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Toni Hill: El verano de los juguetes muertos

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Toni Hill El verano de los juguetes muertos

El verano de los juguetes muertos: краткое содержание, описание и аннотация

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El inspector Héctor Salgado lleva semanas apartado del servicio cuando le asignan de manera extraoficial un caso delicado. El aparente suicidio de un joven va complicándose a medida que Salgado se adentra en un mundo de privilegios y abusos de poder. Héctor no solamente deberá enfrentarse a ello, sino también a su pasado más turbio que, en el peor momento y de modo inesperado, vuelve para ajustar cuentas. Los sueños, el trabajo, la familia, la justicio o los ideales tienen un precio muy alto… pero siempre hay gente dispuesta a pagarlo.

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– ¿No llegaste a verle?

Ella negó con la cabeza.

– Ya sabes que siempre he sido una cobarde -dijo, esbozando una sonrisa amarga-. Supongo que volví a fallarle.

Félix bajó la cabeza.

– ¿Por eso sigues aquí? Sólo lograrás hacerte daño. Debes retomar tu vida. Volver a París.

– No me digas lo que tengo que hacer. -No se movió, y por primera vez miró al sacerdote a los ojos, sin titubeos-. Voy a quedarme aquí hasta que sepa qué pasó esa madrugada. No me sirve esa explicación vaga: quizá se cayó, quizá saltó. Quizá lo empujaron…

– Fue un accidente, Joana. No te tortures con eso.

Ella no le escuchó, siguió hablando como si no pudiera parar.

– Y no comprendo cómo Enric se conforma. ¿Acaso no quiere saber qué pasó?

– Ya lo sabe. Ha sido una tragedia, pero hay que seguir adelante. Regodearse en el dolor es morboso.

– ¡La verdad no es morbosa, Félix! Es necesaria… Al menos, yo la necesito.

– ¿Para qué? -El presintió que estaban llegando al fondo del asunto. Se levantó y fue hacia su ex cuñada. Las rodillas de ella se doblaban y se habría caído al suelo si él no la hubiera sujetado.

– Para saber cuál es mi culpa -musitó Joana-. Y el precio que debo pagar.

– Ésta no es la forma de expiar las culpas, Joana.

– ¡Expiar las culpas! -Se llevó una mano a la frente; volvía a sudar-. Vuestra jerga no cambia, Félix. ¡Las culpas no se expían, se cargan!

El eco de la frase se mantuvo durante unos instantes de silencio tenso. Félix lo intentó por última vez, aunque era consciente de que la batalla estaba perdida.

– Harás daño a mucha gente que intenta superar esto. A Enric, a su mujer, a su hija. A mí. Yo también quería mucho a Marc: era más que un sobrino. Lo vi crecer.

Ella se enderezó de repente. Cogió la mano de Félix y la apartó.

– El dolor es a veces inevitable, Félix. -Le dirigió una sonrisa triste antes de darle la espalda y encaminarse hacia la puerta del piso. La abrió y se quedó allí, esperando a que se fuera. Mientras le veía acercarse, añadió-: Hay que aprender a vivir con él. -Cambió de tono y pronunció las siguientes frases con un aire formal y frío, exento de emociones-. Esta mañana he hablado con Savall. Ha asignado el caso a un inspector. Díselo a Enric. Esto no ha terminado, Félix.

Él asintió y le dio un beso en la mejilla antes de marcharse. Ya en el rellano, antes de empezar a bajar, se volvió hacia ella.

– Hay cosas que es mejor no terminar.

Joana fingió no oírlo y cerró la puerta. Recordó entonces que había dejado el correo abierto y se sentó a leerlo.

Capítulo 3

Eran las doce y media cuando un taxi dejaba a Héctor delante del edificio de Correos. Aquella mole vetusta y sólida protegía un entramado de callejones laberínticos que habían resultado inmunes a la oleada de diseño que azotó barrios cercanos, como el Born: éstas eran calles donde la gente seguía tendiendo la ropa en los balcones y donde casi se podía robar la del vecino de enfrente; fachadas que difícilmente podían rehabilitarse porque no había espacio para andamios; bajos, antes abandonados, donde ahora proliferaban los colmados de paquistaníes, las tiendas de ropa étnica y algún bar de paredes cubiertas por azulejos. Allí, en la calle Milans, en el segundo piso de un edificio estrecho y sucio, tenía su consulta el doctor Ornar. Cuando llegó a la esquina, buscó el móvil instintivamente y luego se acordó de que lo había dejado muerto en casa aquella mañana. Mierda… Su intención había sido llamar a Andreu y preguntarle si había moros en la costa. Sonrió al pensar que frases como ésa se habían convertido en políticamente incorrectas, y avanzó despacio hacia el edificio en cuestión. Contrariamente a lo que imaginaba, la calle estaba desierta. No era extraño. La visita de los mossos había hecho que muchos de los habitantes de la zona, que seguían sin papeles, hubieran optado por quedarse en sus casas. Eso sí, había un agente en la puerta, un chico relativamente joven a quien Héctor conocía de vista, impidiendo que nadie ajeno a la escalera accediera al edificio.

