Toni Hill - El verano de los juguetes muertos

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El inspector Héctor Salgado lleva semanas apartado del servicio cuando le asignan de manera extraoficial un caso delicado. El aparente suicidio de un joven va complicándose a medida que Salgado se adentra en un mundo de privilegios y abusos de poder. Héctor no solamente deberá enfrentarse a ello, sino también a su pasado más turbio que, en el peor momento y de modo inesperado, vuelve para ajustar cuentas.
Los sueños, el trabajo, la familia, la justicio o los ideales tienen un precio muy alto… pero siempre hay gente dispuesta a pagarlo.

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– Gina, cariño, me voy. -La mujer no pasó del umbral. Llevaba al hombro un bolso blanco, abierto, en el que buscaba algo mientras seguía hablando-. ¿Dónde narices estará el dichoso mando del coche? ¿No pueden hacerlos más pequeños aún? -Por fin lo encontró y entonces esbozó una sonrisa triunfal-. Cielo, ¿estás segura de que no quieres venir? -Su sonrisa flaqueó un poco al ver la carita ojerosa de Gina-. No puedes quedarte encerrada aquí todo el verano, cielo. No es bueno. ¡Mira qué día! Necesitas aire fresco.

– Te vas a L'Illa, mamá, a diez minutos de casa -rezongó Gina-. En coche. No a correr por el campo.

Por si quedaba alguna duda de que el campo no entraba en los planes de su madre, bastaba con echar una ojeada a su atuendo: vestido blanco sujeto a la cintura por un cinturón de la misma tela; sandalias blancas con el tacón justo para elevar su metro sesenta y cinco de estatura hasta un honroso metro setenta y dos; el cabello, rubio natural, brillante, rozándole los hombros. Sobre un fondo de palmeras, habría sido la imagen perfecta de un anuncio de champú.

Regina Ballester ignoró el sarcasmo. Ya hacía tiempo que se había curtido ante los comentarios mordaces de esa hija que, en pijama a la una y media de la tarde, parecía más niña que nunca. Se acercó a ella y le dio un beso en la cabeza.

– No puedes seguir así, cariño. No me voy nada tranquila, la verdad.

– ¡Mamá! -No quería empezar una discusión; esos días su madre apenas la dejaba sola y ella tenía que hablar con Aleix. Urgentemente. Así que, venciendo lo mucho que le molestaba esa intensa fragancia, se dejó achuchar, e incluso sonrió. Y pensar en que hubo un tiempo en que se echaba a esos brazos espontáneamente; ahora sentía que la ahogaban. ¡Se había echado perfume hasta en las tetas! Sonrió, con más malicia que espontaneidad-. ¿Pasarás por la tienda de bañadores? -Eso no fallaba: darle a su madre algo que hacer que incluyera las palabras «tienda» y «comprar» solía ser un pasaporte seguro a la tranquilidad. Y, aunque no podía jurarlo, las tetas perfumadas indicaban que el centro comercial era un destino secundario en los planes de su madre-. Tráeme el que vimos en el escaparate. -Teniendo en cuenta que no pensaba ir a la playa en todo el verano y que el puto bañador le importaba bien poco, consiguió dar un tono bastante convincente a la petición. E incluso insistió, en un tono de niña consentida que ella misma odiaba con todas sus fuerzas-: Va, por favor.

– El otro día no te mostrabas tan entusiasmada. Cuando estábamos las dos delante de la tienda -repuso Regina.

– Estaba rayada, mamá. -«Rayada» era un adjetivo que Regina Ballester detestaba profundamente porque, amén de sonarle bastante vulgar, describía en sí mismo cualquier estado de ánimo de su hija: triste, preocupada, malhumorada, aburrida… «Rayada» parecía englobarlo todo sin distinción.

Gina jugueteó nerviosa con el ratón del ordenador. ¿No se iría nunca? Se desasió con suavidad del abrazo y jugó su última baza.

– Está bien, no me lo compres. Tampoco es que tenga muchas ganas de ir a la playa este año…

– Claro que irás a la playa. Tu padre llega mañana del viaje de promoción y la semana que viene nos vamos a Llafranc. Para algo he cogido vacaciones este mes. -Eso era algo que Regina solía hacer: recordar, veladamente, lo mucho que hacía por los demás-. ¡No aguanto más Barcelona este verano! hace un calor insoportable. -Regina miró disimuladamente el reloj de pulsera plateado; se le hacía tarde-. Me marcho o al final no me dará tiempo a todo -dijo con una sonrisa-.

Estaré aquí antes de las cinco. Si los mossos llegan antes que yo, no les digas nada.

– ¿Puedo abrirles la puerta? ¿O prefieres que los deje en la calle? -preguntó Gina con falsa inocencia. No podía evitarlo, esos días su madre la sacaba de quicio.

