Ruth Rendell - Trece escalones

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La octogenaria Gwendolen Chawcer, una solterona que jamás logró escapar a la posesiva personalidad de su padre, vive entregada a la lectura compulsiva y a la fantasía de un viejo amor imposible en St. Blaise House, la mansión victoriana de la familia en el barrio londinense de Notting Hill. Pero tan melancólica y plácida existencia se ve alterada cuando, haciendo caso al consejo de unas amigas, decide alquilar la planta de arriba de la casa.
Su nuevo arrendatario, Mix Cellini, es un mecánico de máquinas de fitness con una fijación: los crímenes que John Christie cometió sesenta años antes en el número 10 de Rillington Place, apartamento del horror a escasa distancia de St. Blaise House. Gwendolen no tarda en descubrir tan siniestra obsesión, pero ignora que ésta irá adquiriendo tintes cada vez más macabros cuando Mix se enamore perdidamente de la modelo Nerissa Nash.
Con Trece escalones, Ruth Rendell presenta con su maestría habitual un retrato perturbador y perverso de dos personajes tremendamente dispares pero a la vez hermanados por sus neurosis románticas. De paso, la gran dama de la novela de suspense psicológico incide en temas tan espinosos como el culto a los grandes criminales de la historia o las ansias de celebridad que caracterizan a nuestra sociedad.

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Mix bajó su mochila del portaequipajes y avanzó hacia la puerta. Ya estaba abarrotada de jóvenes cargados con mochilas y bolsas y rodeados por más. El tren entró lentamente en la estación y los pasajeros que se apeaban allí salieron a empujones y bajaron al andén. Mix también bajó, pero no llegó muy lejos.

Nadie le puso una mano en el hombro. Eso sólo ocurría en las películas. Eso era para la televisión. Las palabras que le dirigió el policía de más edad las había oído cientos de veces por televisión, se las sabía de memoria. Todo ese rollo de decir lo que tuvieras que decir ahora o podría ser que perjudicaras tu defensa si querías basarte en ello ante un tribunal. Pues bien, él quería basarse en ello porque era la verdad.

– Lo de la chica fue en defensa propia -dijo-. Y la anciana ya estaba muerta antes de ponerle la mano encima. Yo no soy un asesino. Yo no soy Christie.

Olive había extraviado las gafas de leer. El único par que tenía era de hacía cincuenta años y ya no le servían de nada. Estaba a punto de llamar a la óptica para encargar otro par cuando recordó que era muy posible que se las hubiera olvidado en Saint Blaise House.

La casa había sido territorio prohibido durante una semana y sólo habían tenían acceso a ella la policía y los expertos patólogos y forenses. Ahora ya se habían marchado todos. Michael Cellini había sido acusado del asesinato de Gwendolen en el juzgado de primera instancia y las cosas se habían calmado. Tom dijo que la policía se estaba reservando la muerte y sepultura de Danila Kovic para tener otro asesinato que imputarle si se daba el caso de que se librara. Olive entró en la casa y decidió que al salir, ya fuera con las gafas o sin ellas, dejaría la llave dentro. Tal vez la dejara en el lugar donde se guardaban las llaves importantes, en la centrifugadora. El hecho de devolverla a aquel lugar ridículo, satisfaciendo así los extraños deseos de su antigua propietaria, le parecía un pequeño tributo a Gwendolen.

Olive entró en la sala de estar preguntándose qué le ocurriría a aquella casa. ¿Acaso la heredaría alguien? Gwendolen nunca le había hablado de ningún pariente, salvo de una vieja prima de su madre que había asistido al funeral de ésta. Pero el funeral de la señora Chawcer había tenido lugar hacía cincuenta años. Que Olive supiera, Gwendolen había sido hija única de unos hijos únicos. ¿Había llegado a hacer testamento? Saint Blaise House valdría millones para un promotor inmobiliario.

Intentó recordar dónde había estado durante las horas que había pasado allí. En el salón, por supuesto, en la cocina (allí no habría necesitado las gafas de leer), arriba en el dormitorio en el que había pasado la noche. Subió las escaleras. Queenie había llorado por la muerte de Gwendolen, pero ella no, ella se había enojado, pero al mismo tiempo se había alegrado de no haber tenido a Cellini cerca cuando la verdad salió a la luz. «Lo hubiera agredido, le hubiera clavado las uñas en la cara», dijo dirigiéndose a la casa vacía. El hecho de mantenerlas largas y afiladas bien hubiera valido la pena, aunque sólo hubiera sido por eso. Entró en aquel dormitorio triste, sucio y abandonado. Tardó tres minutos en buscar por allí y luego tuvo que lavarse las manos.

Las gafas aparecieron en el salón. Estaban debajo de una de las butacas en un pequeño enclave de polvo, pelusa y moscas muertas. Se dirigió a la cocina y estaba a punto de lavarlas debajo del grifo cuando sonó el timbre de la puerta. Mientras iba a abrir pensó que sería algún vendedor de pescado, o un afilador.

En el umbral encontró a un hombre mayor y a una mujer de mediana edad. ¿Dos de los parientes olvidados de Gwendolen?

– Me llamo Reeves -dijo el hombre muy sonriente-. Soy el doctor Stephen Reeves. Pasaba por el barrio por casualidad y se me ocurrió venir a hacerle una visita a la señorita Chawcer. A propósito, ésta es mi esposa, Diana. ¿Está la señorita Chawcer en casa?

– Me temo que no. -Olive se dio cuenta de que tendría que explicar el motivo de su ausencia, aunque en versión expurgada-. Gwendolen ha fallecido. Fue muy repentino.

El doctor Reeves meneó la cabeza e intentó aparentar tristeza.

– ¡Vaya por Dios! Bueno, ya tenía sus años. A todos nos llega nuestra hora. Simplemente se nos ocurrió pasar. La verdad -permitió que su sonrisa afluyera- es que hemos venido aquí en nuestra luna de miel.

Ruth Rendell

Trece escalones - фото 2
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Trece escalones - фото 3
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