Ruth Rendell - Falsa Identidad

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Un pastor anglicano se pone en contacto con el detective Wexford para investigar un caso resuelto quince años atrás. Arthur Painter, chofer y jardinero de una acaudalada dama, asesinó a su anciana patrona por dinero. Aunque el sacerdote actúa por motivos personales muy lícitos, el inspector jefe no está dispuesto a dar su brazo a torcer y ratifica que condenó al auténtico responsable del homicidio. Pero a medida que el tenaz religioso comunique al policía nuevas pesquisas y hable con distintos testigos, se irá desvelando una oscura trama de intereses económicos que apunta a uno de los miembros de la familia de la víctima como principal beneficiario de su muerte. Al final, Wexford no podrá continuar haciendo oídos sordos a las dudas que se ciernen sobre su primer caso criminal…

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En ese momento, la señora Crilling golpeó en la ventana.

Archery dio un respingo tan violento que le pareció sentir una mano que le apretaba el corazón. Recuperó el aliento y, haciendo un esfuerzo, volvió la mirada.

– Siento llegar tarde -se disculpó Imogen Ide-. ¡Qué noche más espantosa!

«Ella debería haber estado dentro de la casa», pensó, intentando tranquilizarse. Pero, en cambio, estaba fuera y había llamado a la ventana, porque le había visto parado allí en medio, como un alma perdida. Eso cambiaba las cosas, porque ella no había escondido su coche. Éste estaba aparcado sobre la grava, junto al suyo, mojado, plateado y reluciente, como una hermosa criatura salida de las profundidades del mar.

– ¿Cómo ha entrado? -dijo ella, una vez en el vestíbulo.

– La puerta estaba abierta.

– Habrán sido los albañiles.

– Eso creo.

Ella llevaba un traje de tweed y su rubio cabello estaba empapado. Él había sido lo bastante estúpido -«o ruin», pensó- como para creer que, cuando se encontrasen, ella correría a abrazarle. En lugar de eso, ella se quedó parada, mirándole muy seria, casi fría, frunciendo el entrecejo.

– Creo que es mejor que vayamos a la sala del desayuno -dijo ella-. Hay algunos muebles y, además, no tiene connotaciones desagradables.

Los muebles consistían en dos taburetes de cocina y una silla de mimbre. Por la ventana, empañada por la suciedad incrustada, él pudo ver el invernadero, de cuyas paredes de cristal resquebrajado aún colgaban los zarcillos de la parra muerta. Le cedió la silla y se sentó en uno de los taburetes. Tenía la extraña sensación -no desprovista de encanto, por otra parte- de que habían venido con intención de comprar la casa como una pareja y, al haber llegado demasiado pronto, se veían obligados a esperar hasta que llegase el agente que debía enseñársela.

– Éste podría ser el estudio -diría él-. En días de sol, tiene que ser precioso.

– O podríamos comer aquí. Está muy cerca de la cocina.

– ¿Te levantarás todas las mañanas para prepararme el desayuno? (Amor mío…)

– Dijo usted que deseaba explicarse -dijo ella. Por supuesto, ellos jamás compartirían una cama, ni el desayuno, ni el futuro. Éste era su futuro, esta entrevista en el húmedo comedor, contemplando una parra muerta.

Archery empezó hablándole de Charles y de Tess y de la certeza de la señora Kershaw de la inocencia de Painter. Cuando llegó a la cuestión de la herencia, el rostro de Imogen se ensombreció aún más y, sin dejarle terminar, le interrumpió:

– ¿Tenía usted intención de acusar a Roger del asesinato?

– ¿Qué podía hacer? Estaba dividido entre Charles y usted -dijo él. Ella sacudió la cabeza y el rubor coloreó sus mejillas-. Le ruego que me crea cuando le digo que no intenté trabar conocimiento con usted porque era su esposa.

– Le creo.

– El dinero, sus hermanas, ¿no sabía usted nada de eso?

– No, no lo sabía. Sólo que existían y que Roger no las veía nunca. ¡Oh, Dios mío! -Se cubrió las mejillas con las manos, después los ojos y, finalmente, las llevó hasta las sienes-. Hemos estado hablando de ello durante todo el día. Él no entiende que estaba moralmente obligado a ayudarlas. Sólo le preocupa una cosa: que Wexford no considere este hecho como un móvil de asesinato.

– Aquella noche, Wexford vio personalmente a su marido en Sewingbury, a una hora crucial.

– No lo sabe o lo ha olvidado. Hasta que no se arme de valor para llamar a Wexford, lo va a pasar muy mal. Hay quien diría que se lo tiene bien merecido. -Suspiró-. ¿Es verdad que sus hermanas andan muy mal de dinero?

