– Bueno, inspector, me alegro de que se sienta a gusto.
– Disculpe, de repente me acordé de algo. Una anécdota de mi hijo. -Se arrepintió al instante, seguro de que sacarlo a colación en ese momento no era lo más oportuno.
– Ajá. No tiene usted mucha fe en la psicología, ¿verdad?-No había hostilidad en la frase, sino más bien curiosidad honesta.
– No tengo una opinión formada al respecto.
– Pero desconfía de entrada. Está bien. Claro que lo mismo piensa mucha gente de la policía, ¿no cree?
Héctor tuvo que admitir que era cierto, pero matizó:
– Las cosas han cambiado mucho ahora. La policía ya no es vista como el enemigo.
– Exactamente. Ha dejado de ser ese cuerpo que inspira temor al ciudadano, al menos al honrado. Aunque en este país ha hecho falta tiempo para cambiar esa imagen.
A pesar del tono, neutro e imparcial, Héctor supo que se deslizaban por una pendiente pedregosa.
– ¿Quiere decir algo con eso? -preguntó. Ya no sonreía.
– ¿Qué cree que quiero decir?
– Vayamos al grano… -No pudo evitar cierta impaciencia, lo que solía traducirse en una vuelta al acento de su infancia-. Los dos sabemos qué hago acá y lo que vos tenés que averiguar. No mareemos la perdiz.
Silencio. Salgado conocía la técnica, aunque esta vez él se encontraba al otro lado.
– Está bien. Mire, no debí haberlo hecho. Si es eso lo que quiere oír, ya lo tiene.
– ¿Por qué no debió hacerlo?
Intentó tranquilizarse. Ese era el juego: preguntas, respuestas… Había visto suficientes películas de Woody Allen para saberlo.
– Vamos, ya lo sabe. Porque no está bien, porque la policía no hace eso, porque debí mantener la calma…
El psicólogo anotó algo.
– ¿Qué sentía en ese momento? ¿Se acuerda?
– Ira, supongo.
– ¿Es algo habitual? ¿Suele usted sentir ira?
– No. No hasta ese punto.
– ¿Recuerda algún otro momento de su vida en que perdiera el control de ese modo?
– Tal vez. -Hizo una pausa-. Cuando era más joven.
– Más joven. -Nueva anotación-. ¿Hace cuánto… cinco años, diez, veinte, más de veinte?
– Muy joven -recalcó Héctor-. Adolescente.
– ¿Se metía en peleas?
– ¿Cómo?
– Si solía pelearse, cuando era adolescente.
– No. No de forma habitual.
– Pero perdía el control alguna vez.
– Usted lo ha dicho. Alguna vez.
– ¿Cómo cuál?
– No lo recuerdo -mintió-. Ninguna en especial. Supongo que, como todos los chicos, pasé por una fase de descontrol.
Una nueva anotación. Otra pausa.
– ¿Cuándo llegó a España?
– ¿Perdón? -Por un momento estuvo a punto de contestar que había llegado hacía unos días-. Ah, se refiere a la primera vez. Con diecinueve años.
– ¿Estaba aún en esa fase de descontrol adolescente?
Héctor sonrió.
– Bueno, supongo que mi padre lo creía así.
– Ya. ¿Fue decisión de su padre, entonces?
– Más o menos. El era gallego…, español, siempre quiso volver a su tierra, pero no pudo. Así que me mandó a mí para acá.
– ¿Y cómo le sentó?
El inspector hizo un gesto de indiferencia, como si ésa no fuera la pregunta pertinente.
– Disculpe, pero se nota que es usted más joven… Mi padre decidió que yo debía seguir estudiando en España y ya está. Nadie me preguntó. -Carraspeó un poco-. Las cosas eran así entonces.
– ¿No tenía usted ninguna opinión al respecto? Al fin y al cabo se veía obligado a dejar atrás a su familia, sus amigos, su vida allí. ¿No le importó?
– Claro. Pero nunca pensé que sería permanente. Y, además, le repito que tampoco me preguntaron.
– Ajá. ¿Tiene usted hermanos, inspector?
– Sí. Uno. Más grande que yo.
– ¿Y él no vino a España a estudiar?
