Ruth Rendell - Falsa Identidad

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Un pastor anglicano se pone en contacto con el detective Wexford para investigar un caso resuelto quince años atrás. Arthur Painter, chofer y jardinero de una acaudalada dama, asesinó a su anciana patrona por dinero. Aunque el sacerdote actúa por motivos personales muy lícitos, el inspector jefe no está dispuesto a dar su brazo a torcer y ratifica que condenó al auténtico responsable del homicidio. Pero a medida que el tenaz religioso comunique al policía nuevas pesquisas y hable con distintos testigos, se irá desvelando una oscura trama de intereses económicos que apunta a uno de los miembros de la familia de la víctima como principal beneficiario de su muerte. Al final, Wexford no podrá continuar haciendo oídos sordos a las dudas que se ciernen sobre su primer caso criminal…

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Intentó decir algo, pero tenía la garganta seca. ¿Por qué no había preparado algo? ¿Tan seguro estaba de que no se iba a poner al teléfono?

– ¿Diga? ¿Me escucha usted?

– Señora Primero…

Creí que se habría cansado de esperar. Mario no ha sido muy rápido en darme su mensaje.

– Esperé, por supuesto. -La lluvia que azotaba su ventana, repiqueteaba contra el cristal-. Me gustaría pedirle disculpas por lo de esta mañana. Fue imperdonable.

– ¡Oh, no! -dijo-. Ya le he perdonado… por lo de esta mañana. En realidad, usted no tenía nada que ver con todo eso, ¿no es cierto? Fueron las otras ocasiones las que parecen tan… bueno, no imperdonables, sino incomprensibles.

Pudo verla extender sus blancas manos, con un pequeño gesto de impotencia.

– A nadie le gusta sentirse utilizado. No es que me sienta herida. Es muy difícil herirme porque soy una persona muy fuerte, mucho más dura que Roger. Pero he estado un poco mimada y me siento como si me hubiesen hecho bajar del pedestal. Quizá me venga bien, espero.

Archery dijo lentamente:

– Es largo de explicar. Creí que podría hacerlo por teléfono, pero ahora veo que me es imposible. -La violencia de la tormenta se puso de su parte. Apenas pudo oír sus propias palabras-. Me gustaría verla -añadió, olvidando su promesa.

Al parecer ella tampoco la recordaba:

– Usted no puede venir aquí -dijo sin rodeos-, porque Roger está en casa y tal vez no entienda sus disculpas de la misma manera que yo. Y yo tampoco puedo ir a verle al Olive and Dove, porque, como buen hotel respetable, no permite visitas en las habitaciones de los huéspedes. -Él murmuró algo ininteligible-. Eso ha sido la segunda bajeza que le he dicho hoy -siguió ella-, además, usted no querrá que conversemos en el salón, en medio de todos esos mojigatos. ¿Qué le parece si nos encontramos en Victor’s Piece?

– Está cerrada -dijo él y tontamente añadió-: Y, además, está lloviendo.

– Tengo una llave. Roger siempre ha tenido una. ¿Digamos a las ocho? En el Olive and Dove le estarán agradecidos si cena temprano.

Al ver la cabeza de Charles asomar por detrás de la puerta, Archery colgó el auricular con un sentimiento de culpa. Y sin embargo, no había sido una llamada clandestina, sino hecha a instancias del propio Charles.

– Creo que he conseguido hacer las paces con los Primero -dijo, y pensó en las palabras de un autor cuyo nombre había olvidado: «Dios dio lenguas a los hombres para que pudieran ocultar sus pensamientos.»

Pero Charles, con el quijotismo de la juventud, había perdido todo interés por ese asunto.

– Tess y su padre están a punto de marcharse -dijo.

Bajaré.

Los dos estaban de pie en el vestíbulo, esperando. ¿A qué?, se preguntó Archery, ¿a qué amainase la tormenta?, ¿un milagro?, ¿o sólo para despedirse?

– Hubiera preferido no ver a Elizabeth Crilling -dijo Tess-, pero ahora lamento no haber hablado con ella.

– Es mejor que no lo hicieras -dijo Archery-. Hay una enorme diferencia entre vosotras. La única cosa que tenéis en común es la edad. Las dos tenéis veintiún años.

– No me haga más vieja de lo que soy -dijo Tess, con voz estrangulada, y advirtió que tenía los ojos llenos de lágrimas-. No cumplo veintiuno hasta octubre. -Levantó la bolsa de lona que le servía de maletín de fin de semana y estrechó la mano de Archery.

– La compañía es muy grata, pero tenemos que irnos -dijo Kershaw-. Me parece que ya no queda nada que decir, ¿no es así, señor Archery? Sé que usted deseaba que las cosas saliesen de otra manera, pero no ha sido posible.

