lea mi informe…

– Sin los negativos, tu informe no vale una mierda -dijo Dornick-. Dime dónde están y soltaré al borracho.

– Déjelo, Vic -murmuró Elton con voz temblorosa-. No tiene usted que hacer nada por mí.

– ¿Qué pasó, Elton? -le pregunté-. ¿Cómo han sabido que tenía a Petra aquí?

– Alguien de la cafetería que hay delante de tu despacho -intervino Dornick- nos dijo que un sin techo se había marchado con la chica y empezamos a interrogar a todos los borrachos y mendigos de Bucktown. Y a un tipo como Elton no hay que apretarle mucho las tuercas para que suelte lo que sabe, ¿no es verdad, saco de mierda?

– Lo siento, Vic. Sé que me salvó la vida y todo eso. Ojalá no lo hubiera hecho, es la pura verdad. Si me hubiera dejado morir, mi chiquita no estaría en tan mal trance. Su chiquita, quiero decir. Es una muchacha estupenda, de verdad, Vic. Puede sentirse orgullosa de ella. Y ahora no se preocupe más de mí, ¿me oye? Ya no tiene que seguir cuidándome, ¿de acuerdo?

Dornick hizo caso omiso de la temblorosa disculpa de Elton.

– Quiero esos negativos, Vic -repitió, y ordenó a sus hombres que entraran en el zarzal a por mí-. Cogedla viva. Quiero interrogarla. No la quiero muerta… todavía.

Los hombres descendieron por el talud y penetraron en la espesura. Abrí fuego y le di a uno, pero no acerté a los otros dos y, al cabo de un instante, me sujetaban por los brazos y yo pataleaba y me sacudía, pero mis esfuerzos fueron en vano y los dos hombres me inmovilizaron mientras Dornick me manoseaba por debajo de la ropa y me apretaba los pezones.

De repente, le di un pisotón en el empeine con todas mis fuerzas y lancé una coz contra la rodilla del tipo que tenía detrás. Los dos hombres soltaron un grito. No estaban acostumbrados al dolor. Me desasí, pero Dornick me agarró antes de que pudiera echar a correr. Me arrancó la pistola y la arrojó a los matorrales. Uno de sus hombres me sujetó de nuevo mientras Dornick me abofeteaba. Mejilla izquierda, mejilla derecha, mejilla izquierda…

– Has visto demasiadas películas antiguas de nazis, George -dije-. Eso es lo que hace siempre Erich von Stroheim.

El me pegó otra vez.

– No me pareces tan lista como Tony siempre decía que eras. ¿Dónde están las fotos?

– Las tiene Freeman.

– No es verdad. - Plas.

– Las guardé en una consigna de FedEx, en Armitage.

– Echa abajo la chabola -ordenó Dornick-. Estoy seguro que no las confiaría a un mensajero. Y, desde luego, no las dejaría en una consigna.

Había herido a uno de los hombres y el segundo me sujetaba. Dornick apuntaba a Elton con un arma mientras el cuarto desmantelaba su casa. Elton soltó unos gemidos quejumbrosos mientras el individuo reventaba las paredes, abría las bolsas de plástico rompiéndolas y hacía trizas su nido de sacos de dormir. Trabajó a conciencia durante veinte minutos, pero la bolsa de la basura negra había desaparecido. Petra debía de haberla cogido al salir, decidida a salvarle el pellejo a Peter.

Ahora, Dornick estaba furioso. Me encañonó con su arma y observé el triángulo rojo de la mira de láser en la oscuridad, apuntándome al pecho, a la cabeza, buscando el mejor sitio para dispararme sin darle a su lacayo.

Me relajé flácidamente en brazos del hombre, exhalé un suspiro -uno de esos que Gabriella siempre quería, desde lo más profundo de mis entrañas y cerrando los ojos -«Respira, no pienses. Respira, no pienses»- y ataqué el aria favorita de mi madre:

– Non mi dir, bell'idol mio…

El arma de Dornick soltó un estampido y retrocedí un paso. No pude evitar que la línea fluida de Mozart se echara a perder, pensando en lugar de respirar. Había fallado.

– Maldita estúpida, tú…

El hombre que me retenía aflojó la mano y me desasí bruscamente. Le di una patada en la rodilla, me arrojé al suelo y rodé hacia Dornick. Elton lo había agarrado por las piernas y Dornick se tambaleaba, intentando encontrar un ángulo desde el que poder disparar al mendigo sin herirse a sí mismo. Era más fuerte que Elton, pero eso sólo significaba que, en sus esfuerzos por desasirse, no hacía sino arrastrar consigo al pobre hombre.

Solté un grito salvaje, le golpeé el antebrazo con la mano y me apoderé de la pistola. Un momento después, el talud quedó bañado en azul.

48 ¡Todos contra la pared!

Había llegado una lancha de la policía, pero todos tardamos unos minutos en darnos cuenta. Dos de los secuaces de Dornick intentaron escapar, pero la lancha dirigió su foco hacia la orilla y un par de agentes los apuntaron con fusiles y les ordenaron que se detuvieran. Dornick había caído al suelo, pero pedía ayuda a gritos:

– ¡Agente caído! ¡Agente caído! -exclamó-. Cojan a esa zorra antes de que escape. Me ha quitado el arma.

– ¡Mentira! -gritó Elton con una especie de agudo graznido-. Vic estaba aquí con su chica. Se escondían de este hombre. Está loco. Vimos muchos como él en Vietnam, soldados chiflados que empezaban a disparar a sus propios compañeros. Si no lo hubiera derribado, habría matado a Vic. Y me ha echado abajo la casa sin motivo, sólo para fastidiarme.

– Tengan cuidado con ella -dijo Dornick-. Ya ha matado a un policía esta semana. Quiere vengarse de todo el cuerpo de policía.

Unos hombres con chaleco antibalas saltaron a tierra, nos apuntaron a todos con sus fusiles de asalto y nos condujeron a la lancha. Yo temblaba de tal manera, que casi caí al río. Los agentes me pasaron en volandas por encima de la borda y me dejaron bajo vigilancia mientras volvían a por el matón herido.

Petra estaba sentada a popa, envuelta en una manta gris de la policía. En algún rincón de mi mente agotada, sentí alivio al ver que mi prima estaba a salvo. Sin embargo, lo único que quería en aquel momento era tenderme en la cubierta y dormir.

Cuando estuvimos todos a bordo, Dornick tuvo el descaro de intentar convencer a los agentes de que yo los había tomado como rehenes -a él y a sus tres secuaces- y los había obligado a bajar al río, donde me proponía matarlos, como había hecho con Alito.

– Eso no es verdad, señor Dornick -gritó Petra desde la popa-. Sabe perfectamente que era usted quien intentaba matarnos, a Vic y a mí. Ni siquiera me explico cómo ha podido escapar ella, aunque supongo que mi prima tiene más recursos que usted.

El último comentario me hizo sonreír. Los policías no me permitieron acercarme a Petra, así que le mandé un beso.

Entretanto, sin embargo, la policía fluvial había comprobado mis datos y había descubierto la orden de busca y captura que había emitido Bobby contra mí. Me esposaron y me dijeron que tenía derecho a guardar silencio pero, mientras navegábamos río abajo, no dejé de repetir el número del móvil de Bobby y de decirles que lo llamaran antes de detenerme a mí y dejar libre a Dornick para que huyera de su jurisdicción. La insistencia de Petra en que era Dornick quien nos había amenazado les hizo decidirse por fin a darme el beneficio de la duda y me permitieron llamar a Bobby, quien les ordenó que nos detuvieran a todos.

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