Ruth Rendell - Trece escalones

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La octogenaria Gwendolen Chawcer, una solterona que jamás logró escapar a la posesiva personalidad de su padre, vive entregada a la lectura compulsiva y a la fantasía de un viejo amor imposible en St. Blaise House, la mansión victoriana de la familia en el barrio londinense de Notting Hill. Pero tan melancólica y plácida existencia se ve alterada cuando, haciendo caso al consejo de unas amigas, decide alquilar la planta de arriba de la casa.
Su nuevo arrendatario, Mix Cellini, es un mecánico de máquinas de fitness con una fijación: los crímenes que John Christie cometió sesenta años antes en el número 10 de Rillington Place, apartamento del horror a escasa distancia de St. Blaise House. Gwendolen no tarda en descubrir tan siniestra obsesión, pero ignora que ésta irá adquiriendo tintes cada vez más macabros cuando Mix se enamore perdidamente de la modelo Nerissa Nash.
Con Trece escalones, Ruth Rendell presenta con su maestría habitual un retrato perturbador y perverso de dos personajes tremendamente dispares pero a la vez hermanados por sus neurosis románticas. De paso, la gran dama de la novela de suspense psicológico incide en temas tan espinosos como el culto a los grandes criminales de la historia o las ansias de celebridad que caracterizan a nuestra sociedad.

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Cuando hubiera escrito la carta, buscaría el número de teléfono en el listín. Había una cosa llamada Páginas Amarillas y, aunque no las había abierto nunca desde que empezaron a dejárselas en la puerta, ahora lo haría.

13

La palabra «moderno» figuraba de manera predominante en el vocabulario de Gwendolen. Ella aplicaba el término a casi todas las cosas que, por utilizar otra expresión favorita, habían «aparecido en escena» a partir de la década de los sesenta. Eran modernos los ordenadores, así como los cedés y los medios para reproducirlos, los teléfonos móviles, los contestadores automáticos, los parquímetros y los cepos (aunque disfrutaba cuando los veía puestos en algún coche mal aparcado), las fotografías en color en los periódicos, las dietas y las calorías, la desaparición de los telegramas y, por supuesto, Internet. En lo que concernía a la mayoría de innovaciones, se las arreglaba para hacer como si no existieran. Pero las Páginas Amarillas eran un libro y ella estaba familiarizada con toda clase de libros. Su padre solía decir que, si estuviera aislado en algún lugar sin compañía y sólo tuviera el listín telefónico para leer, lo leería. Gwendolen no iría tan lejos, pero no encontró aquella guía de servicios tan moderna e incomprensible como había temido.

Había páginas enteras dedicadas a empresas que trataban la carcoma. Resultaba difícil saber cuál elegir. Desde luego no una de ésas con nombre jocoso como Carcomicidas Exprés (los Carcomicidas liquidarán su carcoma y eliminarán la putrefacción seca), ni nada que fuera comercial o industrial. Al final optó por Woodrid, principalmente porque quedaba cerca de allí, en Kensal Green. Lo cual no sirvió para mitigar el horror de no poder comunicarse por teléfono con una voz humana viva. Tuvo que pulsar la tecla del uno, luego la del dos, lo hizo mal y tuvo que empezar otra vez. Tras haber superado estas dificultades, le pidieron que pulsara una cosa llamada «almohadilla» y tuvo que pedir una explicación. Al ver que la voz automatizada no respondía a su pregunta, discurrió que, puesto que no se trataba ni de un número ni de un asterisco, debía de ser esa cosa que parecía un rastrillo torcido. Lo era. Esperó y esperó mientras sonaba una música, ese tipo de música moderna cuyo retumbo salía de los coches conducidos por jóvenes que bajaban por su calle los sábados por la noche. Finalmente le dijeron, para su consternación, que un «representante iría a hacer un reconocimiento dentro de dos semanas y cuatro días laborables.

La llamada telefónica la dejó exhausta y tuvo que tumbarse en el salón para descansar y leer El origen de las especies durante media hora. Olive iba a traer a su sobrina a tomar el té. Le había dicho que las dos estaban a dieta, pero Gwendolen sabía cuán en serio podía tomarse eso. Sólo complicaba las cosas, pues no querrían beber solamente té, sino que esperarían encontrar galletas de centeno sin calorías, pastel bajo en grasa o alguna de esas tonterías modernas. Además, a Gwendolen, que nunca engordaba comiera lo que comiera, le gustaba tomar el té con unas buenas pastas. Esa gente nunca pensaba en el montón de problemas que causaban a los demás.

