Sara Paretsky - Jugar a ganar

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Decimotercera novela de la serie de la comprometida investigadora privada Vic Warshawski. En esta ocasión, se involucra en un caso enraizado en los años sesenta, en plena efervescencia de la lucha por los derechos de la comunidad afroamericana Durante los disturbios raciales de 1967, cuando los blancos reaccionaron con dureza ante los planes de integración en los barrios, Lamont Gadsden desapareció sin dejar rastro. Años después, su anciana madre le encomienda el caso a Vic Warshawski. La detective se enfrentará a un periodo desagradable de la historia de su ciudad, en el que una marcha pacífica de Martin Luther King se saldó con la muerte de una joven negra, y lo que ella consideraba un caso cerrado e imposible se convierte en algo mortalmente peligroso.
Viejas cuestiones de la historia racial de Chicago y secretos familiares −suyos propios y del desaparecido− saldrán a la luz de manera sorprendente.

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Dornick se revolvió en su asiento, deseando interrumpir, pero Terry Finchley lo hizo callar.

– ¿Y lo encontraste, Vic?

– No -respondí, moviendo la cabeza-, pero encontré estas fotos. El señor Gadsden había escondido los negativos en su Biblia y había dejado el libro en casa de su tía la última noche que fue visto con vida. La mujer me lo entregó anoche sin saber que contenía dinamita; sólo quería que se la devolviese a su sobrino cuando diera con él. Que encontrara las fotos fue un puro golpe de suerte. En realidad, fue gracias a ti, George. Si no te hubieras excedido en tus intentos de manipulación, acusándome de la muerte de Alito, no habría tenido que salir huyendo a la carrera y no se me habría caído de las manos esa Biblia. Con el impacto, se abrió el lomo del libro y cayeron de él los negativos.

Bobby me lanzó una mirada y murmuró:

– Algún día vas a contarme cómo hiciste para salir de ese edificio, Lionsgate Manor, sin que mi gente te descubriera.

– Con magia, Bobby -respondí con una fría sonrisa-. Es la única manera en que puede actuar una investigadora solitaria como yo frente a la mierda de alta tecnología de que dispone alguien como George, aquí presente.

– Esos negativos no existen -afirmó Dornick con aire despectivo-. Tú has manipulado las imágenes… y no mediante la magia. Cualquiera podría sacarse esas fotos de la manga… y no por arte de magia. Cualquiera podría crearlas a partir de filmaciones generales de la manifestación.

– Es cierto -dijo Bobby-. ¿Dónde están los negativos, Vicki?

¿Vicki? Así que volvíamos a ser amigos… Me miré las manos.

Petra rompió el silencio que se había hecho en la mesa.

– Aquí. Me los llevé cuando escapé al río -dijo, y sacó la bolsa de plástico negra de debajo de la manta.

49 Culpabilidad por todas partes

Dornick se lanzó a por la bolsa, pero uno de los uniformados le puso la mano en el hombro. Otro agente cogió la bolsa y se la entregó a Bobby.

– Quede constancia de que entrego estos negativos, que estaban en la Biblia de Claudia Ardenne y que llegaron a mi poder anoche, al capitán Robert Mallory. Se trata de dos docenas de negativos, en dos carretes de doce, de las fotografías que sacó Lamont Gadsden en Marquette Park el 6 de agosto de 1966.

Nada en mi voz traicionó el alivio abrumador y la sorpresa que me habían invadido al ver que Petra había salvado aquella prueba.

Bobby mandó llamar al técnico en pruebas e indicios y, mientras esperábamos, guardó la bolsa de los negativos cerca de él. Alrededor del plástico se extendió un charco de agua de olor nauseabundo. Dornick no podía apartar la mirada del agua y de la bolsa.

Cuando llegó el técnico, Bobby le dijo que dentro de la bolsa había una valiosa prueba de un delito y que quería ver los negativos, una vez hubieran pasado por el registro. El técnico puso la bolsa dentro de otra mayor, saludó y se fue.

Casi en el mismo instante, se produjo un revuelo en el pasillo y entró en la sala Harvey Krumas, seguido de sus abogados como un pavo real con las plumas desplegadas. Freeman llegó a la vez, impecable con su corbata negra y el pelo rubio, casi blanco, cortado a su mínima expresión. Al lado de Harvey se encontraba Les Strangwell.

Freeman colocó una silla al lado de la mía.

– Vic, ¿por qué cada vez que estás en una situación extrema apestas a luchadora en el barro? ¿Por qué no me llamas nunca cuando acabas de ducharte y llevas esa cosa roja?

