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Toni Hill: El verano de los juguetes muertos

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Toni Hill El verano de los juguetes muertos

El verano de los juguetes muertos: краткое содержание, описание и аннотация

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El inspector Héctor Salgado lleva semanas apartado del servicio cuando le asignan de manera extraoficial un caso delicado. El aparente suicidio de un joven va complicándose a medida que Salgado se adentra en un mundo de privilegios y abusos de poder. Héctor no solamente deberá enfrentarse a ello, sino también a su pasado más turbio que, en el peor momento y de modo inesperado, vuelve para ajustar cuentas. Los sueños, el trabajo, la familia, la justicio o los ideales tienen un precio muy alto… pero siempre hay gente dispuesta a pagarlo.

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La colección de películas de Héctor habría hecho palidecer de envidia a más de un aficionado al cine: desde los clásicos de Hollywood, los preferidos de Carmen, hasta las últimas novedades. Todas colocadas en una estantería que iba de pared a pared, sin orden aparente; uno de sus mayores placeres en las noches de insomnio era sacar un par al azar y tumbarse en el sofá a verlas.

– Maravillosas -prosiguió Carmen. Era una fan declarada de Grace Kelly, a quien, según le decían, se parecía cuando era joven-. Pero no intentes despistarme. ¿Cómo estás?

Él exhaló el humo despacio y apuró el café. La mirada de la mujer no daba tregua: aquellos ojos azules tenían que haber sido verdaderos asesinos de hombres. Carmen no era de esas ancianas que disfrutan evocando el pasado, pero gracias a Ruth, Héctor sabía que habían existido al menos dos maridos, «olvidables, pobrecitos», en palabras de la propia Carmen, y un amante, «un sinvergüenza de esos que no se olvidan». Pero a la postre había sido este último quien le había asegurado la vejez legándole aquel edificio de tres plantas, en el que viviría mejor aún si no estuviera reservando uno de los pisos para un hijo que se había ido años atrás y no había vuelto nunca.

Héctor se sirvió un poco más de café antes de contestar:

– A usted no puedo engañarla, Carmen. -Intentó sonreír, pero el semblante fatigado y los ojos tristes frustraban el esfuerzo-. Todo es una mierda, con perdón. Hace mucho ya que todo se parece bastante a una mierda.

Expediente 1231-R.

H. Salgado.

Pendiente de resolución.

Tres líneas cortas anotadas en rotulador negro en un Post-it amarillo pegado a una carpeta del mismo color. Para no verlas, el comisario jefe Savall abrió la carpeta y repasó su contenido. Como si no lo supiera ya de memoria. Declaraciones. Atestado. Informes médicos. Brutalidad policial. Fotografías de las heridas de aquel cabronazo. Fotografías de aquella desgraciada chiquilla nigeriana. Fotografías del piso del Raval donde tenían hacinadas a las chicas. Incluso varios recortes de prensa, algunos -pocos, a Dios gracias- con bastante mala idea que narraban su particular versión de los hechos haciendo énfasis en conceptos como injusticia, racismo y abuso de poder. Cerró la carpeta de un manotazo y miró la hora en el reloj de la mesa del despacho. Las 9.10. Cincuenta minutos. Estaba echando la silla hacia atrás para estirar las piernas cuando alguien llamó a la puerta y la abrió casi al mismo tiempo.

– ¿Ha llegado? -quiso saber.

La mujer que entraba en el despacho negó con la cabeza sin preguntarle a quién se refería y, muy despacio, apoyó ambas manos en el respaldo de la silla que había frente a la mesa. Lo miró a los ojos y le soltó:

– ¿Qué piensas decirle? -La pregunta sonó como una acusación, una ráfaga de tiros en tres palabras.

Savall se encogió de hombros casi imperceptiblemente.

– Lo que hay. ¿Qué quieres que le diga?

– Ya. Genial.

– Martina… -Intentó ser brusco, pero la apreciaba demasiado para enfadarse con ella de verdad. Bajó la voz-. Tengo las manos atadas, joder.

Ella no cedió. Retiró un poco la silla, se sentó y volvió a acercarla a la mesa.

– ¿Qué más necesitan? Ese tío ha salido ya del hospital. Está en su casa, tan fresco, reorganizando su negocio…

– ¡No me jodas, Martina! -El sudor invadió su frente y por una vez perdió los estribos. Se había propuesto no hacerlo cuando se levantó aquella mañana. Pero era humano. Abrió la carpeta amarilla y sacó las fotos; fue colocándolas en la mesa como naipes descubiertos que anunciaban un póquer de ases-. Mandíbula rota. Dos costillas fracturadas. Contusiones en el cráneo y en el abdomen. Una cara como un puto cromo. Todo porque a Héctor se le fue la cabeza y se plantó en casa de ese mierda. Y aún tuvo suerte, porque no hubo lesiones internas. Le metió una paliza de tres pares de cojones.

