Toni Hill - El verano de los juguetes muertos

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El inspector Héctor Salgado lleva semanas apartado del servicio cuando le asignan de manera extraoficial un caso delicado. El aparente suicidio de un joven va complicándose a medida que Salgado se adentra en un mundo de privilegios y abusos de poder. Héctor no solamente deberá enfrentarse a ello, sino también a su pasado más turbio que, en el peor momento y de modo inesperado, vuelve para ajustar cuentas.
Los sueños, el trabajo, la familia, la justicio o los ideales tienen un precio muy alto… pero siempre hay gente dispuesta a pagarlo.

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En ese momento, sin embargo, unos pasos resonaron en el enorme corredor y un hombre de unos treinta y cinco años se acercó hasta secretaría con varias carpetas amarillas en la mano. La mujer esbozó una sonrisa radiante.

– Han tenido suerte. Alfonso -dijo, dirigiéndose al recién llegado-, él es el inspector…

– Salgado -terminó Héctor.

– Alfonso Esteve fue el tutor de Marc en su último año aquí -aclaró la secretaria, hondamente satisfecha.

El tal Alfonso no parecía tan satisfecho y observó a los visitantes con una mirada cargada de reticencia.

– ¿Puedo ayudarles en algo? -preguntó tras unos instantes de vacilación. Era un hombre de baja estatura, metro setenta como mucho, y vestía con unos téjanos, una camisa blanca de manga corta, y zapatillas de deporte. Unas gafas de carey otorgaban un punto de seriedad al conjunto. Antes de que Salgado pudiera contestar, dejó las carpetas amarillas en el mostrador-. Mercè, ¿las guardas en el archivo, por favor? Son los exámenes de septiembre.

La secretaria las cogió, pero no se movió de la ventanilla.

– ¿Podemos hablar en algún sitio? -preguntó Héctor-. Serán sólo unos minutos.

El profesor lanzó una mirada de soslayo hacia la secretaria y ella pareció asentir, sin demasiada convicción.

– No sé si el director lo aprobaría -dijo él por fin-. Los expedientes de nuestros alumnos son privados, ya sabe.

Héctor Salgado no se movió ni un milímetro y sus ojos parecían fijos en el profesor.

– De acuerdo -cedió éste-, vamos a la sala de profesores. Está vacía.

La secretaria puso cara de desencanto, pero no dijo nada. Salgado y Castro siguieron a Alfonso Esteve, que caminaba con paso rápido hacia una de las salas del otro extremo del pasillo.

– Siéntense, por favor -les dijo al entrar, y cerró la puerta-. ¿Quieren un café?

Leire vio una reluciente máquina de café roja situada encima de una pequeña nevera. Héctor contestó antes que ella.

– Sí, por favor. -Su tono había cambiado y era mucho más cercano-. ¿A punto de empezar vacaciones?

– Sí, ya mismo. ¿Y usted querrá café? -El profesor sonrió a la agente Castro mientras colocaba la cápsula en la cafetera.

– No, gracias -dijo ella.

– Un poco de leche para mí, por favor -intervino Salgado-. Sin azúcar.

Alfonso llevó los dos cafés hasta la mesa. En cuanto se sentó, una expresión preocupada volvió a nublarle la mirada. Antes de que pudiera expresar sus dudas, el inspector Salgado tomó la palabra.

– Escuche, ésta no es una visita oficial en modo alguno. Sólo queremos cerrar el caso de ese chico, y hay ciertas cosas que no nos pueden decir la familia ni los amigos. Se trata de detalles de su personalidad, de su carácter. Estoy seguro de que usted conoce bien a sus alumnos, y de que tiene una opinión formada sobre ellos. ¿Cómo era Marc Castells? No hablo de resultados académicos, sino de su conducta, sus amigos. Ya me entiende.

El profesor parecía visiblemente halagado y respondió, ya sin vacilar:

– Bueno, estrictamente hablando, Marc ya no era mi alumno; pero desde luego lo fue durante el último curso de secundaria y los dos de bachillerato.

– ¿Qué enseña usted?

– Geografía e historia. Depende del curso.

– Y fue su tutor en segundo de bachillerato.

– Sí. No fue un buen año para Marc. Seamos claros, nunca fue un estudiante brillante, ni mucho menos. De hecho, ya acabó la ESO muy justo y tuvo que repetir primero, pero hasta entonces no había dado ningún problema.

