Ruth Rendell - Trece escalones

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La octogenaria Gwendolen Chawcer, una solterona que jamás logró escapar a la posesiva personalidad de su padre, vive entregada a la lectura compulsiva y a la fantasía de un viejo amor imposible en St. Blaise House, la mansión victoriana de la familia en el barrio londinense de Notting Hill. Pero tan melancólica y plácida existencia se ve alterada cuando, haciendo caso al consejo de unas amigas, decide alquilar la planta de arriba de la casa.
Su nuevo arrendatario, Mix Cellini, es un mecánico de máquinas de fitness con una fijación: los crímenes que John Christie cometió sesenta años antes en el número 10 de Rillington Place, apartamento del horror a escasa distancia de St. Blaise House. Gwendolen no tarda en descubrir tan siniestra obsesión, pero ignora que ésta irá adquiriendo tintes cada vez más macabros cuando Mix se enamore perdidamente de la modelo Nerissa Nash.
Con Trece escalones, Ruth Rendell presenta con su maestría habitual un retrato perturbador y perverso de dos personajes tremendamente dispares pero a la vez hermanados por sus neurosis románticas. De paso, la gran dama de la novela de suspense psicológico incide en temas tan espinosos como el culto a los grandes criminales de la historia o las ansias de celebridad que caracterizan a nuestra sociedad.

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Algunas mujeres no esperarían, serían ellas las que llamarían al hombre por teléfono. ¿Por qué ella no podía hacerlo? No lo sabía, tendría algo que ver con la manera en que la había educado su madre, sin duda. Al día siguiente tenían que empezar con las fotos para la portada y el artículo de esa revista y poco después de eso empezaba la Feria de la Moda de Londres. Naomi, Christy y ella estarían en la pasarela. Eran sus últimos días de libertad, y en lugar de estar divirtiéndose, estaba allí de pie frente a la ventana, observando a un hombre que la observaba. Su agente le había dicho que ése era el precio de la fama y luego le dijo que llamara a la policía. Ella se resistía a hacerlo. Quizá reuniera valor suficiente para meterse en el coche sin mirar en su dirección, podría ir a casa de su cuñada para ver al bebé. O quizás esperara un poco, le daría media hora. Primero iría a ver a Madam Shoshana, a que las piedras o las cartas pronosticaran la última entrega de su futuro. ¡Ojalá ese tipo se diera por vencido y se marchara!

Se dio una ducha, se roció con colonia Gardenia de Jo Malone y sin querer tiró el tapón al suelo, se puso unos pantalones de corte militar y una camiseta de color amarillo canario. Su madre decía que era un tono difícil al tiempo que reconocía que ella, con su color de piel, podía llevarlo perfectamente. No recogió el chándal que se había quitado y que cayó al suelo y, dejando tras de sí un rastro de pañuelos de papel y de algodón, fue a echar otro vistazo por la ventana de su dormitorio. Él continuaba allí. Ojalá la casa tuviera otra salida, una que diera a un callejón trasero como tenían algunas de las casas de Notting Hill. Debería haberlo pensado antes de comprarla.

Si no se apresuraba, llegaría tarde a su cita. Bajó decidida a arriesgarse, pero cuando echó una última mirada, él se había marchado. Nerissa se sintió embargada por una abrumadora sensación de alivio. Tal vez no regresara, tal vez ya se hubiera hartado.

Durante todo el camino hasta el gimnasio de Shoshana casi esperaba ver aparecer de pronto el coche de aquel hombre por una calle lateral…, un coche azul, un Honda pequeño cuya matrícula empezaba por LCO y algo más…, pero debía de haberse ido. Era de suponer que trabajaría en alguna parte. Por su culpa, Nerissa llegó con diez minutos de retraso. Al subir las escaleras recordó de repente que en una ocasión que bajaba por ellas se cruzó con una joven que subía, una chica de rasgos morenos y marcados que le recordó a las fotografías que había visto de mujeres en la guerra de Bosnia. «Es curioso que haya pensado en ella», se dijo. Shoshana le había contado (cuando ella le preguntó) que la joven trabajaba en el gimnasio y que se llamaba… ¿Danielle, tal vez?

La habitación se hallaba a oscuras y olía a incienso como siempre, pero aquel día Shoshana llevaba un vestido negro de seda con lunas y planetas anillados bordados en el corpiño. Un velo sujeto por una especie de tiara cubría sus cabellos.

– Elijo las cartas, no las piedras -anunció Nerissa con firmeza.

A Shoshana no le gustaba que le ordenaran nada, pero sí le gustaba el dinero y Nerissa era una buena clienta.

– Muy bien. -En sus palabras subyacía la implicación: allá te las compongas-. Coge una carta.

La primera que tomó Nerissa fue la reina de corazones, la segunda también, y la tercera.

