Ruth Rendell - Trece escalones

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La octogenaria Gwendolen Chawcer, una solterona que jamás logró escapar a la posesiva personalidad de su padre, vive entregada a la lectura compulsiva y a la fantasía de un viejo amor imposible en St. Blaise House, la mansión victoriana de la familia en el barrio londinense de Notting Hill. Pero tan melancólica y plácida existencia se ve alterada cuando, haciendo caso al consejo de unas amigas, decide alquilar la planta de arriba de la casa.
Su nuevo arrendatario, Mix Cellini, es un mecánico de máquinas de fitness con una fijación: los crímenes que John Christie cometió sesenta años antes en el número 10 de Rillington Place, apartamento del horror a escasa distancia de St. Blaise House. Gwendolen no tarda en descubrir tan siniestra obsesión, pero ignora que ésta irá adquiriendo tintes cada vez más macabros cuando Mix se enamore perdidamente de la modelo Nerissa Nash.
Con Trece escalones, Ruth Rendell presenta con su maestría habitual un retrato perturbador y perverso de dos personajes tremendamente dispares pero a la vez hermanados por sus neurosis románticas. De paso, la gran dama de la novela de suspense psicológico incide en temas tan espinosos como el culto a los grandes criminales de la historia o las ansias de celebridad que caracterizan a nuestra sociedad.

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En aquel momento no tenía ningún sentido quedarse allí. Después de oler aquello tuvo la sensación de que no volvería a comer nunca más. Los cadáveres de la casa de Reggie, sobre todo los dos que puso en el hueco de la pared de la cocina, también debían de oler. O tal vez no, puesto que era diciembre, hacía frío y a Reggie lo habían capturado y arrestado poco después de haberlos puesto allí. Mix permaneció en lo alto de las escaleras y escuchó. Silencio absoluto. Se asomó al hueco de la escalera y empezó a bajar. Cuando estaba en el último peldaño del tramo embaldosado, la puerta del dormitorio de la mujer se abrió y salió ella con una bata de seda roja y unas chinelas con plumas. Mix estaba a punto de retroceder, pero la mujer lo vio.

– ¿Ocurre algo, señor Cellini?

– Todo va bien -contestó él.

La mujer se sorbió la nariz.

– ¡Ojalá yo pudiera decir lo mismo! Creo que tengo influenza.

Mix sólo había oído llamar así a la gripe una vez en su vida. Su abuela tenía una broma al respecto: «Abrí la ventana y entró la influenza».

– ¡Qué mala suerte! -Si estaba enferma, no podría subir a esa habitación. ¡Ojalá estuviera muy enferma durante largo tiempo!-. Debería estar en la cama -le dijo.

– Tengo que ir al baño. ¿Sería tan amable de hacerme un gran favor y telefonear a mi amiga, la señora Fordyce, la que se encontró el jueves pasado delante de mi casa, y explicarle mi… mi situación? El número está en la agenda de teléfonos que hay junto al aparato. Fordyce. ¿Se acordará?

– Lo intentaré -repuso Mix con abundante sarcasmo en su tono. Pasó desapercibido. Bajó pensando que era típico de ella coger la gripe en el que probablemente fuera el día más caluroso del año. Apenas veía nada mientras buscaba el número de esa tal señora Fordyce. ¿Y si reconocía su voz del jueves? Adoptó una entonación de clase alta-. La señorita Chawcer tiene un virus. No se encuentra bien. Sería de gran ayuda si usted viniera a verla mañana y tal vez podría venir también el médico, si sabe usted quién es.

– Usted es el señor Cellini, ¿verdad? Por supuesto que vendré. A primera hora de la mañana.

En cuyo caso, lo mejor sería que él se marchara antes de que apareciera, pero si él no estaba, la mujer no podría entrar. Bueno, pues la vieja Chawcer tendría que levantarse y responder al timbre. Mix anduvo por ahí y vio que la anciana no había cerrado la puerta de atrás con llave. Él le echó el cerrojo. Sólo faltaría que, en una zona peligrosa como aquélla, entrara cualquier delincuente y robara todo lo que le apeteciera. Mix ya tenía suficientes problemas.

Nunca había estado en aquella enorme sala de estar. El polvo y el olor a moho le hicieron arrugar la nariz, pero, en lo concerniente a los olores, comparado con el hedor del piso de arriba, aquello no era nada, nada. A aquella hora la luz no debería haber sido necesaria, pero en aquella casa siempre reinaba la penumbra. El interruptor de la luz principal no funcionaba. Recorrió la habitación encendiendo las lámparas de mesa; la última que encendió fue la de un escritorio, junto a la cual había varias cartas a medio escribir.

