Había ido a la Oficina de Empleo y se había registrado. Le habían dado un poco de dinero y le habían ofrecido un montón de trabajos que a Mix no le habían causado muy buena impresión. Ya tendría tiempo de sobra para eso dentro de un par de semanas. Como no quería encontrarse con ninguna de esas tres mujeres, cogió los catálogos de venta por correo de Dig-it y Wall y se los llevó arriba, aunque, al no ser ni un jardinero ni una mujer, no le iban a servir de mucho. Veintidós escalones hasta llegar al piso donde la mujer había dormido, diecisiete hasta llegar allí donde no dormía nadie y adonde nunca iba nadie y trece más hasta arriba. No siempre los contaba, y menos cuando tenía miedo, pero entonces sí lo hizo, como si pudiera conseguir que fueran catorce.
Hazel Akwaa, con el tanga en el regazo, estaba preguntando a su tía y a Queenie si se les había ocurrido echar un vistazo a la ropa de Gwendolen. Ambas dijeron que no con la cabeza y Olive se encogió de hombros.
– Es que parece tan indiscreto, querida -dijo Queenie-, una invasión de su intimidad. Lo que quiero decir es que ¿a ti qué te parecería si mientras estuvieras fuera tus amigas empezaran a revolver tu ropa? Te sentirías violada.
– Sí, me sentiría así si les hubiera dicho adónde iba y les hubiera dejado la dirección de dónde podrían encontrarme. Pero si yo desapareciera y estuviera perdida me alegraría de que lo hicieran. Querría que me encontraran.
– Visto así, creo que deberíamos hacerlo -admitió Olive. Empezaron a subir las escaleras-. Espero que alguien le esté dando de comer a ese gato.
– Le han puesto comida todos los días, pero no la ha tocado desde el domingo. Se ha ido a alguna parte.
– Parece como si se hubiera ido cuando se marchó Gwendolen -comentó Queenie, que le contó a Hazel lo de la sábana que faltaba.
– ¿Estás segura?
– Tiene unas costumbres muy raras. Pensé que podría haber sacado la sábana encimera y haber dejado sólo la bajera y las mantas, pero miré en la lavadora e incluso en ese horrible y viejo caldero, pues con Gwendolen nunca se sabe. Puede que hasta se los llevara consigo.
– ¿El qué? ¿El gato o la sábana?
– Bueno, cualquiera de las dos cosas. No hay nadie, por excéntrico que sea, nadie en absoluto, que se lleve una sábana sucia a casa de unos amigos. Para hacer eso habría que estar loco de remate. ¿Y cómo iba a arreglárselas para llevarse al gato?
Habían llegado ya al dormitorio de Gwendolen y Olive había abierto la ventana porque aún hacía buen tiempo y brillaba el sol.
– No huele muy bien -comentó Hazel.
Su tía se encogió de hombros.
– Es lo que pasa en los sitios si no los limpias.
– ¿Sabéis qué? En realidad, esta moqueta es azul, pero está tan cubierta de pelos de gato que parece gris.
Hazel abrió la puerta del armario y la asaltó el fuerte tufo del alcanfor. Los antiguos vestidos de Gwendolen colgaban apiñados de unas perchas forradas hacía mucho tiempo con seda plisada y de las que pendían unas bolsitas de lavanda. Debajo de ellos estaban los zapatos, todos revueltos, no dispuestos por pares. Olive empezó a contarlos.
– Siete -dijo-. Lo cual es significativo. Hace no mucho me dijo que tenía siete pares de zapatos.
– Debe de haberse comprado algunos más.
– Estoy segura de que no lo hizo. Me lo hubiera contado. No quiero decir con esto que yo fuera una confidente especial, sólo que Gwen no podía comprar nada, y mucho menos un artículo tan importante, sin quejarse del precio a todo el mundo con quien hablaba.
– No pudo haberse marchado sin zapatos -dijo Hazel.
– Y tampoco sin su anillo de rubí, querida. -Queenie había abierto el joyero y estaba mirando su interior. Sostuvo en alto un anillo con una piedra roja-. Era de su madre y ella nunca salía sin él.
– ¿Estás diciendo que me pase el día entero sentado delante de esta ventana por si acaso veo a ese hombre? ¿No estarás hablando en serio?