– Inspector Salgado. -El agente parecía nervioso-. La subinspectora Andreu me avisó de que tal vez vendría.

Héctor preguntó con la mirada y el chico asintió.

– Suba. Y yo no le he visto. Ordenes de la subinspectora.

La escalera olía a humedad, a pobreza urbana. Se cruzó con una mujer de color que no levantó la vista del suelo. En el rellano del segundo piso había dos puertas, cada una de una madera distinta. La más oscura era la que buscaba. Estaba cerrada y tuvo que darle dos veces al timbre para que éste se decidiera a sonar. Cuando recordaba lo ocurrido aquella tarde fatídica, todo volvía a su mente en forma de ráfagas: el cuerpo destrozado de la chiquilla negra y una rabia espesa y agria, que no podía ni tragarse ni escupirse; luego, su puño cerrado, golpeando sin la menor piedad a un tipo al que había visto en la sala de interrogatorios una sola vez. Imágenes nebulosas que habría preferido no recordar.

Apostado en la esquina, Héctor espera a que se consuma el cuarto cigarrillo que ha encendido en la última media hora. Siente un dolor en el pecho y el sabor del tabaco empieza a darle asco.

Sube al segundo piso. Empuja la puerta del despacho. Al principio no lo ve. La habitación está tan oscura que instintivamente se pone en guardia. Se queda inmóvil, alerta, hasta que un ruido le indica que hay alguien sentado al otro lado de la mesa. Alguien que enciende una lámpara de pie.

– Adelante, inspector.

Reconoce la voz. Lenta, con un acento extranjero indefinible.

– Siéntese. Por favor.

Lo hace. Los separa una mesa antigua, de madera, lo mejor que debe de haber en aquel piso ruinoso, en aquella sala que huele ligeramente a cerrado.

– Le esperaba.

La sombra se mueve hacia delante y la luz de la lámpara de pie le da de lleno. Héctor se sorprende al verlo: está más envejecido de lo que recordaba del día que lo había interrogado en comisaría. Un semblante negro y delgado, casi frágil, y unos ojos de perro apaleado que ya ha aprendido que hay una ración de golpes diaria y aguarda con resignación a que llegue el momento.

– ¿Cómo lo ha hecho?

Sonríe, pero Héctor puede jurar que en el fondo hay algo de miedo. Mejor. Tiene razones para temerle.

– ¿Cómo he hecho qué?

Se aguanta las ganas de agarrarlo por el cuello y estamparle la cara contra la mesa. En su lugar, aprieta los puños y dice sencillamente:

– Kira está muerta.

Siente un escalofrío al decir su nombre. El olor dulzón empieza a darle náuseas.

– Qué lástima, ¿no? Una muchacha tan bonita… -dice el otro, como quien hablara de un regalo, de un objeto-. ¿Sabe una cosa? Sus padres le pusieron ese nombre absurdo para prepararla para una vida en Europa. O en América. La vendieron sin el menor remordimiento, convencidos de que cualquier cosa era mejor que lo que le esperaba en su aldea. Estuvieron inculcándoselo desde que nació. Lástima que no le enseñaran también a mantener la boca cerrada.

Héctor traga saliva. De repente las paredes avanzan hacia ellos, reduciendo la ya pequeña habitación al tamaño de una celda. La luz fría cae entonces sobre las manos del doctor: finas, de dedos largos como serpientes.

– ¿Cómo lo ha hecho? -repite. Y la voz le sale ronca, como si llevara horas sin hablar con nadie.

– ¿De verdad cree que he podido hacer algo? -Se ríe, y vuelve a adelantar el cuerpo para que la luz le enfoque la cara-. Me sorprende gratamente, inspector. El mundo occidental suele burlarse de nuestras viejas supersticiones. Lo que no pueden ver y tocar, no existe. Han cerrado la puerta a todo un universo y viven felices en ese lado. Sintiéndose superiores. Pobres ignorantes.

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