Toni Hill - El verano de los juguetes muertos

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El inspector Héctor Salgado lleva semanas apartado del servicio cuando le asignan de manera extraoficial un caso delicado. El aparente suicidio de un joven va complicándose a medida que Salgado se adentra en un mundo de privilegios y abusos de poder. Héctor no solamente deberá enfrentarse a ello, sino también a su pasado más turbio que, en el peor momento y de modo inesperado, vuelve para ajustar cuentas.
Los sueños, el trabajo, la familia, la justicio o los ideales tienen un precio muy alto… pero siempre hay gente dispuesta a pagarlo.

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Capítulo 8

A medida que el coche ascendía hacia la zona norte de la ciudad, las calles parecían vaciarse. Del tráfico denso y ruidoso de los alrededores de plaza Espanya, plagado de motos que aprovechaban el menor resquicio para colarse entre los coches y los taxis, que avanzaban lentos como zombis a la espera de una posible víctima, habían pasado en apenas quince minutos a la amplitud de horizontes de la avenida Sarria: cruzaban la ciudad en dirección a la ronda de Dalt. En un día como ése, de sol cegador y temperaturas sofocantes, el cielo daba la impresión de haberse teñido de blanco y la montaña, apenas visible al fondo de la larga avenida, insinuaba la promesa de un oasis fresco que contrastaba con el asfalto abrasador de las tres de la tarde.

Sentado en el lado del copiloto, Héctor contemplaba la ciudad sin verla. Por su expresión, la mirada triste y el ceño levemente fruncido, se diría que su pensamiento andaba muy lejos de esas calles, vagando por algún lugar más sombrío pero en absoluto agradable. No había pronunciado una sola palabra desde que subieron al coche y Leire tomó el volante. El silencio podría haber sido incómodo si ella no hubiera estado también perdida en su mundo. En realidad, incluso agradeció esos minutos de paz: la comisaría había sido un hervidero esa mañana, y no estaba muy orgullosa de su actuación delante del comisario. Pero la visión del Predictor confirmando sus temores con un intenso color púrpura volvía a su mente en los momentos más insospechados.

Héctor entrecerró los ojos en un esfuerzo por reordenar sus ideas: no había hablado con Andreu en privado y se moría de ganas de preguntarle si había alguna novedad en el caso del doctor Ornar. También recordó que había llamado a su hijo por la mañana, al salir del psicólogo, y que éste no le había devuelto la llamada. Miró de nuevo el móvil, como si pudiera hacer que sonara a voluntad.

Un frenazo brusco lo sacó a la superficie y se volvió hacia su compañera sin saber muy bien qué había pasado. Lo comprendió al instante al ver a un ciclista urbano, miembro de esa manada temeraria que había invadido las calles en los últimos tiempos, que se volvía hacia ellos más ofendido que asustado.

– Lo siento -se excusó Leire-. Esa bici se ha cruzado de repente.

Él no respondió, aunque asintió con la cabeza con aire distraído. Leire soltó lentamente un bufido; la bici no había salido de la nada, simplemente había vuelto a distraerse más de la cuenta. Joder, ya basta… Respiró hondo y decidió que el silencio la estaba abrumando, así que optó por entablar conversación con el inspector antes de que éste volviera a sumergirse en su mundo.

– Gracias por lo de antes. En el despacho del comisario Savall -aclaró-. Estaba totalmente en las nubes.

– Ya -dijo él-. Era obvio, la verdad. -Hizo un esfuerzo por seguir la conversación; también él estaba harto de pensar-. Pero tranquila, Savall ladra mucho y muerde poco.

– Reconozco que me merecía los ladridos -repuso ella, con una sonrisa en los labios.

Héctor siguió hablándole sin mirarla, con la vista puesta al frente.

– ¿Qué te pareció la familia Castells? -preguntó él de sopetón.

Ella tardó unos instantes en contestar.

– Es curioso… Pensé que sería más duro. Interrogarlos sobre la muerte de un hijo de sólo diecinueve años.

– ¿Y no lo fue? -Su tono aún era tenso, rápido, pero esta vez se dignó a volverse hacia ella. Leire tuvo la sensación de estar en un examen oral y se concentró en buscar la respuesta adecuada.

– No fue agradable, eso seguro. Pero tampoco -buscó la palabra- dramático. Supongo que son demasiado correctos para montar una escena, y al fin y al cabo ella no es su madre… Aunque eso no quiere decir que no den rienda suelta a sus emociones cuando se quedan solos.

