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Toni Hill: El verano de los juguetes muertos

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Toni Hill El verano de los juguetes muertos

El verano de los juguetes muertos: краткое содержание, описание и аннотация

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El inspector Héctor Salgado lleva semanas apartado del servicio cuando le asignan de manera extraoficial un caso delicado. El aparente suicidio de un joven va complicándose a medida que Salgado se adentra en un mundo de privilegios y abusos de poder. Héctor no solamente deberá enfrentarse a ello, sino también a su pasado más turbio que, en el peor momento y de modo inesperado, vuelve para ajustar cuentas. Los sueños, el trabajo, la familia, la justicio o los ideales tienen un precio muy alto… pero siempre hay gente dispuesta a pagarlo.

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El calor la hizo volver a entrar y dirigirse a la cocina, a buscar algo de beber. Aunque nunca había sido religiosa, en el piso de su abuela se sentía en paz. Era su iglesia particular. De hecho, a sus cincuenta años, era lo único que podía declarar como suyo. Su abuela se lo había legado cuando murió, en contra de la voluntad general, probablemente porque la cabeza ya no le regía bien y en los últimos tiempos se le olvidó que Joana había cometido el mayor pecado: aquel que le había valido la condena unánime de toda su familia. Sacó de la nevera la jarra de plástico y se sirvió un vaso de agua. «Tal vez tenían razón», pensó, sentada en la silla de fórmica, con el vaso entre las manos; tal vez había en ella algo cruel o cuando menos antinatural. «Ni las bestias abandonan a sus crías», le había dicho su madre sin poder reprimirse. «Deja a tu marido si quieres. Pero ¿al niño?»

El niño. Marc. Lo había visto por última vez durmiendo en una cuna y lo había reencontrado tendido en una caja de roble. Y en las dos ocasiones lo único que había sentido era un miedo atroz ante su propia falta de emociones. El bebé que había engendrado y parido significaba para ella tan poco como el joven de cabello muy corto, ridículamente vestido con un traje negro, que yacía al otro lado del cristal del tanatorio.

– Vaya, has venido. -Había reconocido la voz a su espalda al instante, pero tardó unos segundos en atreverse a dar media vuelta.

– Félix me ha avisado -repuso ella, casi a modo de excusa.

La sala del tanatorio se había quedado en ese silencio tenso del que, poco después, nacería un torrente de cuchicheos. Había entrado sin que nadie le prestara mucha atención -una mujer más, de mediana edad, vestida discretamente de gris oscuro-, pero ahora sentía las miradas de todos clavadas en su espalda. Sorpresa, curiosidad, reproche. La súbita protagonista de un funeral que no era el suyo.

– Enric… -Otra voz masculina, la de Félix, que le dio la fuerza suficiente para enfrentarse al hombre que tenía delante, un paso demasiado cerca, invadiendo ese espacio que uno desea mantener libre a su alrededor.

– Quería verlo -dijo simplemente-. Ya me marcho.

Enric la observó con extrañeza, pero se hizo a un lado, como si la invitara a salir. Era la misma expresión que había leído en su cara la última vez que lo vio, seis meses después de irse, cuando él fue a París a pedirle que volviera a casa. Había más arrugas alrededor de aquellos ojos, pero la mezcla de incredulidad y desprecio seguía siendo la misma. Ambas veces Joana se preguntó cómo podía aparecer tan pulcro: bien afeitado, sin una arruga en el traje, con el nudo de la corbata perfecto y los zapatos relucientes. Una estampa irreprochable que a ella, de repente, le suscitó una aversión instintiva.

– Vamos, Joana -intervino Félix-. Te acompaño.

Ella vio de soslayo una sonrisa irónica en los labios de su ex marido y se encogió imperceptiblemente. Como si los años no hubieran pasado. Enric esperó unos segundos antes de hablar, el tiempo suficiente para que ellos dos se hubieran alejado un poco y tener que alzar un poco la voz.

– El entierro es mañana a las once. Por si estás libre y te apetece venir. Ninguna obligación, ya lo sabes.

Adivinó la mirada que Félix le dirigía a su hermano, pero siguió caminando hacia la puerta: media docena de pasos que se le hicieron interminables, rodeada por una marea creciente de susurros desdeñosos. Ya en el umbral se detuvo de repente, se volvió hacia la sala y tuvo la satisfacción de ver cómo el rumor se truncaba en seco.