¡Había tenido tanto en común con Stephen Reeves! No había razón para creer que sus gustos hubieran cambiado. Gwendolen creía que las personas cambiaban muy poco, que sólo fingían como parte de una campaña para lucirse. A Stephen le habían encantado sus tés, sus sándwiches y tartas caseras, sobre todo su bizcocho Victoria. Cuando volvieran a encontrarse, ¿sería capaz de hacerle un bizcocho Victoria? Pero aún tenía que escribir la carta, si no aquel mismo día, al siguiente o al otro. Cuanto más pensaba en desengañarlo de la impresión que debía de tener de ella, más embarazoso parecía tener que explicarle a un hombre que no había abortado, sino que estaba acompañando a otra persona que estuvo a punto de hacerlo. Y eso en sí mismo podría parecer censurable a sus ojos.

Tal vez pudiera encontrar una manera sutil de hacerlo. Empezaría a practicar desde entonces y una vez más cogió papel y pluma. Querido doctor Reeves… . ¿Por qué había que usar las palabras «operación ilegal»? Querido doctor Reeves: recordé una cosa sobre nuestro mutuo afecto … No, eso no era correcto, había sido más bien lo que hoy en día llamaban una «relación». Recordé una cosa sobre nuestra relación, la que había entre nosotros, cuando ya había enviado mi anterior carta . Eso serviría, estaba bastante bien. Y cuando se separaron, ya hacía mucho tiempo que no lo llamaba doctor Reeves. Querido Stephen: cuando ya había enviado mi anterior carta, recordé una cosa sobre nuestra relación, la que había entre nosotros, que se me había olvidado. El día antes de que nos conociéramos en tu consultorio, al que acudí por un problema sin importancia… ¿Debería poner la fecha de dicho encuentro? Tal vez no. … un problema sin importancia, no comenté el hecho de que nos habíamos visto el día anterior . Ella no sabía si Stephen Reeves la había visto, como él tampoco sabía que ella lo había visto a él, podría ser que se encontrara a kilómetros de distancia y la había abandonado por otro motivo completamente distinto. Pero… no, eso no podía ser. Él la había amado, sabía que la había amado, y sin duda continuaba amándola, pero tuvo la sensación, dadas las circunstancias, de que ella no sería una esposa adecuada para un médico. Y la verdad es que así hubiera sido si hubiese hecho lo que él creía que había hecho.

Miró la hora y se sobresaltó. Olive, con o sin su sobrina, llegaría dentro de una hora y ella ni siquiera había comprado las pastas. Ni siquiera estaba segura de tener leche suficiente. Esa carta tendría que esperar hasta más tarde, o tal vez hasta que hubiera recibido una contestación a la primera.

Pese a todo lo que Olive había dicho sobre la pasión de su sobrina por los edificios antiguos de Londres, Hazel Akwaa mostró muy poco interés en Saint Blaise House. Resultó ser una mujer callada y educada que se bebió el té y se comió una simple galleta en silencio en tanto que su tía cotorreaba. Olive vestía unos pantalones negros acampanados y un jersey rojo con dibujos de abetos y gente esquiando más adecuado para una persona que tuviera un tercio de su edad, pero su sobrina llevaba un vestido de lana gris y un collar de oro que tenía aspecto de ser valioso. Cuando Olive se la presentó, Gwendolen tuvo que pedirle primero que repitiera su apellido y luego que lo deletreara, pues era de lo más extravagante, parecía africano. Gwendolen conocía a Rider Haggard desde la infancia y le pareció recordar que en Ella o en Las minas del rey Salomón había un personaje llamado Akwaa. No podía ser que esa Hazel como se llamara se hubiera casado con un africano, ¿no?

– ¿Le gustaría recorrer la casa? -le preguntó Gwendolen cuanto terminaron el té-. Hay bastantes escaleras.

Ella se esperaba que la mujer dijera que no dejaría que un obstáculo tan insignificante como unas escaleras la disuadiera, pero la señora Akwaa no pareció muy entusiasmada con la idea ni mucho menos.

– Pues no especialmente, si no le importa.

– No, a mí no me importa, por supuesto, puedo subir las escaleras siempre que quiera, claro. Pensé que le gustaría conocer la casa, señora Akwaa.

– Llámeme Hazel, por favor. Desde donde estoy sentada veo esta preciosa habitación y dudo que el resto de la casa pueda ser más bonito que esto.

Este comentario cortés aplacó a Gwendolen, que decidió relajarse un poco.

– Y dígame, ¿dónde vive?

– ¿Yo? En Acton.

– ¿De verdad? No creo que haya estado nunca allí. ¿Y cómo regresará a casa? -Gwendolen lo dijo como si su invitada viviera en Cornualles y quisiera quitársela de encima lo antes posible-. Confío en que no en el metro, ¿no? Te juegas la vida en esas cosas.

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