Ruth Rendell - Trece escalones

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La octogenaria Gwendolen Chawcer, una solterona que jamás logró escapar a la posesiva personalidad de su padre, vive entregada a la lectura compulsiva y a la fantasía de un viejo amor imposible en St. Blaise House, la mansión victoriana de la familia en el barrio londinense de Notting Hill. Pero tan melancólica y plácida existencia se ve alterada cuando, haciendo caso al consejo de unas amigas, decide alquilar la planta de arriba de la casa.
Su nuevo arrendatario, Mix Cellini, es un mecánico de máquinas de fitness con una fijación: los crímenes que John Christie cometió sesenta años antes en el número 10 de Rillington Place, apartamento del horror a escasa distancia de St. Blaise House. Gwendolen no tarda en descubrir tan siniestra obsesión, pero ignora que ésta irá adquiriendo tintes cada vez más macabros cuando Mix se enamore perdidamente de la modelo Nerissa Nash.
Con Trece escalones, Ruth Rendell presenta con su maestría habitual un retrato perturbador y perverso de dos personajes tremendamente dispares pero a la vez hermanados por sus neurosis románticas. De paso, la gran dama de la novela de suspense psicológico incide en temas tan espinosos como el culto a los grandes criminales de la historia o las ansias de celebridad que caracterizan a nuestra sociedad.

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– Te quiero. Te adoro.

¡Cómo sonreiría ella cuando fueran amantes y viera su fotografía allí y él le dijera lo mucho que la amaba! Reconfortado, se dirigió tranquilamente al dormitorio y miró el jardín desde la ventana considerando cuál sería el mejor lugar para enterrar el cadáver de Danila. Si pudiera llegar allí, si pudiera bajarla abajo y sacarla fuera… Reggie lo había hecho, y varias veces, aunque él vivía en el piso central de la casa y los Evans arriba. Los vecinos lo habían visto cavar, pero no se sorprendieron, intercambiaron con él el eslogan de la guerra sobre Cavar por la Victoria.

Allí a la izquierda, quizá, donde las zarzas tupidas podrían retirarse y luego extenderse sobre la tierra removida para ocultar lo que había hecho. O tal vez al fondo, junto al muro, al otro lado de donde vivía el hombre de las gallinas de Guinea. Pero ¿tendría ocasión de hacerlo?

En el muro, Otto se deleitaba con el sol de la tarde y, aunque tenía los ojos cerrados, agitaba la punta de la cola de vez en cuando.

15

Olive había estado en la cocina, había puesto el agua a hervir sobre el fogón de gas en una tetera ennegrecida y había echado un vistazo a la sala de estar, tras lo cual se dirigió entonces al piso de arriba, al dormitorio de Gwendolen, con el té en una bandeja. Al llegar a la casa había tocado el timbre y ese tal Cellini había bajado a abrirle, aunque de muy mal talante, y se había mostrado muy hosco con ella en la entrada. Cuando habló con él por teléfono, Olive no tenía ni idea de que se trataba del mismo hombre que había abordado a su querida Nerissa en la calle. Fue toda una sorpresa cuando le abrió la puerta. Naturalmente, ella tampoco estuvo muy comunicativa.

Allí dentro hacía un calor extenuante. Era como estar en la India en pleno verano, metido en algún gueto polvoriento y maloliente de los barrios pobres. Tenía que encontrar alguna forma de abrir las ventanas. Aquella de allí, la de la cocina, no había quien la moviera. En cuanto hubiese ido a ver a Gwen, lo intentaría en la sala de estar.

La puerta del dormitorio de su amiga estaba entornada. El aspecto de la mujer, con el rostro pálido y demacrado y las manos débiles tendidas sin fuerza sobre la colcha, preocupó a Olive. Gwen empezó a hablar con voz ronca, pero un acceso de tos jadeante la obligó a interrumpirse.

– Tendría que verte un médico, querida. No hay duda.

– Sí, tienes razón. Tengo que llamar a un médico. -Más toses-. El doctor Reeves. El doctor Reeves vendrá si lo mando llamar, siempre viene.

– No conozco a ningún doctor Reeves por aquí, Gwen. ¿Es nuevo?

– Padre dijo que cambiáramos de doctor y probáramos con el joven médico y así lo hemos hecho.

Olive consideró que lo mejor era no preguntar nada más. La pobre Gwen tosía de una manera angustiosa cada vez que tenía que hablar.

– Tú bébete el té, querida, y yo buscaré a tu médico y llamaré por teléfono a su consulta. Supongo que el número estará en tu agenda, ¿no?