Héctor no dijo nada, y la ausencia de comentarios hizo que Leire ampliara la respuesta.

– Además -prosiguió-, supongo que la religión ayuda a los creyentes en estos casos. Siempre lo he envidiado. Aunque al mismo tiempo no logro tragármelo del todo.

Por segunda vez en ese día, el concepto de Dios salía a colación. Y cuando Héctor respondió a su compañera, poco antes de que llegaran a su destino, lo hizo con una explicación que ella no acabó de entender del todo.

– Los creyentes nos llevan ventaja. Tienen a alguien en quien confiar, alguien que les protege o les consuela. Un poder superior que resuelve sus dudas y les dicta su conducta. Nosotros, en cambio, sólo tenemos demonios a los que temer.

Leire se percató de que hablaba más para sí mismo que ella. Por suerte, a su derecha vio la moderna fachada del edificio al que se dirigían y, dado que era verano, los alrededores estaban prácticamente vacíos. Aparcó en la esquina opuesta, a la sombra, sin el menor problema.

Héctor bajó del coche enseguida, necesitaba un cigarrillo. Encendió uno sin ofrecer a su compañera y fumó con avidez, con la mirada puesta en el colegio al que había asistido Marc Castells hasta el año anterior a su muerte. Mientras él apuraba el pitillo, ella se acercó a la verja que delimitaba la zona ajardinada; otra consecuencia de ese nuevo estado por el que pasaba su cuerpo era que, aunque le apetecía fumar, no toleraba el humo ajeno.

Eso se parecía tanto a la escuela de pueblo en la que había estudiado como la Casa Blanca a una barraca encalada. «Los ricos siguen viviendo en otro mundo», se dijo. Por mucho que se hubieran igualado las cosas, el pabellón que tenía ante sí, rodeado de jardines cuyo césped se extendía como una manta verde y con un gimnasio y un auditorio adjuntos, tenía más aspecto de campus universitario que de colegio propiamente dicho, y marcaba una honda diferencia, desde la infancia, entre un selecto grupo de alumnos que vivían todas esas facilidades como lo más normal del mundo y el resto de chavales, que sólo veían sitios como ese en las series americanas.

Cuando quiso darse cuenta, el inspector había apagado ya el cigarrillo y cruzaba la verja abierta. Algo molesta, sintiendo de repente que la estaban tratando como a un chófer que debe esperar en la puerta, le siguió. En realidad, la visita al colegio había sido una improvisación de última hora. Lo más probable, se dijo ella, era que no encontraran a nadie a esas horas, pero no le había pedido su opinión. «Típico de los jefes», pensó mientras caminaba un paso por detrás del inspector. Aunque al menos éste tenía un buen culo.

Ambos avanzaron por el amplio sendero de piedras desiguales que cruzaba los jardines hasta el edificio principal. La puerta estaba cerrada, como Leire esperaba, pero se abrió con un zumbido metálico poco después de que Héctor llamara al timbre. Frente a ellos se abría un amplio corredor y una oficina acristalada que, sin lugar a dudas, era la secretaría del centro. Una mujer de mediana edad los recibió con expresión fatigada desde el otro lado de la ventanilla.

– Disculpen, pero ya está cerrado. -Dirigió la mirada hacia un cartel que indicaba claramente que el horario de secretaría en los meses de verano era de nueve a una y media-. Si desean información sobre las matrículas o sobre el centro tendrán que volver mañana.

– No, no queremos información-dijo Héctor, mostrándole la placa-. Soy el inspector Salgado y ella es la agente Castro. Queríamos información sobre un alumno de este centro, Marc Castells.

Un brillo de interés asomó a los ojos de la mujer. Sin duda, era lo más emocionante que le había sucedido desde hacía tiempo.

– Supongo que está al tanto de lo ocurrido -prosiguió Héctor en tono formal.

– ¡Por supuesto! Yo misma me ocupé de enviar una corona a su entierro en nombre del centro. -Lo dijo como si la duda ofendiera-. ¡Una desgracia! Pero no sé qué puedo decirles yo. Sería mejor que hablaran con alguno de los profesores, pero no sé quién hay por aquí. En verano no siguen un horario fijo: vienen por las mañanas, hasta el día quince, para hacer programaciones y papeleo, pero a la hora de comer desaparecen casi todos.

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