– No.
El silencio que siguió a la respuesta fue más denso que los anteriores. Había una pregunta abriéndose paso hacia la superficie. Héctor cruzó las piernas y desvió la mirada. El chaval parecía dudar, y, por fin, decidió cambiar de tema.
– En su informe consta que se separó de su mujer hace menos de un año. ¿Fue ella la razón por la que se quedó en España?
– Entre otras varias. Sí. -Rectificó-. Me quedé acá por Ruth. Con Ruth. Pero… -Héctor le miró, extrañado: ignoraba que esos datos constaran también en los informes. La sensación de que toda su vida, o al menos los hechos más relevantes de ella, pudiera estar consignada en un expediente al alcance de cualquiera con autoridad para examinarlo le molestó-. Disculpe. -Descruzó las piernas y echó el cuerpo hacia delante-. No quiero ser rudo, pero ¿puede decirme a qué viene esto? Mire, soy perfectamente consciente de que cometí un error y que esto pudo, puede, costarme el puesto. Si le sirve de algo, no creo que hiciera bien, ni me siento orgulloso de ello, pero… Pero no voy a discutir todos los detalles de mi vida privada, ni creo que tengan derecho a meterse en ellos.
El otro encajó el discurso sin inmutarse y se tomó un tiempo antes de añadir algo más. Cuando lo hizo, no había en su tono la menor condescendencia; habló con aplomo y sin la menor vacilación.
– Creo que debo dejar claras algunas cosas. Tal vez debería haberlo hecho al principio. Mire, inspector, no estoy aquí para juzgarle por lo que hizo, ni para decidir si debe o no seguir trabajando. Eso es asunto de sus superiores. Mi interés radica únicamente en que usted averigüe qué fue lo que provocó esa pérdida de control, aprenda a prevenirla y reaccione a tiempo en otra situación parecida. Y para eso necesito su colaboración, o la tarea resultará imposible. ¿Lo entiende?
Claro que lo entendía. Que le gustara ya era otra cosa. Pero no tuvo más remedio que asentir.
– Si usted lo dice… -Se echó hacia atrás y estiró un poco las piernas-. Respondiendo a su pregunta de antes le diré que sí. Me separé hace menos de un año. Y antes de que prosiga, no, no siento un odio irrefrenable, ni una ira desatada hacia mi mujer-añadió.
El psicólogo se permitió sonreír.
– Su ex mujer.
– Perdón. Fue el subconsciente, usted ya sabe…
– Entiendo entonces que fue una separación de mutuo acuerdo.
Fue Héctor quien se rió esta vez.
– Con todos mis respetos, eso que acaba de decir prácticamente no existe. Siempre hay alguien que deja a alguien. El acuerdo mutuo consiste en que el otro lo acepta y se calla.
– ¿Y en su caso?
– En mi caso, fue Ruth quien me dejó. ¿Esa información no consta en sus papeles?
– No. -Miró el reloj-. Nos queda poco tiempo, inspector. Pero para la siguiente sesión me gustaría que hiciera algo.
– ¿Me está poniendo tarea?
– Algo así. Quiero que piense en la ira que sintió el día de la agresión, e intente recordar otros momentos en los que experimentó una emoción parecida. De pequeño, de adolescente, de mayor.
– Muy bien. ¿Puedo irme ya?
– Nos quedan unos minutos. ¿Hay algo que quiera preguntarme, alguna duda…?
– Sí. -Le miró directamente a los ojos-. ¿No cree que hay ocasiones en que la ira es la reacción adecuada? ¿Que sentir otra cosa sería antinatural cuando se halla uno delante de un… demonio? -A él mismo le sorprendió la palabra, y su interlocutor pareció interesado en ella.
– Ahora mismo le contesto, pero deje que le haga una pregunta antes. ¿Cree usted en Dios?
– La verdad es que no. Pero sí creo en el mal. He visto a mucha gente mala. Como todos los policías, supongo. ¿Le importa contestar a mi pregunta?
El chaval meditó unos instantes.
– Eso nos llevaría a un largo debate. Pero en resumen, sí, hay veces en que la respuesta natural a un estímulo es la ira.
Читать дальше