Toni Hill - El verano de los juguetes muertos

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El inspector Héctor Salgado lleva semanas apartado del servicio cuando le asignan de manera extraoficial un caso delicado. El aparente suicidio de un joven va complicándose a medida que Salgado se adentra en un mundo de privilegios y abusos de poder. Héctor no solamente deberá enfrentarse a ello, sino también a su pasado más turbio que, en el peor momento y de modo inesperado, vuelve para ajustar cuentas.
Los sueños, el trabajo, la familia, la justicio o los ideales tienen un precio muy alto… pero siempre hay gente dispuesta a pagarlo.

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– Tu palabra me basta. Y lo sabes.

Capítulo 4

El calor había decidido conceder una tregua esa tarde y unas nubes bajas habían tapado el sol. Por eso, y porque no podía seguir dándole más vueltas a lo que le había contado Andreu, Héctor se puso la ropa de deporte y salió a correr. El ejercicio físico era la única terapia que le funcionaba cuando su cerebro ya estaba demasiado agotado para actuar de manera eficaz. Mientras corría por el paseo marítimo, Héctor contemplaba el mar. A esas horas en la playa quedaban sólo algunos rezagados, pequeños grupos que querían exprimir el verano al máximo, y algún que otro bañista que tenía el mar casi para él solo. Las playas urbanas tenían algo distinto, se dijo él mientras intentaba ignorar la molestia que sentía en el gemelo izquierdo, no eran en absoluto paradisíacas ni relajantes, sino más bien una pasarela con música de discoteca en la que modelos aficionados lucían bronceados intensos, tetas saltarinas y abdominales de gimnasio. A veces daba la impresión de que les hacían un casting antes de dejarlos acceder a la playa. O quizá era más un tema de autoexclusión: quienes no cumplían con el estereotipo buscaban otra arena más alejada en la que exponer sus carnes blandas. Pero si al atardecer la playa estaba medio vacía, no podía decirse lo mismo del paseo: parejas con niños, chicos y chicas en bici, corredores como él que salían en cuanto se lo permitía el sol, vendedores ambulantes que regresaban cada año con la misma mercancía y que no parecían haber oído la máxima de renovarse o morir. En esa zona, la ciudad adquiría en verano un aire de teleserie californiana con el toque étnico de los manteros. Incluso había quien se esforzaba por practicar surf en un mar sin olas.

Héctor aceleró poco a poco el ritmo a medida que sus piernas iban adaptándose al ejercicio. Entre una cosa y otra llevaba casi dos meses sin hacer deporte; el invierno bonaerense no invitaba al jogging, y de hecho se había acostumbrado a correr con ese fondo marino a un lado y las dos altas torres como referencia. El mar no era de aguas turquesa, ni mucho menos, pero allí estaba: inmenso, tranquilizador, la promesa de un espacio sin fin en el que sumergir sus pensamientos, dejar que partieran con las olas. Un súbito tirón en el gemelo le hizo aflojar el paso, y lo adelantó un chaval con gorra, vestido enteramente de negro con ropa que le iba dos tallas grande, montado en un ruidoso monopatín. Esa imagen le recordó de repente el informe que le había dado Savall de aquel chico que se había caído por la ventana, y el mar pareció devolverle otras preocupaciones distintas a las que se había llevado antes. Se quedaron con él. Las fotos de Marc Castells: algunas tomadas el verano anterior, cuando llevaba el pelo más largo, y rizado, e iba montado en unos patines en línea por ese mismo paseo; las siguientes, de esa primavera, ya con el pelo rapado al uno, más serio y sin patines. Y las últimas, fotos forenses de un cuerpo que, incluso muerto, parecía en tensión. No había tenido una muerte plácida en absoluto, aunque sí instantánea, según el informe. Había caído de lado, de una altura de al menos once metros, y su nuca se había estampado contra las baldosas de piedra del suelo. Un accidente tonto. Una caída fruto del despiste que trae consigo el alcohol. Un segundo de distracción y todo se va a la mierda.