Charles miraba fijamente a Tess. Ella mantenía apartada la vista.

– ¡Por el amor Dios, déjame escribirte!

– ¿Para qué?

– Me gustaría -dijo Charles ásperamente.

– No voy a estar en casa. Pasado mañana, me voy a casa de mi tía, en Torquay.

– No vas a acampar en medio de la playa, ¿no? Esa tía tendrá una dirección.

– No tengo papel -dijo Tess, y Archery observó que la muchacha estaba al borde de las lágrimas, metió la mano en su bolsillo: primero, sacó la carta del coronel Plashet (eso no, no podía permitir que Tess la viese) y luego extrajo la tarjeta ilustrada con el verso y el retrato del pastor. Con los ojos empañados, ella garabateó la dirección a toda prisa y se la entregó a Charles sin decir una palabra.

– Vamos, cariño -dijo Kershaw-. Prepara los caballos que nos vamos a casa. -Sacó las llaves de su coche, y añadió-: Nada menos que quince. -Pero nadie sonrió.

15

Sí ha ofendido a su prójimo…

que solicite su perdón; y por el mal y

las injurias que les haya infligido…

que emplee toda su potestad en

ofrecer reparación.

La visitación de los enfermos

Llovía con mucha intensidad, Archery atravesó corriendo la distancia que había entre su coche y el desvencijado porche, aunque una vez allí, tampoco logró ponerse a cubierto de la lluvia, que entraba empujada por ráfagas de viento y resbalaba en forma de goterones helados desde las hojas de los árboles. Se apoyó en la puerta y se tambaleó cuando ésta se abrió bajo su peso, con un chirrido.

Ella debía haber llegado ya. No se veía el Flavia por ningún lado, y cuando Archery pensó que su discreción era seguramente intencionada, sintió asco de sí mismo y le recorrió un escalofrío de turbación. Ella era muy conocida en la zona, estaba casada e iba a reunirse en secreto con un hombre asimismo casado. Por eso había escondido su llamativo coche. Sí, era bajo, bajo y sórdido, y él, un vicario de Dios, era el responsable.

Con la lluvia, Victor’s Piece, seca y ruinosa en tiempo soleado, olía a humedad y a podredumbre, a hongos y a materia en descomposición. Probablemente las ratas anidaban debajo de las astilladas tablas del suelo. Cerró la puerta y se adentró en el pasillo, tratando de adivinar dónde estaba Imogen y por qué no había acudido al oírle entrar. Entonces se detuvo, estaba ante la puerta trasera, había un impermeable colgado en el lugar en que Painter solía colgar el suyo.

Archery estaba seguro de que aquel chubasquero no estaba allí la vez anterior que visitó la casa. Se acercó a la prenda, embargado por una mezcla de fascinación y horror.

Lo que había ocurrido era fácil de explicar. La casa se había vendido por fin, habían venido unos obreros y uno de ellos se había olvidado el impermeable. No debía alarmarse por eso, pero sus nervios le traicionaban.

– ¡Señora Primero! -llamó, pero como no es muy apropiado llamar a una mujer con la que tienes una cita secreta por su apellido, gritó: ¡Imogen! ¡Imogen!

No hubo respuesta. Y no obstante, Archery estaba seguro de que había alguien más en la casa. ¿Qué era aquello de que «la hubiese reconocido aunque fuese ciego y sordo», se mofó una vocecita interior, de que «la habría identificado por su presencia y su aroma»? El clérigo abrió la puerta del comedor. Le asaltó un olor húmedo y frío. El agua que se filtraba bajo el alféizar de la ventana formaba un charco oscuro que se extendía, evocando una imagen atroz. El líquido y las vetas rojas del mármol de la chimenea le recordaron las salpicaduras de sangre. ¿Quién estaría dispuesto a comprar un lugar como éste? ¿Quién podría soportarlo? Pero alguien debía haberlo hecho, porque la prenda de un obrero colgaba detrás de la puerta…

En ese lugar estaba sentada la anciana cuando envió a Alice a la iglesia. Estaba sentada aquí, con los ojos cerrados por el sueño, cuando la señora Crilling llamó a la ventana. Entonces él llegó, quienquiera que fuese, con su hacha, cuando ella probablemente seguía dormida, profiriendo amenazas y exigencias bajo los golpes del hacha, una y otra vez, hasta que entró en el sueño eterno. ¿El sueño eterno? Mors jauna vitae. ¡Si al menos su entrada en la nueva vida no hubiera pasado por un sufrimiento tan atroz! Se encontró rezando por algo que sabía imposible, que Dios cambiase la historia.

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