Ella sabía todo eso. Sabía también que de haberse encontrado en la silla de enfrente habría dicho exactamente lo mismo. Pero si había algo que definía a la subinspectora Martina Andreu era la lealtad inquebrantable hacia los suyos: su familia, sus compañeros de trabajo, sus amigos. Para ella el mundo se dividía en dos bandos bien diferenciados, los suyos y los demás, y Héctor Salgado se hallaba sin lugar a dudas en el primer grupo. Así que, en voz alta y deliberadamente desdeñosa, una voz que irritaba a su jefe más que la visión de esas fotografías, contraatacó:

– ¿Por qué no sacas las otras? Las de la chica. ¿Por qué no vemos lo que le hizo ese maldito brujo negro a esa pobre cría?

Savall suspiró.

– Cuidado con lo de negro. -Martina puso un gesto de impaciencia-. Sólo nos falta eso. Y lo de la chica no justifica la agresión. Tú lo sabes, yo lo sé, Héctor lo sabe. Y lo que es peor, el abogado de ese cabrón, también. -Bajó la voz; llevaba años trabajando con Andreu y confiaba en ella más que en ningún otro de sus subordinados-. Anteayer estuvo aquí.

Martina enarcó una ceja.

– Sí, el abogado de… como se llame. Le dejé las cosas muy claras: o retira la denuncia contra Salgado, o su cliente tendrá a un mosso siguiéndole hasta cuando vaya al puto retrete.

– ¿Y? -preguntó, mirando a su jefe con renovado respeto.

– Dijo que tenía que consultarlo. Le di tanta caña como pude. Off the record. Quedamos en que me llamaría esta mañana, antes de las diez.

– ¿Y si accede? ¿Qué le prometiste a cambio?

Savall no tuvo tiempo de responder. El teléfono de su mesa sonó como una alarma. Pidió silencio a la subinspectora con un gesto y descolgó.

– ¿Sí? -Por un momento su rostro se mantuvo expectante, pero enseguida su expresión se transformó en simple fastidio-. No. ¡No! Ahora estoy ocupado. La llamaré luego. -Más que colgarlo, soltó el teléfono y añadió, dirigiéndose a la subinspectora-: Joana Vidal.

Ella soltó un bufido lento.

– ¿Otra vez?

El comisario se encogió de hombros.

– No hay nada nuevo en lo suyo, ¿no?

– Nada. ¿Has visto el informe? Está claro como el agua. El chico se distrajo y se cayó por la ventana. Pura mala suerte.

Savall asintió con la cabeza.

– Buen informe, por cierto. Muy completo. Es de la nueva, ¿verdad?

– Sí. Se lo hice repetir, pero al final quedó bien. -Martina sonrió-. La chica parece lista.

Viniendo de Andreu, cualquier elogio debía tomarse en serio.

– Su currículo es impecable -dijo el comisario-. La primera de su promoción, referencias inmejorables de sus superiores, cursos en el extranjero… Incluso Roca, que no tiene piedad con los nuevos, redactó un informe elogioso. Si no recuerdo mal, menciona un talento natural para la investigación.

Cuando Martina se disponía a añadir uno de sus comentarios sarcásticamente feministas sobre el talento y el cociente intelectual medio de los hombres y las mujeres del cuerpo, el teléfono sonó de nuevo.

En ese momento, en el office de la comisaría, la joven investigadora Leire Castro utilizaba ese talento natural para satisfacer uno de los rasgos más acusados de su carácter: la curiosidad. Había propuesto tomar un café a uno de los agentes que llevaba semanas sonriéndole discreta pero amablemente. El tipo parecía buena gente, se dijo, y darle alas la hacía sentirse algo culpable. Pero desde su llegada a la comisaría central de los Mossos d'Esquadra de plaza Espanya, el enigma Héctor Salgado había estado desafiando su sed de saber, y hoy, cuando esperaba verlo aparecer en cualquier momento, no había podido aguantar más.

Así que, tras un breve preámbulo de charla cortés, ya con un café solo en las manos, reprimiendo las ganas de fumar y esbozando su mejor sonrisa, Leire fue al grano. No podía pasarse media hora cotilleando en el office.

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