Según ese mismo informe, Marc y dos colegas suyos, un chico y una chica, amigos de la víctima desde la infancia, habían celebrado una pequeña fiesta en casa de los Castells, situada en la zona más alta, en todos los sentidos, de Barcelona, aprovechando que sus dueños -el señor Enric Castells, su segunda mujer y la hija adoptiva de ambos- habían ido al chalet que tenían en Collbató a celebrar la verbena con unos amigos y a pasar el largo puente de San Juan.

Sobre las dos y media de la madrugada, el chico, Aleix Rovira, vecino de Marc, había decidido volver a casa; la joven, una tal Gina Martí, se quedaba a dormir. Según rezaba el informe, ella declaró, prácticamente al borde de la histeria, haberse tumbado en la cama de Marc «un rato después de que Aleix se fuera». La chica no se acordaba de gran cosa y no era de extrañar: había sido, según su propia declaración, la que más había bebido. Al parecer, ella y Marc habían tenido una discusión cuando Aleix se marchó, y ella, ofendida, se metió en su cama esperando que él la siguiera enseguida. No recordaba más: debió de dormirse poco después y se despertó con los gritos de la asistenta, que a primera hora, sobre las ocho de la mañana siguiente, encontró el cuerpo de Marc en el suelo del patio. Cabía suponer que, como solía hacer muchas noches, el joven abrió la ventana de la buhardilla y se sentó en el alféizar a fumarse un cigarrillo. Vaya costumbre. Según constaba, cayó o saltó desde allí entre las tres y las cuatro de la madrugada, mientras su novia dormía la mona en el cuarto de abajo sin enterarse de nada en absoluto. Bastante patético, pero poco sospechoso. Como había dicho Savall, ningún hilo del que tirar. Sólo un detalle parecía salirse de aquel cuadro perfecto: uno de los cristales de la puerta trasera estaba roto, y eso, que cualquier otra noche habría sido indicador de algo, se había atribuido, a falta de otras pruebas, al resultado típico de una noche como la de San Juan, en la que los chavales tiran petardos y convierten la ciudad en algo parecido a un campo de batalla.

El paseo había ido quedando más vacío a medida que Héctor se alejaba de las playas más populares. Su cuerpo empezaba ya a mostrar signos de cansancio, así que dio media vuelta e inició el camino de regreso. Eran más de las ocho y media. Aceleró el ritmo en un sprint largo y doloroso.

Le faltaba el aliento cuando llegó a su casa, empapado en sudor. Alguien parecía estar clavándole un punzón en el gemelo, y cojeó los últimos metros que lo separaban de la puerta, ese viejo edificio de la calle Pujades cuya fachada pedía a gritos una rehabilitación urgente. Jadeante, se apoyó en la puerta y sacó las llaves del bolsillo del pantalón de deporte.

Oyó que alguien le llamaba y entonces la vio. Seria, con el mando del coche en la mano y caminando hacia él. Héctor sonrió sin querer, pero el dolor de la pierna convirtió la sonrisa en una mueca.

– Supuse que habías salido a correr.

La miró sin comprender.

– Diste mi teléfono a los de equipaje perdido. Ha llegado tu maleta. Intentaron localizarte, pero no respondías al móvil, así que llamaron al mío.

– Ah, lo siento. -Seguía jadeando-. Me pidieron un segundo número… tengo el celular sin batería.

– Lo imaginé. Ya, dúchate y cámbiate de ropa. Te llevo.

Él asintió y Ruth sonrió por primera vez.

– Te espero aquí -dijo antes de que él la invitara a subir.

Bajó poco después, con una bolsa de plástico que contenía una caja de alfajores y un libro de diseño gráfico que Ruth le había pedido antes de irse. Ella se lo agradeció con una sonrisa y un «ya te vale, traerme estas bombas calóricas en pleno verano cuando sabes que no puedo resistirme a ellas». Sorprendentemente no había mucho tráfico y llegaron al aeropuerto en media hora. Hablaron poco durante el trayecto y Guillermo ocupó prácticamente toda la conversación. Era siempre un terreno seguro, un tema que por fuerza tenían que abordar y que surgía entre ambos de manera natural. La separación se había producido hacía casi un año, y si de algo podían estar orgullosos era de cómo habían llevado el espinoso asunto de cara a su hijo, un chico de trece años que había tenido que acostumbrarse a una realidad distinta, y que al parecer lo había logrado sin grandes problemas. Al menos a primera vista.

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