Fue una conmoción comprobar que las torturas a los sospechosos habían continuado al menos hasta los años noventa. Dado el clima favorable a la tortura cultivado por el Departamento de Justicia de los Estados Unidos en los últimos años, algunos agentes consideraron, al parecer, que no había motivo para callarse sus propias incursiones en el territorio de los «interrogatorios extremos».
Bobby no quiso hablarme de todo aquello directamente, pero Eileen Mallory vino una tarde a mi apartamento a tomar un café y me contó lo traicionado que se sentía su marido ante las implacables revelaciones de abusos y malos tratos.
– El departamento ha sido toda su vida y ahora siente que se ha dedicado a… no sé, a un dios falso, podríamos decir. Y, además, él siempre se había comparado con tu padre y lamenta profundamente que Tony llegase a escribir una carta protestando de las torturas y él, Bobby, no hiciera otra cosa que trasladarlo para que no tuviese que trabajar con Dornick y Alito. Esa carta cortó en seco la carrera de tu padre, ya sabes. Desde entonces, no tuvo ningún ascenso más.
– ¡Pero mi padre lo presenció y no lo impidió! -estallé-. Entró en la sala de interrogatorios y les dijo que pararan, pero Alito le replicó, «Lo hacemos por tu hermano, por Peter», y él dio media vuelta y se marchó.
Eileen alargó la mano por encima de la mesilla y la posó en mi rodilla.
– Vicki, querida, tú quizás habrías entrado allí y los habrías obligado a parar. Eres lo bastante valiente y atrevida para hacerlo, sí; en eso has salido a tu madre, no cabe duda. Pero tú no tienes una familia que mantener. La familia es un rehén terrible para un hombre como tu padre. ¿Qué otro trabajo podría encontrar para manteneros a Gabriella y a ti, para tener la seguridad de que vuestra salud y bienestar estaban garantizados? Tu madre, Dios la tenga en su seno, se agotaba dando lecciones de piano a niñas por cincuenta centavos a la semana. Con eso no podíais vivir. Tony hizo lo mejor que podía hacer en unas circunstancias muy dolorosas. Pero denunció lo que sucedía. ¿Te das cuenta del valor que se requería para hacerlo?
Cuando Eileen se hubo marchado, di un largo paseo con los perros e intenté conciliar la idea del padre al que quería tantísimo con el hombre que había sido policía y había cumplido con su deber a sabiendas de que estaba trabajando con unos hombres que habían cometido torturas.
Recordé la carta que me había escrito por mi graduación de la Universidad de Chicago. Tantas semanas después de recuperarla y recordarla, todavía la llevaba en mi portafolios, con la intención de hacerla enmarcar. De vuelta en casa, la saqué y volví a leerla:
Me gustaría poder decir que no he hecho nada en esta vida de lo que me arrepienta, pero he tenido que tomar algunas decisiones y ahora me toca apechugar con ellas. Tú empiezas ahora y todo es luminoso y brillante y el futuro te espera. Deseo que siempre sea así para ti.
Al cabo de un rato, bajé a Armitage y llevé la carta a una tienda de marcos. Escogí uno en verde, el color favorito de mi madre, con un alegre adorno en el borde. Así podría leerla y sentirme querida. Y recordaría lo que él lamentaba, y me dolería de ello. E intentaría asimilar que una nunca conoce de verdad a nadie, que vivimos, la mayoría, con nuestras contradicciones. Yo también tengo mis fallos, el mal genio del que mi padre me prevenía también en la carta, el temperamento que había atemorizado a mi prima hasta el punto de que casi le había costado la vida. ¿Podía aprender algo de aquel terrible error?
Por supuesto, no era la única hija que intentaba ajustar cuentas con un padre lleno de faltas. Mi prima tenía que afrontar unos asuntos más serios que los míos. Por lo menos, ella tenía a su madre y a sus hermanas para que la ayudaran a afrontar los golpes que todas ellas habían sufrido durante el último mes. El día después de nuestra noche maratoniana en la comisaría, Petra voló a Kansas City para estar con ellas.
