Ruth Rendell - Falsa Identidad

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Un pastor anglicano se pone en contacto con el detective Wexford para investigar un caso resuelto quince años atrás. Arthur Painter, chofer y jardinero de una acaudalada dama, asesinó a su anciana patrona por dinero. Aunque el sacerdote actúa por motivos personales muy lícitos, el inspector jefe no está dispuesto a dar su brazo a torcer y ratifica que condenó al auténtico responsable del homicidio. Pero a medida que el tenaz religioso comunique al policía nuevas pesquisas y hable con distintos testigos, se irá desvelando una oscura trama de intereses económicos que apunta a uno de los miembros de la familia de la víctima como principal beneficiario de su muerte. Al final, Wexford no podrá continuar haciendo oídos sordos a las dudas que se ciernen sobre su primer caso criminal…

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Había un pequeño mostrador dedicado únicamente a calendarios, maderas con leyendas grabadas a fuego y versos enmarcados. Las palabras de uno de ellos, con un pequeño dibujo que representaba un pastor coronado por una aureola al lado de un cordero, le llamaron la atención porque le resultaban conocidas.

– Ve, pastor, y descansa en paz… -dijo en voz alta.

La mujer estaba detrás de él.

– Veo que está admirando el talento de nuestro bardo local -dijo jovialmente-. Murió muy joven y está enterrado aquí.

– He visto su tumba -dijo Archery.

– Mucha gente que viene por aquí piensa que era pastor. Yo siempre les explico que antaño pastor y poeta tenían el mismo significado.

– Lycidas -dijo Archery.

La mujer ignoró el comentario.

– En realidad, era un joven muy culto. Había asistido a la escuela superior y todo el mundo decía que tendría que haber ido a la universidad. Murió en un accidente de tráfico. ¿Le gustaría ver una fotografía suya?

Sacó un montón de fotografías, rústicamente enmarcadas, de un cajón de debajo del mostrador. Todas ellas eran idénticas y llevaban la inscripción: «John Grace, Bardo de Forby. Los amados de Dios, mueren jóvenes.»

Era un rostro fino y ascético, de rasgos afilados y sensibles. «Parece -pensó Archery- que este muchacho padecía de una anemia perniciosa.» Tenía la inexplicable sensación de haberlo visto antes.

– ¿Se publicó alguna de sus obras?

– Una o dos cosas en revistas, nada más. No conozco los pormenores porque sólo llevo viviendo aquí diez años, pero un editor que tenía una casa de campo en la zona se mostró muy interesado en publicar un libro de sus poesías cuando el pobre muchacho murió. Su madre la señora Grace, estaba de acuerdo, pero el caso fue que la mayoría de sus escritos habían desaparecido. Sólo quedaban estos fragmentos que ve aquí. Según ella, su hijo había escrito obras de teatro completas; no estaban compuestas en rima, ya me entiende, pero eran de estilo shakespeariano. De todas formas, nunca las encontraron. Quizá las quemase o las regalase. Es una verdadera pena, ¿no le parece?

Archery miró por la ventana hacia la pequeña iglesia de madera, y murmuró:

– Acaso descansa aquí un Milton, mudo y desconocido…

– Eso es cierto -dijo la mujer-. Quizá aparezcan un día, como los manuscritos del Mar Muerto, nunca se sabe.

Archery pagó cinco chelines y seis peniques por el dibujo del pastor y del cordero y se encaminó hacia la iglesia. Abrió la verja y se dirigió a la puerta, caminando en el sentido de las agujas del reloj. ¿Cuáles fueron sus palabras? «Nunca se debe dar la vuelta a una iglesia en sentido opuesto de las agujas del reloj. Trae mala suerte.» Bien sabía Dios que necesitaba suerte tanto para Charles como para él. Lo irónico era que, pasase lo que pasase, uno de los dos saldría perdiendo.

No se oía música en el interior de la iglesia, pero al abrir la puerta, vio que se estaba celebrando un oficio. Durante un momento, permaneció de pie mirando a la gente y escuchando:

– Si a la manera de los hombres he luchado con las bestias en Éfeso, ¿cuál es mi ventaja si los caídos no vuelven a levantarse?