– Una de ellas, sí. Vive en una sola habitación con su marido y un niño pequeño.

– He conseguido que Roger acceda a darles lo que ellas deberían haber recibido al principio, tres mil libras, algo más de tres mil cada una. Creo que será mejor que vaya yo personalmente a visitarlas. Para él, esa suma no es dinero. Lo curioso del caso es que yo sabía que carecía de escrúpulos. De otro modo, es imposible amasar una fortuna semejante, pero no le creía capaz de algo así.

– ¿A sus ojos, esto le coloca a él…? -Vaciló, temeroso del alcance destructor de su intromisión.

– ¿Quiere usted decir si sentiré a partir de ahora lo mismo por él? Escuche, voy a decirle algo. Hace siete años, en el mes de junio, mi rostro apareció en la portada de seis revistas distintas. La muchacha más fotografiada de Inglaterra.

Él asintió con la cabeza, perplejo y sin acabar de comprender qué trataba de decirle.

– Después de llegar a la cima, sólo puedes ir hacia abajo. En el mes de junio del año siguiente sólo aparecí en la portada de una revista. Así que me casé con Roger.

– ¿No le amaba?

– Me gustaba, ya sabe. De alguna manera, él me salvó y ahora yo me dedico a salvarle a él. -Al recordar su dulce serenidad en el salón del Olive y su mano encima del brazo tembloroso de un deudo, Archery comprendió a qué se refería. Él estaba acostumbrado a verla siempre dulce y tranquila, y se sobresaltó cuando le espetó-: ¿Cómo iba a saber que había un clérigo de mediana edad esperándome; un clérigo casado, con un hijo y un complejo de culpabilidad más grande que una montaña?

– ¡Imogen!

– ¡No, no me toque! Ha sido una estupidez venir aquí. No debería haberlo hecho. ¡Oh, Dios mío, cómo odio estas escenas sentimentales!

Él se levantó y se alejó de ella todo lo que le permitía aquella exigua habitación. Había dejado de llover pero el cielo tenía un color arcilloso y la parra estaba seca, sin vida.

– ¿Qué piensan hacer ahora su hijo y esa muchacha? -preguntó ella.

– No creo que ni siquiera ellos mismos lo sepan.

– ¿Y usted, qué va a hacer?

– «Volver a la mujer de mi seno -citó-, a la que debo ir.»

– ¡Kipling! -Ella soltó una risilla histérica; por su parte él sentía que sus últimas revelaciones llegaban demasiado tarde y le causaban un profundo dolor-. ¡Kipling! ¡Lo que me faltaba!

– Adiós -dijo él.

– Adiós, querido Henry Archery. Nunca supe cómo llamarle, ¿sabe? -Ella le cogió la mano y posó sus labios sobre la palma.

– Quizá no sea un buen nombre para un romance -dijo él tristemente.

– Pero suena bien para un reverendo. Imogen salió y cerró la puerta tras ella sin el menor ruido.

– Jenny me ha besado -le dijo Archery a la parra. Jenny podía ser el diminutivo de Imogen-. ¿Y qué?

Al cabo de un rato, el clérigo salió al vestíbulo y buscó la razón por la que aquel lugar le parecía más vacío y más decadente que antes. Tal vez fuese la acuciante sensación de pérdida. Se volvió hacia la puerta trasera y entonces lo descubrió. No eran imaginaciones suyas. El impermeable había desaparecido.

¿Había estado realmente allí, o era su imaginación, morbosa y ultrasensitiva, la que le hacía ver alucinaciones? Era una visión hasta cierto punto natural en alguien tan involucrado como él en la historia de Painter. Pero si el impermeable nunca había estado allí, ¿cómo explicar aquellos charcos, del tamaño de un penique, que había en el suelo, y que parecían formados por las gotas de agua que resbalaban de una manga?

Archery no creía en la superchería sobrenatural. Pero ahora, mientras contemplaba la percha de la que había colgado el impermeable, recordó cómo se había sobresaltado al oír el golpecito en la ventana y cómo las vetas del mármol le habían parecido manchas de sangre. Era posible que un poder maléfico se cerniese sobre aquel lugar, fermentando la imaginación y recreando imágenes de una tragedia pasada en la retina de la mente.

La puerta estaba dividida en cuadros con cristales, en los que, a pesar de estar muy sucios, se reflejaba el destello de la luz del atardecer. En todos menos en uno. Archery se acercó y sonrió forzadamente al pensar en sus absurdas fantasías. Habían quitado el cristal que estaba más cerca de la cerradura. Se podía meter el brazo por el hueco para girar la llave y descorrer los pestillos.

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