¿A quién demonios estaría escribiendo como una loca? Una de las cartas empezaba diciendo, «Querido doctor Reeves»; otra, «Mi querido doctor»; una tercera, «Querido Stephen», y la última, «Mi querido Stephen». Continuaban de una manera confusa con una letra curvada de trazos delgados e inseguros que era difícil de leer, pero hasta la mejor de las caligrafías resultaría ilegible en aquella media luz. Entonces le llamó la atención un nombre: Rillington Place. «Sé que un día de verano de hace mucho tiempo me viste en Rillington Place. Pasaste en coche por mi lado, de camino a realizar una visita, me imagino. Al día siguiente acudí a tu consulta por primera vez. Como estoy segura de que recordarás, mis padres y yo habíamos sido pacientes del doctor Odess. Cuando tuvo lugar el juicio de Christie, descubrí que él había sido el médico de ese hombre espantoso. Por supuesto, no es que esto tuviera nada que ver con el hecho de que dejáramos de visitarle a él para…»

Había unas cuantas palabras más que estaban muy tachadas. Ya no había escrito nada más. Mix pensó que aquello demostraba que la mujer había acudido a Reggie para que le practicara un aborto. Tal vez estuviera escribiendo a ese médico al respecto porque era él quien iba a hacerlo, pero Reggie resultó más barato. Reggie la asustó, de modo que buscó a otra persona que realizara la interrupción y este médico se ofendió porque no obtuvo el dinero que esperaba. Debía de tratarse de eso. Como resultado, el médico había eliminado a Chawcer de su lista y se había negado a tratarla nunca más. Y ahora, después de todos esos años, ella le escribía para explicárselo.

La habitación no era simplemente oscura como lo es un lugar antes de que se enciendan las luces. Allí las luces estaban encendidas, lámparas de mesa con pergaminos agrietados o pantallas de seda plisada y muy raída, pero el efecto que tenían no era tanto iluminar como crear sombras. No había ni una sola luz en una hornacina o junto a una pared, de manera que los rincones se hallaban sumidos en la oscuridad. Y hacía tanto calor que el sudor empezó a deslizarse por su rostro y a correrle por la espalda. Mix pensó que era la habitación más espantosa en la que había estado. Con ese dragón tallado que serpenteaba por encima del enorme sofá y el espejo lleno de manchas con marco negro y dorado, podría ser el escenario de una película de terror. La mujer podría ganar un dinero alquilando la habitación, por una suma cuantiosa, para el rodaje de una película. No tendrían que cambiar absolutamente nada.

La tarea de apagar las lámparas le resultó espeluznante. La oscuridad lo invadía todo, y cuando apagó la última, se dirigió a la ventana cristalera y descorrió las largas cortinas de terciopelo marrón dando bruscos tirones. Se levantaron unas grandes nubes de polvo que le hicieron toser. Pero entró luz en abundancia y ésta disipó lo peor de aquel horror. Si el piso de abajo, que albergaba quién sabe qué secretos y amenazas ocultas, le había resultado desagradable, el de arriba lo intimidaba, con Reggie, que quizá lo estuviera esperando y el cadáver que se descomponía de manera invisible, pero imparable. Casi era como si el lugar tuviera una nueva vida propia, como si se estuviera moviendo y cambiara. «No pienses en ello -masculló para sus adentros-. Olvida lo que dijo Shoshana, todo está en tu cabeza.»

Pasó frente a la puerta de Chawcer. No había ni rastro del gato y, por supuesto, tampoco de Reggie. Tal como solía hacer siempre, y aunque ya llevaba una semana sin hacerlo, cerró los ojos cuando estuvo en medio del tramo embaldosado, los abrió al llegar arriba y miró hacia un pasillo y luego hacia otro con cautela y temor. Allí no había nada, ni siquiera Otto . Ya en su propio salón, sentado en una butaca cómoda, con un buen vaso de ginebra con tónica a su lado, se dijo que todo iba bien, que era afortunado, había obtenido un tiempo de margen. La mujer estaría demasiado enferma como para volver a subir allí arriba y él debía utilizar ese tiempo, tal vez una semana, para sacar el cadáver de esa habitación de alguna manera.

¿Habría algún modo de sacarlo al jardín? No mientras esa tal señora Fordyce estuviera entrando y saliendo de la casa. Puede que no sospechara la verdad, seguro que no, pero le contaría a Chawcer que lo había visto ahí fuera cavando. Y puede que la propia dueña de la casa lo viera desde su ventana. Ese dormitorio suyo debía ocupar la misma zona que el salón, lo cual significaba que tenía ventanas tanto delante como detrás. Mix no osaba arriesgarse.

«Será mejor que comas algo», pensó, pero el simple hecho de pensar en la comida provocó que se le cerrara la boca del estómago. Estaba que se moría de cansancio. En cuanto se hubiera tomado otra ginebra o un Latigazo, quizá se metería en la cama, incluso aunque tan sólo fueran las seis, se iría a la cama e intentaría dormir. Le llegaron dos mensajes al móvil, pero en aquellos momentos no podía molestarse con ellos, ya lo haría por la mañana. Se detuvo frente al retrato de Nerissa y le rindió homenaje diciendo:

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