Mi tía Raquel estaba desconcertada y no sabía muy bien qué quería hacer, si apoyar a Peter en el calvario legal que lo esperaba, o llevarse a las niñas y empezar de nuevo sin él. Peter se quedó en Chicago de momento, en un estudio de alquiler. Él y Rachel no hablaban a menudo y Petra no quiso cruzar una palabra con él.
Cuando, al cabo de una semana, Petra decidió que quería volver a Chicago, Rachel voló con ella para pasar unos días en su apartamento. Mi tía me hizo llevarlas a la tienda de Curtis Rivers a conocer a Kimathi. Quería ver con sus propios ojos a la persona que había sufrido por culpa de Harvey Krumas. Nuestra presencia angustió a Kimathi hasta el punto de que Rivers lo hizo salir a los pocos minutos.
– Lo siento -no dejaba de musitar mi tía-. Lo siento.
Rivers asintió con su expresión ceñuda de costumbre y no dijo nada. Rachel lo miró pestañeando, impotente. Por último, preguntó si Kimathi necesitaba ayuda económica. ¿Lo llevarían a un buen terapeuta o le encontrarían casa, si ella pagaba la factura?
– Nosotros nos ocupamos de él. No necesita su dinero.
Rachel dio media vuelta y enfiló hacia la puerta con paso tan inseguro como el mío la primera vez que había estado con Kimathi y Rivers. La seguí y me sobresalté cuando Rivers me tocó el brazo antes de que me llevara a la salida.
– Ese bolso rojo, señora detective. Le queda bien, ¿verdad?
Asentí con cautela. Había llevado conmigo el bolso y un cheque por quinientos treinta dólares, que había dejado en el mostrador mientras Rivers llevaba a Kimathi a la trastienda.
– Se lo ha ganado, creo. Emplee el dinero para ayudar a otro pobre diablo. -El hombre metió el cheque en uno de los bolsillos exteriores del bolso y me llevó hasta la calle sin darme tiempo a decir nada.
Mientras volvíamos en el coche, mi tía permaneció callada. Sin embargo, cuando nos detuvimos delante del piso de Petra, rompió el silencio:
– Qué difícil es saber qué hacer. Crees que te has casado con alguien y luego resulta que es como una de esas malas películas de Goldie Hawn, en las que descubre que el hombre con el que se ha casado era alguien completamente diferente. Estoy tan… tan descarrilada en la vida, que contraté a un detective para asegurarme de que Peter y yo estamos casados legalmente. Es tanto lo que me ha ocultado, que le creí capaz de ocultarme que tenía otra esposa y otra familia.
– ¿Qué vas a hacer? -le pregunté.
– No lo sé -respondió, moviendo la cabeza-. Resulta tan tópico, todas esas mujeres engañadas que dan apoyo a su marido, como la esposa del gobernador de Nueva York. ¡Yo estoy furiosa con Peter! No quiero darle respaldo. Y luego está el dinero. Hacemos tanto dinero, tenemos tanto… y todo nos viene porque un hombre fue torturado. Peter fue recompensado mientras ese pobre hombre pasaba la vida en la cárcel y se convertía en… en ese patético… -Se le quebró la voz, pero consiguió dominarse y continuó con esfuerzo-: Y Petra… Siempre ha sido la preferida de Peter. Él quería un chico, estaba seguro de que sería un chico, así que siempre la ha llamado Petey. Se la llevaba de caza y esas cosas. Petra siempre fue más lanzada que sus hermanas, las cuatro que llegaron después de ella. Hasta que le dije a Peter que tenía que querer a sus hijas, que no podía seguir pensando que eran menos de lo que sería un chico. Y ahora Petra tiene tantas dificultades como yo para decidir quién es ella misma y qué piensa de él.
Rachel hizo una pausa, me dirigió una sonrisa lastimera y añadió:
– Tú hiciste mucho por Petra y saliste herida. Físicamente, me refiero. Pero sé que también estás sufriendo por dentro por lo que hizo tu padre. Creo que todo el dinero de Peter y mío es sucio, pero quiero… quiero pagarte el tiempo que has empleado y las molestias que has sufrido. Sé que no le vas a pasar a nadie la minuta de las horas y días que perdiste por culpa nuestra. Por eso, ahora que todavía estoy casada y dispongo de esa cuenta conjunta, voy a compensarte.
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