El comisario inspiró profundamente.
– ¿Y lo convenció?
– Creí que sí… Bueno -rectificó-, la verdad es que sólo dijo que lo pensaría. Y que me llamaría al día siguiente para darme una respuesta.
– Pero no lo hizo.
– No. Llamé a su consulta ayer, varias veces, pero no contestó nadie. Eso no me extrañó. El doctor no suele atender llamadas mientras trabaja.
– ¿Así que esta mañana decidió ir a verle a primera hora?
– Sí. Había quedado con usted, y bueno… -vaciló-, tampoco es que tenga muchas cosas que hacer estos días.
«Ni en los siguientes», pensaron al unísono Savall y Salgado pero no dijeron nada.
– Y ha ido. Sobre las nueve.
Fernández asintió. Tragó saliva. «Palidez» era una palabra demasiado poética para describir el color de su cara.
– ¿Tiene un poco de agua?
El comisario suspiró.
– Aquí dentro, no. Ya estamos acabando. Prosiga, señor Fernández, por favor.
– Aún no eran las nueve. El autobús ha pasado enseguida y…
– ¡Vaya al grano, por favor!
– Sí. Sí. Lo que le decía es que, aunque era un poco pronto, he subido igualmente y cuando iba a llamar a la puerta, he visto que estaba entreabierta. -Se paró-. Bueno, he pensado que podía entrar, que al fin y al cabo quizá le había pasado algo. -Tragó saliva de nuevo; el pañuelo de papel se le deshizo entre las manos cuando intentó volver a usarlo-. Olía… olía raro. A podrido. Le llamé mientras iba hacia su despacho, al final del pasillo… Esa puerta también estaba entreabierta y… la empujé. ¡Dios!
El resto ya se lo había contado al principio, con el rostro desencajado, antes de que llegara Héctor. La cabeza de cerdo encima de la mesa. Sangre por todas partes. Y ni rastro del doctor.
– Lo que nos faltaba -masculló el comisario en cuanto el nervioso abogado hubo salido del despacho-. Volveremos a tener a la prensa mordiéndonos como buitres.
Héctor pensó que los buitres difícilmente mordían pero se calló el comentario. De todos modos, no habría tenido tiempo de hacerlo porque Savall descolgó inmediatamente el teléfono y marcó una extensión. Medio minuto después, la subinspectora Andreu entraba en el despacho.
Martina ignoraba lo que sucedía, pero por la cara de su jefe intuyó que nada bueno, así que, tras guiñarle un ojo a Héctor a modo de saludo, se dispuso a escuchar. Si la noticia que le dio Savall le sorprendió tanto como a ellos, lo disimuló bien. Escuchó atentamente, hizo un par de preguntas coherentes y salió a cumplir las órdenes. Héctor la siguió con la mirada. Casi dio un respingo al oír su nombre.
– Héctor. Escúchame bien porque lo diré una sola vez. Me he jugado el cuello por ti. Te he defendido delante de la prensa y de los de arriba. He tirado de todos los hilos que tenía a mi alcance para enterrar este asunto. Y estaba a punto de lograr que ese tipo retirara la denuncia. Pero si te acercas a ese piso, si intervienes en esta investigación aunque sea sólo durante un minuto, no podré hacer nada. ¿Está claro?
Héctor cruzó una pierna encima de la otra. Su cara denotaba una intensa concentración.
– Es mi cabeza la que está en la guillotina -dijo por fin-. ¿No crees que tengo derecho a decidir por qué me la cortan?
– Lo perdiste, Héctor. El mismo día en que te liaste a hostias con ese desgraciado se te acabaron los derechos. Metiste la pata, y lo sabes. Ahora te tragas las consecuencias.
Lo bueno era que Héctor lo sabía, pero en ese momento le daba igual. Ni siquiera conseguía arrepentirse: los golpes que había propinado a aquel individuo le parecían justos y merecidos. Era como si el serio inspector Salgado hubiera retrocedido en el tiempo hasta su juventud en un barrio porteño, cuando las desavenencias se arreglaban liándose a puñetazos a la salida del colegio. Cuando volvías a casa con el labio partido pero asegurabas que te estamparon la pelota en la cara jugando al fútbol. Un conato de rebelión seguía pinchándole en el pecho: algo absurdo, hinchapelotas, definitivamente inmaduro para un poli de cuarenta y tres años recién cumplidos.