– Se te promete muy buena suerte en el amor -dijo Shoshana, que se preguntaba cómo había podido permitir que aparecieran tres reinas seguidas. Sería mejor que la próxima carta fuera el as de picas. Pero no lo fue. Nerissa sonrió con alegría.

– Nunca he visto una buena fortuna tan asombrosa -comentó Shoshana en tanto que por dentro maldecía entre dientes. Ella prefería las predicciones fatídicas, pero difícilmente podía inventarse un futuro negativo cuando estaba tan claro que Nerissa sabía lo que significaba la reina de corazones-. Toma una última carta.

En esta ocasión tenía que ser el as, y así fue. Shoshana ocultó su satisfacción.

– Una muerte, por supuesto. -Metió las manos en la bolsa de piedras, sacó el lapislázuli y el cuarzo rosa y los hizo girar entre sus palmas-. No eres tú ni nadie cercano a ti. Ya ha ocurrido.

– Tal vez sea mi tía abuela Laetitia. Murió la semana pasada.

A Shoshana no le gustaba que los clientes brindaran sus propias interpretaciones.

– No. Creo que no. Es una persona joven. Una chica. No veo nada más. Las palabras estaban escritas, pero unas nubes las han ocultado. Eso es todo.

La adivina guardó las cartas y las piedras. Nerissa detestaba la manera en que el mago parecía moverse cuando las velas parpadeaban.

– Son cuarenta y cinco libras, por favor -dijo Shoshana.

– Esa chica que me encontré una vez en las escaleras, parecía agradable. ¿Se llamaba Danielle?

– ¿Qué pasa con ella?

– No lo sé. Simplemente me vino a la cabeza.

– Se ha marchado -dijo Shoshana al tiempo que abría la puerta para despedir a Nerissa.

Dos policías pasaron a ver al señor Reza y luego fueron al gimnasio de Shoshana. Cuando en los dos sitios les dijeron que Danila Kovic había abandonado su trabajo y su habitación alquilada sin previo aviso y sin decir nada ni a su jefa ni a su casero, empezaron a tomarse las cosas en serio. El comunicado de prensa se difundió demasiado tarde para que lo publicara el Evening Standard, pero sí estuvo a tiempo para las primeras noticias de la noche de la BBC y para la prensa del día siguiente, donde casi tuvo prioridad sobre el artículo de «el día más caluroso del que se tiene constancia».

Nerissa lo oyó mientras cuidaba al hijo de su hermano, pero, a falta de una fotografía, no la identificó como a la chica que había visto en la escalera. Mix también vio las noticias. Él creía haber estado muy preocupado, pero entonces comprendió que había vivido engañado al seguir creyendo que la desaparición de Danila pasaría desapercibida. Había tenido otro mal día que empezó cuando no pudo ver a Nerissa, luego tuvo una pelea terrible con Colette Gilbert-Bamber, que le amenazó con informar a la empresa de sus deslices si se enteraba de que se veía con alguna otra mujer. Se marchó de su casa sin comer y sin tomarse ni un vaso de vino siquiera y tuvo que ir directamente a ver al médico.

Desde que supo que habían concertado la cita, Mix había dado por sentado que estaba perfectamente bien, era un hombre joven, sano y en forma. El médico disintió. Se empeñó en hacerle un análisis de sangre para comprobar los niveles de colesterol. Eso fue debido a la presión arterial que debía haber sido de algo así como ciento treinta sobre cuarenta y en cambio era de un alarmante ciento setenta sobre sesenta.

– Es fumador, ¿verdad?

– No, no fumo -respondió Mix con aire virtuoso.

– ¿Bebe usted?

– No mucho. Quizá cuatro o cinco copas a la semana.

Eso hubiera supuesto poco más de una botella de vino. El doctor lo miró con desconfianza. Le prescribió ejercicio, una dieta sin grasas, unas pastillas y que comiera sin sal.

– Vuelva a verme dentro de dos semanas… No querrá ser diabético cuando cumpla los cuarenta, ¿verdad?

Mix había leído en alguna parte que la ansiedad podía elevar la presión arterial. Bueno, pues últimamente él había sufrido de bastante ansiedad. Las advertencias del médico le habían provocado dolor de cabeza y sensación de mareo. Llamaría a la oficina central, les diría que no se encontraba bien y se iría a casa. Quizá la vieja Chawcer le había contagiado la gripe. Aquel día hacía un sol deslumbrante que por una vez iluminaba la casa sombría y revelaba el polvo que lo cubría todo y las telarañas que pendían de unas lámparas colgantes en desuso y de las sucias molduras del techo. Alguien había abierto las ventanas del piso de abajo y todas las cortinas estaban descorridas. Mix abrió una puerta que no había tocado nunca y vio una habitación amplia con una mesa de comedor en el centro, doce sillas dispuestas a su alrededor y en las paredes cuadros al óleo con ciervos y conejos muertos, mujeres feas que llevaban faldas con miriñaque y vacas en unos prados.

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