Leire miró al profesor con una expresión de franco interés.

– ¿Y eso cambió?

– Cambió mucho -afirmó Alfonso-. Aunque al principio nos alegramos. Verán, Marc había sido siempre un chico muy tímido, introvertido, poco hablador. Uno de esos que pasan desapercibidos en el aula… y me temo que fuera de ella. Creo que en todo cuarto de ESO no oí su voz a menos que fuera para responder a una pregunta directa. Así que fue un alivio cuando empezó a abrirse, en primero de bachillerato. Era más activo, menos silencioso… Supongo que estar al lado de Aleix Rovira le espabiló.

Héctor asintió. El nombre le era familiar.

– ¿Se hicieron amigos?

– Creo que las familias ya se conocían, pero cuando Marc repitió y coincidió en su misma clase se convirtieron en inseparables. Eso es habitual en la adolescencia, y está claro que a Marc le favorecía esa amistad, al menos académicamente hablando. Aleix es, sin duda, el alumno más brillante que ha tenido esta escuela en los últimos cursos. -Lo afirmó con total seguridad, y sin embargo en su frase resonó un eco irónico, una nota de rencor.

– ¿No le caía bien?

El profesor jugueteó con la cucharilla de café, obviamente indeciso. Leire iba a repetir el sonsonete tranquilizador de la conversación extraoficial, pero Alfonso Esteve no le dio tiempo suficiente para hacerlo.

– Aleix Rovira es uno de los alumnos más complicados que he tenido. -Se dio cuenta de que el comentario requería más explicación, así que prosiguió-: Muy inteligente, desde luego, y según las chicas, bastante atractivo. Nada que ver con el típico empollón: era igual de bueno en deportes que en matemáticas. Un líder nato. Supongo que no es extraño; es el menor de cinco hermanos, todos varones, todos estrictamente educados en lo que podríamos llamar valores cristianos. -Hizo una pausa-. En su caso hay que añadir un grave problema en su infancia: tuvo leucemia, o algo parecido. Así que todavía resultaba más meritorio que, una vez recuperado, fuera siempre el primero de la clase.

– ¿Pero…? -Héctor sonrió.

– Pero -Alfonso se paró de nuevo-, pero había algo frío en Aleix. Como si estuviera de vuelta de todo, como si su inteligencia y la experiencia de su enfermedad le hubieran dado una madurez… cínica. Manejaba al grupo a su antojo, y a varios profesores también. Ser el primero de la clase, el último de una saga de alumnos del centro y el recuerdo de su batalla contra el cáncer le concedían una especie de inmunidad para casi todo.

– ¿Está hablando de bullying ? -preguntó Leire.

– Eso sería decir mucho, aunque algo había. Comentarios mordaces dirigidos hacia los menos listos o menos agraciados; nada de qué acusarlo, pero estaba claro que el curso hacía lo que él quería. Si él se ponía borde con uno de los profesores, todos le seguían; si decidía que había que respetar a uno en concreto, el resto hacía lo mismo. De todos modos, ésa es sólo mi opinión; la mayoría de la gente opina que es un chico encantador.

– Parece bastante convencido de esa opinión, señor Esteve -presionó Castro. Intuía que había algo más, y no quería que el profesor lo dejara en el tintero.

– Escuchen, una cosa es que yo esté seguro y otra muy distinta que ésa sea la verdad. -Bajó la voz, como si fuera a contarles un secreto-. Un colegio es una fábrica de rumores, y es difícil averiguar su origen: surgen, se propagan, se comentan. Empiezan en voz baja, a escondidas del interesado; luego van subiendo de volumen hasta que al final estallan como una bomba.

Tanto Salgado como Castro le animaron a seguir con la mirada.

– Hubo una profesora, no muy joven ya, de cuarenta y pocos años. Llegó cuando Aleix y Marc cursaban primero de bachillerato juntos. Por alguna razón, ella y Aleix no congeniaron. Es raro, porque solía esforzarse por llevarse bien con el profesorado femenino. Los rumores empezaron enseguida, y de todo tipo. Nadie sabe muy bien lo que pasó, pero ella no terminó el curso.

– ¿Y cree que esos rumores salieron de Aleix?

– Juraría que sí. Un buen día ella no vino a trabajar y yo la sustituí. La cara de Aleix expresaba una felicidad cruel. Se lo aseguro.

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