– ¿Y de la chica no se acuerda nadie? -preguntó Héctor con amargura. Una pobre defensa, pero era la única que tenía.
– A ver si te entra en la cabeza, Salgado. -Savall elevó el tono de voz, a su pesar-. No teníamos nada que hacer con eso. No hubo, que sepamos, el menor contacto entre ese tal doctor Omar y la chica en cuestión después de que se desmantelara el piso donde las tenían confinadas. Ni siquiera podemos demostrar que lo hubiera antes sin la palabra de la chica. Ella estaba en el centro de menores. De algún modo se las apañó para hacerse… eso.
Héctor asintió.
– Conozco los hechos, jefe.
Pero los hechos no conseguían describir el horror. El rostro de una niña que, aun estando muerta, reflejaba un intenso pánico. Kira no había cumplido aún los quince años, no hablaba ni una sola palabra de español ni de ningún idioma más o menos conocido, y sin embargo había logrado hacerse oír. Era menuda, muy delgada, y en su rostro terso de muñeca resaltaban unos ojos brillantes, de un color entre ámbar y castaño que él no había visto nunca. Como las demás, Kira había participado en una ceremonia antes de irse de su país en busca de un futuro mejor. Las llamaban ritos ju-ju, y en ellos, tras beber el agua que había sido utilizada para lavar a un muerto, las jóvenes entregaban vello púbico o sangre menstrual, que se colocaba frente a un altar. De este modo se comprometían a no denunciar a quienes traficaban, pagar las supuestas deudas contraídas por su viaje y, en general, obedecer sin discusión. El castigo para quien no cumpliera esas promesas era una muerte horrible, para ella o para los parientes que había dejado atrás. Kira la había sufrido en sus propias carnes: nadie habría dicho que un cuerpo tan frágil pudiera contener tanta sangre.
Héctor intentó alejar la imagen de su mente, la misma visión que en su momento le hizo perder la cabeza e ir en busca del doctor Ornar con la intención de partirle todos los huesos del cuerpo. El nombre de este individuo había salido a relucir durante la investigación: en teoría su única función era atender la salud de las chicas. Pero el miedo que ellas dejaban traslucir al oír su nombre indicaba que las ocupaciones del doctor iban más allá de la atención puramente médica. Ni una sola se había atrevido a hablar de él: el individuo no se la jugaba y las chicas eran llevadas a su consulta individualmente o por parejas. De lo máximo que podía acusársele era de no hacer preguntas, y ésa era una acusación muy débil para un curandero que tenía una cochambrosa consulta y atendía a inmigrantes sin papeles.
Pero Héctor no se había conformado con eso, y había escogido a la más joven, la más asustada, para presionarla con la ayuda de una intérprete. Lo único que había logrado era que Kira dijera, en voz muy baja, que el doctor la había examinado para averiguar si aún era virgen y de paso le había recordado que debía hacer lo que esos señores le decían. Nada más. Al día siguiente, su mano de niña empuñaba unas tijeras y convertía su cuerpo en un manantial de sangre. En los dieciocho años que Héctor llevaba en la policía nunca había visto nada parecido, y eso que había tenido delante a yonquis que ya no tenían un trozo de piel sana por donde inyectarse, a víctimas de todo tipo de violencia. Pero nada como eso. Del cuerpo mutilado de Kira emanaba una sensación perversa y macabra que no podía describirse ni explicarse con palabras. Algo que pertenecía al territorio de las pesadillas.
– Otra cosa. -Savall proseguía, como si el punto anterior hubiera quedado ya acordado sin discusión-. Antes de reincorporarte tendrás que pasar por varias sesiones con un psicólogo del cuerpo. Es inevitable. Tu primera cita es mañana a las once. Así que haz lo posible por parecer cuerdo. Empezando por afeitarte.
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