Ruth Rendell - Trece escalones

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La octogenaria Gwendolen Chawcer, una solterona que jamás logró escapar a la posesiva personalidad de su padre, vive entregada a la lectura compulsiva y a la fantasía de un viejo amor imposible en St. Blaise House, la mansión victoriana de la familia en el barrio londinense de Notting Hill. Pero tan melancólica y plácida existencia se ve alterada cuando, haciendo caso al consejo de unas amigas, decide alquilar la planta de arriba de la casa.
Su nuevo arrendatario, Mix Cellini, es un mecánico de máquinas de fitness con una fijación: los crímenes que John Christie cometió sesenta años antes en el número 10 de Rillington Place, apartamento del horror a escasa distancia de St. Blaise House. Gwendolen no tarda en descubrir tan siniestra obsesión, pero ignora que ésta irá adquiriendo tintes cada vez más macabros cuando Mix se enamore perdidamente de la modelo Nerissa Nash.
Con Trece escalones, Ruth Rendell presenta con su maestría habitual un retrato perturbador y perverso de dos personajes tremendamente dispares pero a la vez hermanados por sus neurosis románticas. De paso, la gran dama de la novela de suspense psicológico incide en temas tan espinosos como el culto a los grandes criminales de la historia o las ansias de celebridad que caracterizan a nuestra sociedad.

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– Ésta se ha largado a la chita callando -dijo Abbas Reza, pensando en su alquiler-. Ya lo he visto otras veces, muchas, muchas veces. Lo dejan todo así, siempre es lo mismo.

– Yo no creo que fuera de esa clase de personas. Estoy muy sorprendida, de verdad.

– ¡Ay! Es usted una ingenua, señorita…

– Llámeme Kayleigh.

– Es usted una ingenua, señorita Kayleigh. Con lo joven que es no ha visto la maldad del mundo como yo. Su pureza está inmaculada. -El señor Reza había dejado a su esposa en Irán años atrás y se consideraba libre desde el punto de vista amatorio-. No se puede evitar. Cortamos por lo sano.

– No se puede decir que yo haya cortado por lo sano exactamente -repuso Kayleigh cuando volvieron a bajar-. A menos que incluya en ello el hecho de perder a una amiga.

– Por supuesto. Lo incluyo, naturalmente. -El señor Reza estaba pensando que podría vender la ropa de Danila, aunque no tendría mucho valor. No obstante, mientras estaban en la habitación se había fijado en un reloj que parecía ser de oro y en un reproductor de cedés nuevo-. Venga, le haré una taza de café.

– Oh, gracias. Se la acepto.

Había pasado una hora cuando Kayleigh volvió a salir a Oxford Gardens, bastante animada por el café más fuerte y espeso que había probado en su vida y con una cita para la tarde siguente con el hombre al que ya llamaba Abbas. Se había olvidado de Danila, pero entonces volvió a pensar en ella y vio que no podía estar totalmente de acuerdo con su nuevo amigo en cuanto a que su inquilina se había largado sin decir nada, que sencillamente se había ido. Era una persona desaparecida, se dijo Kayleigh. Las palabras le sonaron muy serias. «Danila es una persona desaparecida -repitió-, y la policía debería saberlo.»

Era una mañana más fresca y nublada de lo que solían serlo últimamente y Mix se encontraba una vez más sentado en su coche en lo alto de Campden Hill Square. Debería haber estado en casa de la señora Plymdale. Ésta lo había llamado al móvil para decirle, muy amablemente, eso sí, que la cinta nueva que le había colocado en la máquina de correr se había soltado la noche anterior. ¿Podría ir a arreglarla lo antes posible? Mix había dicho que estaría con ella a las once de la mañana, pero en cambio estaba frente a la vivienda de Nerissa, desesperado por verla. Era como si ella fuera su dosis. Había hecho una visita en Chelsea y otra en West Kensington, pero le resultaba imprescindible tomar un poquito más de la droga antes de continuar trabajando. El hecho de verla la semana anterior, de hablar con ella y de que ella hablara con él no había mejorado las cosas en absoluto. Las había empeorado. Antes había querido conocerla por la fama que podía conferirle estar con ella. Ahora estaba enamorado.

Esperó y esperó mientras leía el último capítulo de Las víctimas de Christie, pero sin dejar de levantar la mirada cada pocos segundos por si acaso aparecía ella. No lo hizo hasta las doce y media, vestida con un traje chaqueta de color blanco, elegante y muy corto, y unas inapropiadas zapatillas de deporte. En la mano llevaba un par de sandalias blancas con unos tacones de diez centímetros. Mix supuso que esos zapatos eran para ponérselos cuando llegara adondequiera que fuera y las zapatillas de deporte eran para conducir. La seguiría. Ahora que la había visto no podía soportar perderla de vista.

