Toni Hill - El verano de los juguetes muertos

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El inspector Héctor Salgado lleva semanas apartado del servicio cuando le asignan de manera extraoficial un caso delicado. El aparente suicidio de un joven va complicándose a medida que Salgado se adentra en un mundo de privilegios y abusos de poder. Héctor no solamente deberá enfrentarse a ello, sino también a su pasado más turbio que, en el peor momento y de modo inesperado, vuelve para ajustar cuentas.
Los sueños, el trabajo, la familia, la justicio o los ideales tienen un precio muy alto… pero siempre hay gente dispuesta a pagarlo.

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– Esto es importante, Gina. Sin tonterías.

La soltó y ella se acarició la muñeca.

– ¿Te he hecho daño? -Fue él quien la acarició entonces-. Perdona. En serio.

– No. -¿Por qué decía que no cuando quería decir lo contrario? ¿Por qué dejaba que volviera a besarla, en la frente, si su olor a sudor le daba asco?

El sonido del interfono le evitó buscar una respuesta que de todos modos no le apetecía encontrar.

El portero de la finca, situada en Via Augusta justo antes de la plaza Molina, los miró sin dar muestras de sentirse impresionado porque dos agentes de las fuerzas del orden fueran a visitar a uno de los vecinos del inmueble. Se había levantado de la silla como si hacerlo resultara un esfuerzo inconcebible, algo que era indecente pedirle a un hombre a las cinco menos diez de la tarde en uno de los días más calurosos del verano, mientras trabajaba honradamente hojeando el periódico deportivo con los auriculares puestos. Al parecer, la persona que contestó al interfono desde el piso dio permiso para que subieran, porque el portero les indicó con gesto desganado el ascensor y masculló «ático segunda» antes de volver a dejarse caer en su silla.

Héctor y Leire se dirigieron al ascensor, que era lento y lóbrego como el portero. Ella se miró en el espejo oscuro y se percató de que su cara empezaba a acusar un cierto malhumor. Por mucha curiosidad que hubiera sentido por el inspector Salgado antes de conocerle, trabajar a su lado estaba siendo bastante incómodo. Tras salir del colegio, ella había intentado comentar lo que les había dicho el profesor, pero el resultado había sido nulo. Aparte de contestar con simples monosílabos, Salgado se había pasado el trayecto -no muy largo, todo hay que decirlo- mirando por la ventanilla, en una postura que mostraba a las claras que prefería que lo dejaran en paz. Y ahora seguía igual; le había cedido el paso educadamente para entrar en la portería y en el ascensor, pero su rostro, que ella observaba de reojo, seguía mostrando una expresión impenetrable, preocupada. Como la de un funcionario a quien obligan a quedarse más tiempo del que marca su horario.

Gina Martí los recibió en la puerta, y no hacía falta ser un genio de la observación para reparar en que había estado llorando hacía poco: la nariz enrojecida, los ojos vidriosos. Detrás de ella había un joven de expresión seria, respetuosa, a quien Leire reconoció al instante como Aleix Rovira.

– Mi madre está a punto de llegar -dijo la chica después de que Héctor se presentara. Parecía dudar entre si lo correcto era conducirlos al salón o permanecer de pie, en el recibidor. Aleix decidió por ella y los invitó a entrar, adoptando el papel de anfitrión.

– He pasado a ver a Gina -comentó, como si su presencia necesitara una justificación-. Si quieren hablar con ella a solas, me voy -añadió. Su tono era protector, cariñoso. Pero la chica siguió seria, tensa.

Ya sentados en el salón, Salgado observaba a Gina Martí, y por primera vez en toda la tarde Leire vio en los ojos del inspector un atisbo de empatía. Mientras él le explicaba, en tono tranquilizador, que estaban allí sólo para hacerle unas preguntas y Aleix asentía, de pie a su lado, con una mano apoyada en su hombro, ella contempló el salón de los Martí y decidió que no le gustaba en absoluto. Las paredes estaban forradas de estanterías atestadas de libros, la mesa y el resto de muebles eran de madera oscura y los sillones y butacas estaban tapizados en un verde oscuro. El conjunto, completado con densos bodegones enmarcados con gruesos marcos dorados y paredes pintadas de un tono ocre claro, ofrecía un aire levemente antiguo, claustrofóbico. Polvoriento, aunque estaba segura de que si pasaba un dedo por la mesa no recogería ni una mota de suciedad. Las cortinas, espesas y de color verde como los sillones, estaban corridas, lo que contribuía a esa sensación de penumbra y falta de aire. Justo entonces oyó las últimas palabras del inspector.