Era un funeral. Estaban exactamente a la mitad del oficio para el entierro de los difuntos:

– Comamos y bebamos porque mañana hemos de morir…

La puerta rechinó ligeramente al cerrarla. Luego, dio media vuelta y vio los tres coches del cortejo fúnebre, al otro lado de la otra verja. Volvió a la tumba de Grace, después, pasó al lado de la fosa recién cavada donde se iba a dar sepultura a ese último muerto y, finalmente, se sentó en un banco de madera en un rincón a la sombra. Eran las doce menos cuarto. «Descansaré media hora -pensó- y después iré a coger el autobús.» Al poco tiempo, dormitaba.

El sonido de unos pasos lentos y cortos le despertó. Abrió los ojos y vio el ataúd salir de la iglesia. Lo llevaban cuatro porteadores, pero era pequeño, quizá de un niño o de una mujer de poca estatura. Sobre él se apilaban varios ramos de flores y una enorme corona de lirios blancos.

Una docena de personas seguían a los porteadores y un hombre y una mujer, caminando uno junto al otro, encabezaban el cortejo. La mujer, además de vestir un abrigo negro, llevaba un sombrero del mismo color, cuya ala le ocultaba el rostro. Pero la habría reconocido en cualquier lugar. Aunque fuese ciego y sordo, la habría identificado por su presencia y su esencia. Pero los dos deudos que habían venido a enterrar a Alice Flower no podían verle, ni sabían que alguien les observaba.

Los demás acompañantes eran en su mayoría ancianos, amigos de Alice, tal vez, y una de las mujeres parecía ser la enfermera jefe del hospital. Se reunieron alrededor de la tumba y el vicario empezó a declamar las palabras que, por fin, acompañarían a la vieja criada a la sepultura. Primero se inclinó, y después de coger un puñado de tierra negra con exagerada delicadeza, lo arrojó encima del ataúd. Sus hombros se estremecieron y su mujer alargó una mano, enfundada en un guante negro, y la apoyó en su brazo. Archery sintió una hiriente punzada de celos que le cortó el aliento.

El vicario terminó la colecta y bendijo a los presentes. Entonces, Primero y él se apartaron un poco, hablaron entre sí y se dieron la mano. Después Roger Primero dio el brazo a su mujer y se dirigieron lentamente hacia la verja donde aguardaban los coches. Había concluido.

Una vez que se fueron todos, Archery se levantó y se acercó a la tumba que estaban rellenando de tierra. Pudo oler los lirios a cinco metros. Había una tarjeta en el ramo, con una sencilla inscripción: «Del señor y la señora Primero, con amor.»

– Buenos días -dijo al sepulturero.

– Buenos días, señor. Hace un día precioso.

Eran las doce menos cuarto. Archery se apresuró hacia la verja, preguntándose sobre la frecuencia de los autobuses. Al salir de la bóveda del arbolado, se detuvo en seco, su hijo venía hacia él por el camino arenoso.

– Hiciste bien en no venir -gritó Charles-. Está cerrado por reformas. ¿Lo puedes creer? Pensábamos que era mejor regresar aquí para recogerte.

– ¿Dónde está el coche?

– Al otro lado de la iglesia.

Ellos ya debían de haberse marchado. Archery deseaba encontrarse por fin a salvo en el Olive and Dove, delante de un rosbif frío con ensalada. Al doblar la esquina del seto de tejo, pasó cerca de ellos un coche negro. El clérigo hizo un esfuerzo y miró hacia la verja. Los Primero seguían allí, hablando con la enfermera jefe. Se le hizo un nudo en la garganta.

– Vamos por el prado -sugirió con apremio.

– Pero el señor Kershaw está esperándonos en este lado.

Ahora, estaban a tan sólo unos metros de los Primero. La enfermera jefe les estaba dando la mano y, seguidamente, subió a una limusina alquilada. Primero se volvió y su mirada se cruzó con la de Charles.

En primer lugar, el rostro de éste palideció, luego adquirió un subido tono púrpura. Charles seguía andando hacia él y entonces Primero también empezó a andar. Se acercaron uno al otro con aire amenazador, como dos pistoleros de una película del Oeste.

– Señor Bowman, del Sunday Planeta o eso creo.

Charles se detuvo y le dijo fríamente:

– Puede usted creer lo que le dé la gana.

Imogen estaba hablando con la mujer que acababa de subir al coche. Cuando el vehículo se puso en marcha, se apartó de la ventanilla. Los cuatro estaban a solas, en el centro del quinto pueblo más bonito de Inglaterra. Ella miró a Archery, primero azorada y luego, sobreponiéndose a su incomodidad, con una expresión cordial.

– ¡Vaya!, hola, yo…

Su marido la cogió bruscamente del brazo:

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