– No hará falta. Estaré aquí. Te lo prometo.

El ruido de los tacones resonó en la escalera. Gina iba a maximizar la pantalla del Messenger cuando esos mismos pasos volvieron a acercarse, apresuradamente.

– ¿Me he dejado aquí…?

– Aquí tienes el mando, mamá. -Lo cogió de la mesa, donde Regina lo había dejado para abrazarla, y se lo tiró con suavidad, sin moverse de la silla. Su madre lo cogió al vuelo-. Deberías colgártelo al cuello. -Y murmuró, cuando estaba segura de que su madre ya no podía oírla-. Claro que igual se desprograma con ese pestazo.

Clic. La pantallita brillaba ante ella otra vez. Cuatro mensajes:

gi, k pasa?

stas???

heyyy, me aburro

vale, tía, hasta otra!!!:-)

«No, no, no, no… Joder, contesta, Aleix, por favor.»

estaba mi madre por aquí, no podía hablar.

Eooo!! ya me lo imaginaba!! sigue dando la vara??

Gina suspiró. Alivio era poco. Se lanzó sobre el teclado a toda velocidad. Y no para criticar a su madre.

¿te ha llamado la poli?

la poli? no, por?

mierda… vienen a verme esta tarde, sobre las 5, no sé qué quieren, en serio…

Unos segundos de pausa.

seguramente nada, lo d siempre, no t preocupes

estoy asustada… y si preguntan por…

no van a preguntar nada, no tienen ni idea d nada

¿cómo lo sabes?

xke lo se. ademas, al final no lo hicimos, t acuerdas?

Las cejas fruncidas de Gina señalaban un intenso esfuerzo mental.

¿qué quieres decir?

Gina casi podía ver la cara de fastidio de Aleix, esa que ponía cuando se veía forzado a explicar cosas que a él le parecían obvias. Una expresión que a veces, pocas, la irritaba, y que normalmente solía tranquilizarla. Era más listo. Eso nadie lo ponía en duda. Tener por amigo al niño prodigio del colegio implicaba soportar ciertas miradas compasivas.

pensbamos hacer algo pero no lo hicimos, no es lo mismo, no? da igual lo ke planeabamos, al final nos rajamos

marc no se rajó.

El cursor parpadeaba a la espera de que ella siguiera escribiendo.

gi, NO HICIMOS NADA

Las mayúsculas sonaron como una acusación,

ya, tú lo impediste…

y tenía razón, o no? lo habíamos hablado tu y yo y estábamos d acuerdo, había ke pararlo.

Gina asintió como si él pudiera verla. Pero en el fondo sabía que ella no tenía una opinión definida al respecto. Darse cuenta de ello, así, tan crudamente, la llenó de un profundo desprecio hacia sí misma. Aleix la había convencido aquella tarde, pero en su fuero interno sabía que le había fallado a Marc en algo que para él había sido muy importante.

x cierto, tienes el USB, no?

sí.

ok. oye, kieres ke vaya a tu casa esta tarde? para lo de la poli

Gina sí quería, pero un pinchazo de orgullo le impidió admitirlo.

no, no hace falta… te llamo luego.

fijo ke tb vendrán a casa…

Ella cambió de tema.

por cierto, mi madre se ha echado el perfume de salir;-)

jaja… y mi padre no viene a comer!!!!

Gina sonrió. La supuesta aventura entre su madre y el padre de Aleix era algo que habían inventado una tarde de aburrimiento, mientras Marc estaba en Dublín. No se habían molestado en confirmarlo nunca, pero con el tiempo, a fuerza de repetirla, la hipótesis se había convertido al menos para ella en una certeza absoluta. Les divertía pensar que su madre y Miquel Rovira, el serio y ultracatólico doctor Rovira, estaban ahora follando furtivamente en la habitación de un hotel.

voy a comer algo, gi!! hablamos luego, ok? bss

Él no esperó a que ella contestara. Su icono perdió el color de repente y la dejó sola frente a la pantalla. Gina miró a su alrededor: la cama sin hacer, la ropa dejada caer sobre una de las sillas, los estantes aún llenos de peluches. «Es la habitación de una niño», se dijo con desdén. Se mordió el labio inferior hasta hacerse sangre y se pasó el dorso de la mano por la herida. Entonces se levantó, sacó una enorme caja de cartón vacía del armario que hasta hace poco había contenido sus libros del colegio -todos, guardados con falso cariño durante años- y la plantó en el centro del cuarto. Luego fue cogiendo uno por uno los peluches y echándolos boca abajo dentro de la caja, casi sin mirarlos. No tardó mucho. Apenas quince minutos después la caja reposaba cerrada en un rincón y las paredes se veían extrañamente vacías. Desnudas. Tristes. Desangeladas, diría su padre.

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