– Quiero asegurarme de que me quieres por mí misma, no por los adornos externos de una feminidad frívola. Mira, sentadas a esta mesa hay un par de personas sin hogar que necesitan ayuda… Elton Grainger -señalé a Elton, que se había recluido en sí mismo mientras hablábamos- y mi prima, Petra Warshawski.

– ¡Petra no necesita tu ayuda! -dijo Peter-. Me tiene a mí.

– Tú eres sospechoso en un caso de asesinato, Peter. Y tus embustes han puesto en peligro su vida, por lo que creo que será mejor que dejes que la represente Freeman, por ahora.

– Peter, George, Bobby -intervino Harvey-, todo esto es espantoso. A ver si terminamos de una vez y podemos volver a casa y acostarnos -añadió el gran hombre, empleando un tono de gran autoridad.

– Dentro de un momento, señor Krumas -asintió Bobby-. Antes, acabemos con estas fotos. Creo que usted las reconocerá.

Hizo una indicación con la cabeza a un agente uniformado, que levantó el álbum de la mesa y lo abrió por la página en que se veía a un joven Harvey haciendo el signo de la victoria mientras Peter lo señalaba con el dedo.

– Señor Krumas, ése es usted en Marquette Park, en 1966 -dije yo en tono servicial-, segundos después de lanzar la pelota de béisbol erizada de clavos que mató a Harmony Newsome.

Krumas estudió la foto. Uno de sus abogados lo agarró del hombro con mano firme.

– Muy poco antes de que llegara usted, el capitán Mallory estaba explicando que Larry Alito recogió la pelota -añadí-. ¿Por qué lo hizo?

– George… -dijo Peter con voz ronca-. Se lo dijo George.

– Maldita sea, Peter, si dices una palabra más, te pondré una demanda por difamación -lo amenazó Dornick.

– Tú amenazaste a mi hija, amenazaste a mi mujer y a las niñas, ¿y ahora quieres que te proteja? -replicó Peter-. ¡Dios santo! Era una algarada, éramos jóvenes e impetuosos. Harvey y yo nos acercamos por el parque para ver qué sucedía. Queríamos ver al famoso doctor King que provocaba todo aquel jaleo. Harvey llevó su pelota de Nellie Fox. Me la enseñó y estaba llena de clavos. «Si se presenta la ocasión, se la tiro a la cabeza a ese negro.» Eso fue lo que dijo.

– Warshawski, que te vuelvas contra mí de esta manera, después de lo que todos hicimos por ti… -murmuró Harvey, más dolido que colérico.

– Sí, tu padre me dio un empleo, me dio el gran empujón al inicio de mi vida. ¿Pero eso te da derecho a intentar matar a mi hija?

– No te pongas tan melodramático, Peter -dijo Dornick-. Nadie quería matar a tu hija. Sólo hacíamos que nos ayudara en la campaña del chico de Harvey al Senado.

Lo miré estupefacta, como se queda siempre una ante mentiras tan monumentales. Freeman movió la cabeza en un gesto que me prevenía: «No lo ataques aquí. Déjame eso a mí.»

– De modo que Harvey tuvo su oportunidad -continué la narración principal- y arrojó la pelota contra el doctor King. Sólo que Johnny Merton, que estaba al lado de King, logró empujarlo hacia el suelo para que no le diera.

Me puse delante del álbum y pasé las páginas para enseñar la foto en la que se veía el brazo del Martillo apartando la cabeza de Luther King de la trayectoria de la pelota letal.

– Su pelota alcanzó a Harmony Newsome y la mató, señor Krumas. Y George lo ayudó a salir bien librado del asunto… porque todos ustedes crecieron juntos en Fifty-sixth Place.

– George tuvo que ponerse su equipo antidisturbios y ser el probo policía, tuvo que volverse contra los suyos, pero sabía muy bien a quién debía ser leal -dijo Peter-. A nosotros, al barrio que luchábamos por conservar. ¿Has estado allí? ¿Has visto lo que ha hecho esa gente con nuestra casa? Mamá cuidó tanto ese lugar…

– Es muy duro, señor Warshawski -intervino el detective Finchley sin exaltarse-. Muy duro para todos los que vivieron esa época.

Peter ni siquiera había reparado en que había agentes negros en la sala; no sólo Terry Finchley, sino tres policías uniformados más. La cara de mi tío se tiñó de caoba apagado de turbación y la tez pálida de Petra se encendió de rubor bajo la capa de suciedad. Incluso yo me sentí bastante avergonzada.

– Y George también sabía a quién debía lealtad -proseguí-. No a la ciudad a la que había jurado servir y proteger, sino a sus amigos: a Harvey, cuyo padre era el dueño de Cárnicas Ashland, y a ti, Peter. Sus colegas del instituto. George no andaba lejos cuando Harvey arrojó la pelota. Él vio lo que sucedía.

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