Ruth Rendell - La Crueldad De Los Cuervos

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Cuando el marido de Joy Williams, una vecina del inspector Wexford, desaparece misteriosamente nadie imagina que el mundo de Joy se desmoronará por completo. En efecto, sin que ella lo supiese, su marido ocupaba un alto cargo en una empresa de pinturas, ganaba un abultado salario y, aún más desconcertante, estaba casado también con otra mujer. Joy lo creía un modesto vendedor de la empresa con unos ingresos mediocres y, desde luego, un marido modélico. Pero las cosas ya no tienen marcha atrás, pues el cadáver del bígamo ha sido hallado en las afueras del pueblo. ¿Suicidio? ¿Asesinato? ¿Quién era en realidad Rod Williams?… Una nueva incursión de la autora en los extraños entresijos de la mentalidad criminal.

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– Puede que no escriba a máquina regularmente. Puede que no haya usado la máquina desde que se la arreglaron.

Empezó a mirar las etiquetas de todas las máquinas del estante inferior. «P y L»; «E. Ten» (¿Qué significaría esto?); «TML»: «HBSS»; «H. Finch»; «J. St. G»; «M. Br»… Ovington regresó con un libro mayor.

– «Señora J. Finch, 22 Bodmin Road, Pomfret.» Vino a recoger la máquina ella misma el 26 de julio. -Dicho aquello cerró el libro de un manotazo como si acabara de probar o refutar algo inapelablemente.

El 26 de julio. El día en que habían ido a recoger las máquinas de Haldon Finch, pensó Wexford. ¿Significaba algo o no significaba nada?¿Y si después de todo la joven con la que se veía Williams estuviera muy tranquila en alguna parte de Londres o Brighton con su máquina de escribir?

Ni él ni Burden sabían dónde caía Bodmin Road.

– Por cierto -dijo Burden-, Wendy Williams vive en Liskeard Avenue y Liskeard es una población de Cornualles. Bodmin es la capital del condado de Cornualles. Quizá esté a la vuelta de la esquina.

– Lo consultaremos en cuanto lleguemos.

La calle estaba, en efecto, a la vuelta de la esquina. Liskeard Avenue, Falmouth Road y Truto Road. Bodmin Road las cruzaba todas, comunicándolas.

– Eran prácticamente vecinos -dijo Burden casi ilusionado-. Te apuesto cualquier cosa a que es una afiliada de ARRIA. Aquí está, en el censo electoral. Finch, Joan B.

– Un momento, Mike. ¿Estamos diciendo o, mejor dicho, suponiendo que esta mujer se llevó por error una máquina de escribir de Haldon Finch o que se llevó la suya y resulta que es la que estamos buscando y hemos dado con ella no por deducción sino por azar?

– ¿Qué importa eso? -se limitó a responder Burden.

El 22 de Bodmin Road era un pequeño edificio de viviendas de cuatro pisos. Según los timbres, J. B. Finch vivía en el primero. Pero ni en aquel momento ni en las otras dos ocasiones en que llamaron, a las siete y a las ocho de la tarde, la encontraron en casa. Wexford llevaba una hora en la suya cuando le telefonearon para decirle que habían acuchillado a un cuarto hombre, esta vez en el antebrazo. No se trataba de una herida grave, aunque se había producido una considerable hemorragia.

Sin embargo había una diferencia: esta vez los gritos del hombre los habían oído dos policías de un coche patrulla aparcado en un apartadero de la carretera de circunvalación de Kingsmarkham. Había ocurrido al ponerse el sol, cuando ya empezaba a oscurecer. Habían encontrado a la víctima del ataque en un camino público, sangrando de una herida que tenía cerca del hombro. Cuando estaban inclinados junto a él, una joven había salido de entre los árboles que había al norte del camino, había dicho llamarse Edwina Klein y les había entregado una navaja de la que acababa de limpiar la mayor parte de la sangre.

15

ARRIA esperaba un espectáculo. Sus miembros habían acudido masivamente al tribunal de primera instancia de Kingsmarkham. Wexford nunca había visto tan llena la pequeña zona que pasaba por galería del público. Allí estaban Caroline Peters y Sara Williams, la pelirroja Nicola Anerley, Jane Gardner y las gemelas Freeborn, Helen Blake, Donella, la chica negra, la tenista que llevaba gafas y la que no las llevaba.

