Ruth Rendell - Falsa Identidad

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Un pastor anglicano se pone en contacto con el detective Wexford para investigar un caso resuelto quince años atrás. Arthur Painter, chofer y jardinero de una acaudalada dama, asesinó a su anciana patrona por dinero. Aunque el sacerdote actúa por motivos personales muy lícitos, el inspector jefe no está dispuesto a dar su brazo a torcer y ratifica que condenó al auténtico responsable del homicidio. Pero a medida que el tenaz religioso comunique al policía nuevas pesquisas y hable con distintos testigos, se irá desvelando una oscura trama de intereses económicos que apunta a uno de los miembros de la familia de la víctima como principal beneficiario de su muerte. Al final, Wexford no podrá continuar haciendo oídos sordos a las dudas que se ciernen sobre su primer caso criminal…

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En ese momento la puerta estaba abierta. Salió al patio enlosado. Más allá, el jardín aparecía envuelto en una bruma acuosa. Los árboles, los arbustos y el exuberante manto de maleza se combaban bajo el peso del agua. En otras circunstancias se hubiera sentido en la obligación, como buen ciudadano responsable, de localizar al individuo que había roto el cristal e incluso hubiese pensado en la conveniencia de acudir a la policía. Ahora, simplemente, lo confirmaba con apática indiferencia.

Imogen llenaba sus pensamientos, pero incluso éstos ya no eran apasionados ni avergonzados. Esperaría cinco minutos más para asegurarse de que ella se había marchado y entonces regresaría al Olive. Mecánicamente, se inclinó y, por hacer algo, empezó a recoger los trozos de cristal roto, apilándolos contra la pared donde nadie, ni siquiera el ladrón, pudiese tropezar con ellos.

Sus nervios le traicionaban, pues estaba seguro de que aquello que había oído era una pisada, seguida por el sonido de una respiración.

¡Ella regresaba! No debería hacerlo; era más de lo que podía soportar. Se alegraría de verla, pero cualquier cosa que dijese significaría otra nueva despedida. Apretó los dientes, tensó los músculos de sus manos y, sin ser consciente de lo que hacía, sus dedos se cerraron sobre un fragmento de cristal.

La sangre empezó a manar antes de sentir el dolor. Se levantó, parecía perdido en aquel sitio desierto y se volvió hacia el sonido de los tacones que se acercaban.

El grito le estalló en pleno rostro:

– ¡Tío Bert! ¡Tío Bert! ¡Oh, Dios mío!

Archery alargó ambas manos, la ensangrentada y la otra, para sujetar a Elizabeth Crilling en su caída.

– Tendrán que darle puntos -dijo ella-. Cogerá el tétanos. Le quedará una cicatriz horrible.

Él apretó más el pañuelo alrededor de la herida y se sentó en el escalón, contemplándola con semblante serio. Ella se recobró en pocos segundos, pero su rostro no había recuperado el color. Una racha de viento atravesó la enmarañada masa de follaje, salpicándolos con gotas de agua. Archery se estremeció.

– ¿Qué hace usted aquí? -le preguntó.

Ella se recostó contra la silla que él había sacado de la sala del desayuno y estiró las piernas desmañadamente. Eran delgadas como las de una oriental y las medias le hacían arrugas alrededor de los tobillos.

– Me he peleado con mi madre -dijo ella.

Él no dijo nada y aguardó. Por un momento ella permaneció inerte, luego inclinó súbitamente su cuerpo hacia adelante, como movida por un resorte, e instintivamente, él se echó un poco a un lado, alejándose de ella, pues cuando la señorita Crilling se abrazó las rodillas contra su pecho, su cara se había aproximado demasiado a la de él. Ella movió los labios, pero pasaron unos segundos antes de que saliesen las palabras de su boca:

– ¡Por Cristo! -Él permaneció inmóvil, controlando su inevitable reacción ante la blasfemia-. Vi su mano cubierta de sangre y luego usted dijo exactamente lo que él: «Me he cortado.» -Se estremeció como sacudida por una fuerza invisible.

Asombrado, Archery contempló cómo ella se relajaba de nuevo y le decía con frialdad:

– Déme un cigarrillo. -le tiró su bolso-. ¡Enciéndamelo! -El viento húmedo apagó la llama. Ella ahuecó sus delgadas manos de gruesos nudillos para protegerla-. Siempre fisgando, ¿no? -Se echó hacia atrás-. No sé lo que esperaba encontrar, pero ya lo tiene.

Desconcertado, Archery examinó el jardín, miró hacia arriba a los gabletes y luego al pavimento resquebrajado.