Dio un manotazo a la vieja nevera para acallar el ronroneo fastidioso, aunque en esa ocasión tuvo menos éxito. El silencio sólo duró un momento y luego volvió a empezar, desafiante. Con paso lento fue hacia su ordenador portátil, dando gracias por la conexión inalámbrica que le permitía seguir en contacto con su mundo. Se sentó a la mesa y abrió el correo. Cuatro mensajes, dos de compañeros de la universidad donde impartía clases de literatura catalana, el tercero de Philippe, y el cuarto de un remitente desconocido: siempreiris@ gmail.com. Justo cuando abría este último, oyó el timbre de la puerta, un sonido musical, de otra época.

– ¡Félix! -Lo tenía al otro lado del umbral, con una mano apoyada en el quicio, jadeando después de subir por la empinada escalera. De repente, ella se percató de que todavía iba en bata y se avergonzó-. ¿Qué haces aquí?

El se quedó quieto, aún recuperándose de los cinco tramos de escalones.

– Disculpa. Pasa, por favor. No estoy acostumbrada a recibir visitas -se excusó con una sonrisa fugaz-. Voy a vestirme, siéntate donde puedas… La casa estaba cerrada, ya lo sabes.

Cuando regresó, él la esperaba frente al balcón, de cara a la calle. Siempre había sido un hombre grande, pero los años habían añadido a su corpachón unos cuantos kilos de más que resultaban visibles alrededor de la cintura. Se sacó un pañuelo del bolsillo para enjugarse el sudor, y Joana pensó que debía de ser el único que seguía usando pañuelos de tela.

– ¿Quieres beber algo?

Él se volvió, sonriente.

– Si me das un vaso de agua, te lo agradeceré.

– Claro.

La siguió hacia la cocina.

– ¿Estás bien aquí? -le preguntó él.

Ella asintió mientras sacaba un vaso de la alacena y lo enjuagaba antes de servirle el agua de la jarra.

– El piso está un poco abandonado, pero es cómodo -dijo, y le tendió el vaso. Él apuró su contenido de un solo trago. Evidentemente, no estaba en forma. «Los curas no deben de hacer mucho ejercicio», pensó Joana.

– ¿A qué has venido, Félix? -La pregunta fue brusca, y esta vez ella no se molestó en suavizarla.

– Quería ver cómo estabas. -Ensayó otra sonrisa, poco convincente-. Me preocupo por la gente.

Ella se apoyó en la pared. Los azulejos, pequeños y blancos, más de hospital que de cocina, estaban fríos.

– Estoy bien. -Y añadió sin poder evitarlo-: Puedes decírselo a Enric: pienso quedarme todo el tiempo que sea necesario.

– No he venido de parte de mi hermano. Ya te lo he dicho: me preocupo por la gente; me preocupo por ti.

Ella sabía que era cierto. Siempre, incluso en los peores momentos, había podido contar con Félix. Era curioso que, a pesar de su vocación sacerdotal, del hábito que ya no llevaba por la calle pero que seguía en su armario, hubiera sido el único que había parecido entenderla.

– Y hay algo que quería preguntarte. ¿Marc se puso en contacto contigo? ¿En el último año?

Ella cerró los ojos y asintió. Tomó aire y posó la mirada en un rincón del techo antes de contestar. El rumor de la nevera empezó de nuevo.

– Me mandó varios e-mails. ¡Oh, basta! -Dio un fuerte manotazo a la puerta blanca; el ruido se detuvo esta vez en seco-. Disculpa. Me saca de quicio.

Él se sentó en una de las sillas de la cocina y Joana temió por un momento que ese trasto viejo no pudiera sostener su peso.

– Yo le di tu correo -explicó él-. Me lo pidió desde Irlanda. Dudé mucho antes de hacerlo, pero al final no pude negarme. Marc ya no era un niño y tenía derecho a saber ciertas cosas.

Ella no dijo nada. Sabía que Félix no había terminado.

– Una semana después volvió a escribirme, diciendo que no había tenido respuesta. ¿Es verdad?

Joana luchó contra las lágrimas.

– ¿Qué querías que le dijera? -preguntó ella con voz ronca-. Su correo vino de la nada… Al principio no supe qué contestar. -Se pasó la mano por la cara, llevándose consigo una lágrima rebelde-. Lo estuve pensando. Escribí varios mensajes sin llegar a mandarlos. El siguió insistiendo. Finalmente le contesté, y mantuvimos cierta correspondencia, hasta que en uno de sus correos sugirió la posibilidad de venir a París.

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