La joven pasó junto a él, pero Mix no sabía si lo había visto o no. Condujo siguiendo su coche por Notting Hill Gate y bajó por Kensington Church Street. Por una vez no había mucho tráfico y se mantuvo detrás de ella. Desde Kensington High Street Nerissa se dirigió al este y él hizo lo mismo. En un semáforo en rojo ella volvió la cabeza y él supo que lo había visto. La saludó con la mano y ella esbozó una leve sonrisa antes de seguir adelante.

Antes de acudir a la policía, Kayleigh llamó a información telefónica y les pidió el número de una tal señora Kovic que vivía en algún lugar de Grimsby. Sólo encontraron a una mujer con ese nombre. La primera a la que Kayleigh llamó era inglesa, una mujer de Yorkshire que se había casado y divorciado de un serbio. La madre de Danila había sido su cuñada. Le dio un número de teléfono y Kayleigh habló con el padrastro de Danila, que parecía tener miedo de verse involucrado.

– Si le ha pasado algo, no quiero saberlo -dijo-. No nos llevábamos bien. Esto no tiene nada que ver conmigo.

– Ella no tenía a nadie más -dijo Kayleigh-. He estado muy preocupada.

– ¿Ah, sí? Pues no sé qué piensa que puedo hacer yo. Mírelo desde mi punto de vista. He perdido a mi esposa y tengo que criar a dos chicos. Danny y yo nunca tuvimos una buena relación, y cuando la vi en el funeral, le dije que yo iría por mi camino y que ella fuera por el suyo…, ¿estamos?

Kayleigh empezaba a tener la impresión de que nadie sentía mucho afecto por Danila. Madam Shoshana se había olvidado rápidamente de su existencia. Esta indiferencia la asustaba. Era muy distinto a los sentimientos que reinaban entre los miembros de su familia, donde sus padres se tomaban mucho interés en todo lo que hacían sus hijos y tenían leves arrebatos de preocupación si uno de ellos no estaba inmediatamente disponible al teléfono. Kayleigh fue a la policía en Ladbroke Grove y rellenó un formulario de búsqueda de personas desaparecidas, pero no dijo nada de la conversación que había mantenido con el padrastro de Danila.

Nerissa iba al restaurante de Saint James’s para comer con su agente y el motivo de esa comida era que una revista de prestigio internacional había solicitado sacarla en la portada y publicar un artículo de cuatro páginas sobre ella. Aparcó el Jaguar en una zona de estacionamiento de Saint James Square y se cambió las zapatillas de deporte por las sandalias blancas de tacón de aguja. La comida tendría que ser corta o le pondrían el cepo. Cuando estaba cerrando el coche, llegó ese hombre, el que le había hablado el jueves frente a la casa de aquella anciana. Era la tercera vez que se lo encontraba y supo que la estaba siguiendo, lo cual le provocó cierta grima.

No era el primer acosador de su vida. Ya había habido varios, en particular uno que pasaba por casa de sus padres cuando ella era muy joven y aún vivía con ellos; pero al final su padre, que era un hombre grandote y de piel muy oscura, cosa que suponía una temible amenaza para el que llamaba a la puerta, había conseguido intimidarlo. Su querido papá era un guardaespaldas magnífico. El otro acosador había sido muy similar a éste, la esperaba delante de su casa y la seguía. Fue la policía la que le advirtió que no continuara. Mientras caminaba en dirección a Saint James’s Street, Nerissa pensó que lo curioso era que todos ellos se parecían mucho. Eran todos de estatura mediana, de poco más de treinta años, rubios, con un rostro anodino y ojos que miraban fijamente. Aquél la seguía entonces por King Street, probablemente a poco menos de cincuenta metros por detrás de ella. Llegaba un poco pronto a la comida y se preguntó si podía hacer algo para quitárselo de encima.

Las tiendas de Saint James’s Street no son de esas en las que una mujer puede entrar a curiosear y, si es necesario, refugiarse detrás de los percheros con ropa o desaparecer en el tocador de señoras. No había donde esconderse. Si se detenía a mirar el escaparate de la sombrerería o cruzaba la calle para entretenerse un rato frente a la espléndida vinatería, ¿se lo tomaría como un motivo para hablar con ella? Lo que no debía hacer era mirar atrás. Se le había resbalado la tira que sujetaba la sandalia al pie por encima del tacón alto y el zapato le golpeaba la planta. Se inclinó para ponérselo bien, sintió una presencia de pie a su lado y al levantar la vista con renuencia… se encontró con el rostro de Darel Jones.

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