– A mí, quiero decir -dijo ella con irritada impaciencia-. Usted ha estado contando historias a la policía sobre mí cuando no tiene ni la más mínima idea de todo este asunto. -Volvió a incorporarse violentamente, con descaro, y ante el horror del clérigo se subió la falda descubriendo sus muslos desnudos encima de las medias. La piel blanca estaba cubierta de pinchazos de jeringuilla-. Asma, eso es lo que es. Pastillas para el asma. Hay que disolverlas en agua (no puede imaginarse lo que cuesta hacerlo) y luego rellenar una jeringuilla con la solución.

Archery siempre había creído que no se sorprendía con facilidad, pero en aquel momento lo estaba. Sintió que el rubor cubría sus mejillas. La vergüenza le dejó mudo y luego dio pasó a un conmovido sentimiento de lástima y una especie de indefinible indignación con la humanidad.

– ¿Le hace algún efecto? -preguntó con todo el aplomo que pudo reunir.

– Te coloca, si entiende lo que quiero decir. Algo parecido a lo que usted debe sentir cuando canta salmos -bromeó-. Fue un hombre con el que viví el que me metió en esto. Verá, yo trabajaba en un sitio perfecto para conseguir las pastillas. Hasta que usted envió a ese mal parido de Burden, a dar un susto mortal a mi madre. Ahora tiene que pedir una receta nueva cada vez que las necesita y tiene que ir a recogerlas personalmente.

– Entiendo -dijo él y su esperanza se esfumó. Así que ése era el secreto al que la señora Crilling se refería. En la cárcel Liz no podría conseguir pastillas, ni jeringuillas y, puesto que era adicta a ellas, tendría que confesar su dependencia-. No creo que la policía pueda hacerle nada -dijo, sin saber si era o no verdad.

– ¿Qué sabrá usted de eso? Me quedan veinte pastillas en el frasco, así que vine aquí. Me he preparado una cama arriba y…

La interrumpió:

– ¿Es suyo el impermeable?

La pregunta sorprendió a la muchacha, pero sólo por un momento, luego volvió a adoptar una expresión desdeñosa que la hizo parecer mucho más vieja.

– Por supuesto -dijo mordazmente-. ¿De quién pensaba que era? ¿De Painter? Salí un momento para recoger algo del coche, dejé la puerta cerrada con pestillo y cuando regresé, usted estaba dentro con esa furcia. -Archery intentó no perder el control, sin apartar los ojos de ella. Por primera vez en su vida sintió el impulso de abofetear a alguien-. No me atrevía a volver a casa -dijo, recuperando el otro de sus dos únicos estados de humor que era capaz de sentir, y volvió a mostrarse infantil y llena de lástima por sí misma-. Pero tenía que recoger mi impermeable; las pastillas estaban en el bolsillo.

Ella respiró hondo y arrojó el cigarrillo hacia los arbustos húmedos.

– ¿Qué diablos pretende usted con volver a la escena del crimen? ¿Ponerse en su lugar?

– ¿En lugar de quién? -susurró él.

– De Painter, por supuesto. Bert Painter. Mi tío Bert. -Su tono volvía a ser desafiante, pero le temblaban las manos y sus ojos se volvieron vidriosos. Por fin hablaba. Él era como un hombre que esperaba una mala noticia, y aún sabiendo que ésta era inevitable, mantuviese la esperanza de que quedara mitigada por algún nuevo detalle o alguna faceta desconocida. Ella prosiguió-: Esa noche, Painter, estaba en el mismo sitio que está usted, sólo que él estaba cubierto de sangre y sostenía un trozo de madera que también estaba manchado de sangre. Me dijo: «Me he cortado. No mires, Lizzie, me he cortado.»

16

Cuando un alma impura

abandona a un hombre, vaga por

lugares yermos en busca de descanso,

sin encontrarlo. Dice: «Regresaré a la

casa de la que he salido.»

Evangelio del cuarto domingo de Cuaresma

Elizabeth Crilling se lo contó en segunda persona: «Tú hiciste esto y después hiciste aquello.» Asombrado, Archery fue consciente de que estaba escuchando algo que ningún padre ni psiquiatra había oído anteriormente. El extraño uso del pronombre parecía introducir su mente dentro del cuerpo de una niña para que él pudiese ver con sus ojos y sentir su terror.

Ahora ella estaba sentada, completamente inmóvil, en el mismo lugar donde todo había comenzado, bajo la luz descendente del húmedo atardecer. Sólo se movían sus párpados. A veces, en los momentos más angustiosos de su relato, ella cerraba los ojos y luego volvía a abrirlos con un suspiro. Archery nunca había asistido a una sesión de espiritismo y de hecho desaprobaba este tipo de cosas teológicamente insostenibles; pero había leído sobre el tema. El clérigo pensó que el monótono relato de los espeluznantes acontecimientos contado por Elizabeth Crilling tenía el cariz de la revelación de una médium. Ella estaba llegando al final, y en su rostro se reflejaba el alivio y el cansancio, como si acabara de quitarse un gran peso de encima.

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