– Sí, hablo en serio, Ab. Si es él y ha secuestrado a Danila y la tiene encerrada en alguna parte, esposada y atada, no podrás vivir con tu conciencia si no acudes a la policía. Apuesto a que viene mucho por aquí. Apuesto a que vive por aquí cerca.
– Kaylee -dijo Abbas con la voz de alguien a quien se le hubiera concedido una gran revelación por el camino a Damasco-. Ay, Kaylee…
– ¿Qué pasa? Te has quedado muy… pálido, no sé si me explico.
– Kaylee. Esa noche, después de verle en las escaleras, recojo una tarjeta del suelo que se le cae. Él está borracho, ya sabes, y se le cae de la chaqueta. La traigo aquí, a mi piso y…
– ¿Dónde la tienes, Ab?
– ¿Crees que la guardo? ¿La tarjeta de visita de un desconocido?
– Pero ¿la leíste?
Abba tomó asiento y tiró de Kayley para que ésta se acomodara en sus rodillas.
– Siéntate aquí conmigo, flor mía, y ayúdame a pensar. Voy a pensar con todas mis fuerzas en lo que había.
– Sí, hazlo, cariño. Si ahora defraudas a la pobre Danila, ¿qué va a pensar de ti nuestro bebé?
Para Abbas, su bebé, que todavía no era más que un pequeño feto en el vientre de su madre, no tenía por qué saber nada de todo ese asunto y los procesos mentales de su padre no iban a preocuparle hasta dentro de unos quince años, como poco. Pero comprendía que si estaba en su mano ayudar a la policía a encontrar al autor de los males de Danila, fueran los que fueran, posiblemente una muerte prematura (aunque no iba a decirle eso a Kayleigh, cuyo estado era delicado y podría alterarse con facilidad), tenía que hacerlo. Se puso a pensar.
– Recuerdo una palabra de esa tarjeta -dijo-. No es un nombre ni una dirección…
– Oh, Abby…
– Espera. Una palabra. Es Fiterama. Sí, Fiterama. No sé lo que significa. Pero está en la tarjeta.
Kayleigh se levantó de su regazo de un salto. Estaba muy nerviosa.
– Yo sí sé lo que significa, Ab. Es el nombre de la empresa para la que trabaja el hombre que hace el mantenimiento de las máquinas del gimnasio. Madam Shoshana me lo dijo. No regresó con las piezas de recambio, de modo que llamó a la empresa para dejarlo por los suelos.
En la librería de obras policíacas de segunda mano querían cobrarle veinticinco libras a Mix por un libro sobre Christie publicado hacía cuarenta años. Dio la casualidad de que lo cogió del estante para mirar una ilustración y entonces el dependiente saltó sobre él.
– Esto es un auténtico robo -dijo Mix-. Espero que no encontréis comprador.
– No hace falta ser grosero -repuso el dependiente.
Mientras regresaba andando a casa desde Shepherd’s Bush, Mix se dijo que no compraría más libros sobre Christie, no iba a leer nada más sobre Christie, eso se había terminado. Puede que incluso le llevara los libros que tenía a ese tipo para ver si se los compraba. De no ser por Christie, Danila estaría viva y él, Mix, nunca hubiera matado a una muerta. Para ser del todo sincero, diría que había sido Christie quien las había matado a las dos, con lo que sus víctimas ya sumaban un total de ocho.
Antes de establecer su propio negocio tendría que encontrar trabajo y estaba claro que no podía aceptar ninguna de las ofertas de empleo de dependiente, conserje o conductor de vehículos municipales. Si lo hiciera se pondría a la altura de Javy. Javy… Desde que había tenido el enfrentamiento con el matón de Nerissa había estado pensando en Javy, rumiando, en incluso soñando con él. Hacía trece años que no había visto a ese hombre, pero su odio hacia él no se había atenuado. Mix creía que sí, que ya pertenecía al pasado, pero se equivocaba. Javy le había parecido un obstáculo que nunca podría superar, pero ahora que se había ocupado de esas dos mujeres («ocupado de» era un modo más realista de expresarlo que «asesinado»), vengarse de su padrastro se presentaba como algo perfectamente viable.
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