Al bajar se llevó consigo el cepillo mecánico. Llevaba tanto tiempo delante de la chimenea que en sus superficies se había depositado una gruesa capa de polvo. Estuvo buscando la agenda de teléfonos y al final la encontró en el lavadero, encima de un viejo caldero metálico para hervir la colada. Allí no figuraba ningún doctor Reeves, pero sí una doctora Margaret Smithers. Olive nunca se hubiese imaginado que Gwen tuviera como médico a una mujer, pero lo más probable era que no hubiera tenido otra opción, dado que las listas de pacientes estaban muy llenas. La recepcionista de la doctora Smithers le dijo a Olive que no podría acudir aquel mismo día, sino al día siguiente por la tarde, cuando hiciera sus visitas a domicilio, cosa que a ella le pareció una vergüenza o algo peor.

– Asegúrese de que pase por aquí -dijo Olive con brusquedad.

La tos de Gwendolen se oía desde abajo. Olive volvió a subir agarrándose a la barandilla. A la edad de Gwen, sería mucho más sensato vivir en un piso.

– El médico vendrá mañana.

– Me pondré el vestido azul nuevo.

– No, Gwen, no te lo pondrás. Te quedarás en la cama. Voy a traerte una jarra de agua y un vaso. Tienes que beber mucho. Y lo mejor será que no comas. Le dije a Queenie que estabas enferma y vendrá a mediodía. ¿Dónde tienes la llave de la puerta? -Gwendolen no respondió. Tosía demasiado-. No importa. Ya la encontraré. -Lo hizo, después de buscarla durante diez minutos.

Uno de los mensajes que Mix tenía en el móvil era del jefe del departamento para decirle que le habían concertado una cita con el médico para el miércoles a las dos de la tarde. El otro mensaje era de una tal Kayleigh Rivers en el que le recordaba que tenía un contrato de mantenimiento con el gimnasio y que, por favor, acudiera lo antes posible, puesto que una bicicleta estática y una cinta de correr habían dejado de funcionar.

El gimnasio era el último lugar al que Mix quería acercarse. Alguno de los clientes podría recordar haberlo visto charlando con Danila. Además, aquel lugar le provocaba una especie de aversión general y no definida. Sabía que en cuanto pusiera los pies en aquel sitio se iba a sentir mal. Lo dejaría correr de momento y luego intentaría rescindir ese estúpido contrato. Al médico sí que tendría que ir. Seguro que le decía que tenía algún problema, los médicos siempre hacían lo mismo, lo cual le resultaría ventajoso, puesto que ya tendría la excusa para olvidarse de realizar visitas y no cumplir con los trabajos. No era que quisiera faltar al trabajo de forma permanente, lo que ocurría era que en aquellos momentos no estaba en condiciones, entre el cadáver, el hedor, las mujeres que no paraban de entrar y salir de la casa a todas horas… y Nerissa.

Mix se encontraba cerca de la casa de la joven, a cierta distancia calle abajo, y llevaba allí desde las nueve. Tal como se sentía, eso le servía de terapia. A las once, cuando ella todavía no había aparecido, lo dejó por aquel día, condujo hasta Pembridge Road y en la librería de segunda mano que hay allí encontró un libro titulado Crímenes de los años cuarenta del que no había oído hablar. Se lo compró porque tenía un capítulo sobre Reggie.

De vuelta a Campdem Hill Square, abrió el libro y descubrió que éste contenía menos información sobre los asesinatos de Rillington Place de lo que había creído al principio. En cierto modo, había malgastado el dinero. No obstante, las fotografías eran las mejores que Mix había visto. El frontispicio, con una foto grande de Reggie cuando lo conducían a los tribunales, era particularmente bueno. Mix contempló aquel rostro de rasgos bien esculpidos, la boca estrecha y la nariz grande, las gafas con montura de concha. «¿Qué harías tú en mi situación? -preguntó a la foto-. ¿Qué harías?»

Nerissa lo vio desde una ventana del piso de arriba y pensó en alguna medida que pudiera tomar. Como llamar a la policía, por ejemplo. Pero el hombre no estaba haciendo nada malo. Ya se cansaría de esperar, seguramente tendría trabajo que hacer y ella no iba a salir hasta mediodía. Le hubiese gustado ir a correr un poco antes, pero eso era imposible estando él allí.

La noche anterior había tenido la certeza de que Darel Jones la llamaría. No le resultaría difícil conseguir su teléfono a través de su madre, quien se lo pediría a la madre de Nerissa. Se había quedado en casa toda la tarde, esperando a que telefoneara. En realidad, estuvo sentada junto al teléfono por si acaso sonaba y no podía cogerlo a tiempo. Como una adolescente. Como si tuviera quince años, con su primer novio. Cuando se hicieron las diez, supo que no iba a suceder. Muchos hombres la hubieran llamado pasadas las diez, e incluso pasadas las once, pero Darel no. De alguna forma lo sabía. Decepcionada, se había ido pronto a la cama.

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