Iba a ser una causa instrumental, por supuesto. Wexford lo había adivinado prácticamente todo antes de hablar con Edwina Klein. No se había comportado exactamente como un agente provocador. Si a una mujer que tomaba la decisión de caminar sola por un camino del campo al anochecer se le podía denominar de aquella manera, el mundo se había convertido en un lugar terrible. Sin embargo, lo cierto era que, desde que había venido de Oxford a finales de junio, Edwina había empezado a caminar por allí noche tras noche con la esperanza de ser atacada. Había sido abierta y franca con él, no le había ocultado nada. Había admitido, por ejemplo, haber sido ella quien había atacado a Wheatley aprovechando que iba a casa a pasar el fin de semana. Por este motivo Wexford no se había opuesto a que la dejaran en libertad bajo fianza. Ella le había prometido que volvería a hablar con él sin ocultarle nada y, con una fe que habría puesto los pelos de punta al superintendente, él le había creído.

Era, al igual que Caroline Peters, una de las fundadoras de ARRIA, una joven delgada de estatura media, y muy inteligente, una pionera y una mártir. Iba vestida totalmente de negro: pantalón negro, jersey de cuello vuelto negro y un pañuelo negro que le cubría el pelo por completo. Un cuervo de mujer. El único color que había en su atuendo era la diminuta insignia de ARRIA color naranja que llevaba prendida junto al hombro izquierdo.

¿Qué esperaban las jóvenes de la galería? Algo parecido al juicio de Juana de Arco, pensó Wexford. Todas ignoraban el procedimiento de un tribunal de primera instancia y todas pusieron cara de incredulidad cuando al cabo de cinco minutos todo acabó y Edwina fue puesta a disposición del Tribunal Superior de lo Penal acusada de agresión injustificada. Fue puesta en libertad bajo una fianza de mil libras a su nombre y de una cantidad similar a nombre de una anciana, su tía abuela, que no era lo bastante vieja como para haber sido una sufragista pero parecía la clase de mujer que lamentaba haber perdido esa oportunidad.

La tropa de ARRIA salió en fila, hablando entre sí en voz baja con aire indignado. Helen Blake y Amy Freeborn cogieron el estandarte naranja de la mujer cuervo que les habían hecho dejar fuera y las demás se pusieron detrás de ellas. Así, lo que había sido un grupo se convirtió en una marcha. «Venceremos -entonaban-. Algún día venceremos.» Marcharon detrás del estandarte hasta el patio de la comisaría. Lo cruzaron y salieron a High Street.

Joan Finch tenía sesenta y cinco años, quizá más. A Wexford no le sorprendió. Debía de haber pocas mujeres que se llamaran Joan y tuvieran menos de cincuenta años. Medio siglo atrás Joan ya empezaba a ser un nombre anticuado. Era Burden quien se había hecho la ilusión de que pudiera ser la joven que estaban buscando.

Les hizo pasar al lugar donde trabajaba, un cuartucho diminuto que seguramente habría sido construido para servir de trastero, y les enseñó la máquina de escribir, una gran Remington portátil tan vieja como ella. Hoy en día los dedos se encogerían ante semejante bosque de teclas de hierro. Había que tener unos músculos muy fuertes para moverlas.

Tal como había dicho Ovington, la había recogido el 26 de julio. No había duda de que era suya. Antes había pertenecido a su madre y se parecía tanto a una reliquia de familia como un reloj o una pieza de porcelana.

Lo único que les importaba a Wexford y Burden era que no se trataba de una Remington 315 portátil. La señora Finch no parecía capaz de entenderlo e insistió en llenarles media página de frases. Los Ovington habían hecho un buen trabajo. No se apreciaba ni un defecto o irregularidad.

Comieron en una pequeña vinatería que había a dos números de distancia. Pamela Gardner estaba sentada en una esquina comiendo con una amiga. Miró a Wexford con desdén. Su hija había participado en la marcha de aquella mañana, había cantado con tanto entusiasmo como cualquiera y bastante más alto que las demás, y le había saludado como si fueran viejos amigos. Edwina Klein iba a ir a la comisaría a las dos y media para hablar con él. Esto no era una de las condiciones con que había sido puesta en libertad bajo fianza, pero él sabía no le fallaría. Burden dijo:

– Sólo faltan tres semanas. -Se refería a la hija que esperaba-. Me han dicho que nacerá en el momento previsto, aunque no pueden asegurarlo con absoluta certeza.

– Saben menos cosas de lo que dan a entender.

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