– Esperaremos a que llegue tu madre si lo prefieres.

Gina se encogió de hombros. Evitaba mirar directamente a su interlocutor. Eso podía ser simple timidez, se dijo Leire, o también el deseo de ocultar algo.

– Los dos conocíais a Marc desde hacía tiempo, ¿no?

Aleix tomó la palabra antes de que Gina pudiera hacerlo.

– Sobre todo Gina. De eso estábamos hablando ahora mismo. Este verano está siendo muy raro sin él. Y, además, no puedo quitarme de la cabeza que termináramos medio enfadados. Yo me fui a casa antes de lo previsto, y ya no volví a verle.

– ¿Por qué os enfadasteis?

Aleix se encogió de hombros.

– Por una tontería. Apenas recuerdo ahora cómo empezó. -Miró a su amiga, como buscando confirmación, pero ella no abrió la boca-. Marc había vuelto distinto de Dublín; mucho más serio, irritable. Se enfadaba por cualquier cosa, y esa noche me harté. Era la verbena de San Juan y no tenía ganas de aguantarlo. Suena fatal ahora, ¿verdad?

– Según tu declaración anterior, te fuiste directamente a casa.

– Sí. Mi hermano estaba despierto y lo ha confirmado. Estaba de mal humor por la discusión, y algo borracho también, así que me acosté enseguida.

Salgado asintió y esperó a que la chica añadiera algo, pero ella no lo hizo. Tenía la mirada puesta en algún punto del suelo y sólo la levantó cuando se oyó girar la llave en la cerradura de la puerta y una voz gritó desde el recibidor:

– Gina, cielo… ¿Han llegado ya? -Unos pasos rápidos precedieron la entrada de Regina Ballester-. Dios, ¿qué hacéis aquí a oscuras? Esta mujer quiere que vivamos en una tumba. -Sin prestarles la menor atención, la aparición rubia caminó rápidamente hacia las cortinas y las descorrió. Un chorro de luz invadió el salón-. Esto ya es otra cosa.

Y lo era, aunque no sólo por la luz. Existen personas que llenan los espacios, personas cuya presencia carga el ambiente. Regina Ballester, en menos de un minuto, había convertido una biblioteca rancia en una pasarela luminosa, en la que, eso sí, ella actuaba como modelo principal. Y única.

Salgado se había levantado para estrechar la mano a la señora Ballester, y en los ojos de ésta Leire vio una mirada apreciativa aunque cauta.

– Creo que ya conoce a la agente Castro.

Regina asintió con un movimiento de cabeza rápido, indiferente. La agente Castro, estaba claro, no le suscitaba demasiado interés. De todos modos, su saludo más frío fue sin duda para el invitado a quien no esperaba encontrar. Aleix seguía junto a Gina, susurrándole algo al oído.

– Bueno, pues yo me voy ya. Sólo había venido a ver a Gina.

– Muchas gracias, Aleix. -Era obvio que la marcha del chico no le causaba ningún disgusto a Regina Ballester.

– Hablamos, ¿vale? -dijo él a su amiga. Se fue hacia la puerta, pero antes de salir se volvió-. Inspector, no sé si yo puedo ayudarles en algo, pero si es así… Bueno, estoy a su disposición. -En boca de otro chico, la frase habría sonado hueca, excesivamente formal. Pero en él era respetuosa, amable sin ser servicial.

– Creo que no hará falta, pero muchas gracias -repuso Salgado.

Como había dicho el profesor Esteve, Aleix Rovira podía ser un chico encantador.

Capítulo 10

Los faros de un coche aparcado le lanzaron un par de ráfagas justo cuando doblaba la esquina de su calle montado en la bici. Viejo y con una abolladura lateral, llamaba la atención en ese barrio tranquilo de casas con jardín y garajes privados. Por un momento tuvo la tentación de dar media vuelta, o de pasar de largo a toda velocidad, pero sabía que eso sólo significaba retrasar lo inevitable. Además, lo que menos le convenía era que alguien de su casa lo viera con un pintas como Rubén. Así que, intentando aparentar tranquilidad, se acercó a la ventanilla y desmontó de la bicicleta.

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