Ruth Rendell - La Crueldad De Los Cuervos

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Cuando el marido de Joy Williams, una vecina del inspector Wexford, desaparece misteriosamente nadie imagina que el mundo de Joy se desmoronará por completo. En efecto, sin que ella lo supiese, su marido ocupaba un alto cargo en una empresa de pinturas, ganaba un abultado salario y, aún más desconcertante, estaba casado también con otra mujer. Joy lo creía un modesto vendedor de la empresa con unos ingresos mediocres y, desde luego, un marido modélico. Pero las cosas ya no tienen marcha atrás, pues el cadáver del bígamo ha sido hallado en las afueras del pueblo. ¿Suicidio? ¿Asesinato? ¿Quién era en realidad Rod Williams?… Una nueva incursión de la autora en los extraños entresijos de la mentalidad criminal.

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Wexford le preguntó cómo se había enterado de la existencia de la chica, pero en ese instante Marion entró con una bandeja con café, tres sándwiches de queso de aspecto poco apetitoso y tres pastas de crema. Wendy miró los sándwiches e hizo un gesto de negación con aire tembloroso y delicado.

Wexford volvió a hacerle la pregunta.

– Me lo confesó Rodney.

– ¿Así, por las buenas? ¿Usted no sospechaba nada y aun así él le confesó que estaba viéndose con una joven?

– Ya se lo he dicho.

– ¿Por qué se lo confesó? ¿Porque tenía intención de dejarla por ella tal como usted pensó luego?

Ella rió de la misma manera que ríe alguien que sabe un secreto que uno nunca podrá adivinar. Él insistió y ella puso cara de exasperación y repitió que ya se lo había dicho. No comió nada. Wexford tomó un sándwich y dejó el resto a Marion, que tenía buen apetito. Probablemente luego, pensó, Wendy Williams diría que le habían retenido varias horas en la comisaría y no le habían dado nada de comer.

Una vez más le preguntó acerca del 15 de abril a última hora de la tarde. ¿A qué hora había salido de Jickie para regresar a Pomfret? Martin, Bennett y Archbold habían interrogado a todo el personal de Jickie. No se acordaban. ¿Por qué habrían de acordarse dé aquella tarde en concreto? Una de las jóvenes que trabajaba en la caja de la sección de moda había dicho que si la señora Williams no había salido del edificio antes de las nueve, entonces se había retrasado mucho. Los jueves solía irse a las ocho y alguna vez incluso se había ido a las siete y media.

Wendy insistía en que había salido a las nueve. Como seguía en sus trece, Wexford decidió dejarlo. A continuación le dijo que tenía algo que preguntarle. Dado que su marido la dejaba sola constantemente y que durante dos meses ella había creído que la había abandonado, ¿no había trabado amistad con algún otro hombre?

– Para usted sería algo normal y natural. Es todavía una mujer muy joven. Y antes ha dicho que tenía la impresión de que le habían impedido disfrutar de la vida y de la juventud.

– ¿Está sugiriendo que yo mantenía una relación con otro hombre?

– Sería comprensible.

– Pues me parece algo repugnante, verdaderamente inmoral. Tengo que pensar en mi hija, ¿no? Tengo que darle ejemplo. El que Rodney se comportara de una manera tan despreciable no es motivo para que yo le imitase. Permita que le diga una cosa: siempre he sido fiel. Jamás he mirado a otro hombre, ni se me ha pasado por la cabeza.

Empezaba a conocerla y sus protestas ya no le sorprendían. No dijo nada más al respecto, pero se quedó pensando en ello. Ya había caído la tarde y Burden estaría poniendo en marcha el plan que habían concebido. Podía fracasar, por supuesto, y en caso de que funcionara, ¿qué revelaría o probaría? Ni siquiera sabía si esperaba que funcionase.

Entretanto le preguntó acerca de su vida, sus sentimientos, sus reacciones. Todavía no había dicho nada sobre la otra familia Williams. Estaba dispuesta a admitir que Rodney Williams había sido bígamo, pero cerraba los ojos a la existencia de su primera o verdadera esposa. Habría cabido esperar que la curiosidad pudiera con ella. ¿Se sentiría por encima de semejantes flaquezas humanas? Era una explicación posible.

– La señora Joy Williams -dijo Wexford adrede- tiene un hijo y una hija. Su hija y Veronica son muy parecidas. ¿Siente algo hacia estas personas? -Era consciente de que parecía un psicoterapeuta, aunque cualquier policía que practicara interrogatorios lo era en cierto modo. Aun así hizo una pequeña rectificación-: ¿No tiene interés en saber algo sobre ellas?

– No. -Se sonrojó una vez más. Tenía expresión de terquedad-. ¿Por qué habría de tenerlo? No significan nada para mí. Y Rodney no pudo quererles mucho.

– ¿Por qué dice eso?

Ella hizo un pequeño gesto con las manos para indicar que la respuesta era obvia. Wexford dijo que ya era suficiente por aquel día y que iba a llamar a un coche para que la llevaran a casa. Bajaron en el ascensor en el momento preciso, ya que cuando se abrieron las puertas Burden estaba avanzando por el suelo de baldosas blancas y negras con Joy Williams a su lado. Cuando las dos mujeres se cruzaron, Joy miró fijamente a Wendy y ésta contempló la pared que tenía delante como si fuera la muestra más fascinante de decoración de interiores desde las pinturas rupestres de Trois Frères.

Ofrecían un contraste grotesco y lastimoso, un contraste demasiado acusado como para ser real. Eran como los dibujos de un anuncio antiguo: la esposa que no utiliza crema facial, ni cera para el suelo, ni desodorante, ni pastillas de caldo concentrado, y la que sí lo hace. Joy llevaba una chaqueta de punto encima de un vestido de algodón con la mitad del dobladillo descosido. Todos sus zapatos tenían la peculiaridad de parecer zapatillas aunque no lo fueran. Wendy se tambaleó un poco sobre sus tacones, estiró el cuello y puso una expresión encantadora. Wexford olió una vaharada de White Linen procedente de ella; quizá estaba sudando. La ironía era que las dos mujeres habían sido rechazadas.

Burden y Joy entraron en el ascensor. Las puertas se cerraron.

– ¿Sabe quién es esa mujer?

– ¿Qué mujer? -preguntó Wendy.

– No estoy hablando de la agente Bayliss, sino de la mujer que acaba de entrar en el ascensor con el inspector Burden.

Ella enarcó las cejas y se encogió de hombros.

– Era la señora Joy Williams.

– ¿La esposa de Rodney?

– Sí -dijo Wexford.

– Aparentaba tener unos sesenta años.

Arriba Burden estaba preguntándole a Joy sobre la llamada de teléfono y la carta de dimisión. ¿Por qué había salido el 15 de abril a última hora de la tarde en lugar de quedarse en casa esperando a que llamara su hijo?

– No puedo estar siempre pendiente de él -respondió con amargura-. A él le da exactamente igual que yo esté esperando o no. Es idéntico a su padre: indiferente. Yo lo he hecho todo por él, he venerado el suelo que pisaba. Más me valdría no haberme molestado. ¿Sabe dónde está ahora? En Cornualles, de vacaciones. Así demuestra lo que le importa que su madre haya enviudado.

Tal vez fuera verdad. Tal vez se había dado cuenta por fin de lo que se consigue malcriando a un hijo. Habrían tenido una pelea, pensó Burden, un día antes de que Kevin volviera a la universidad. Podía imaginarse las cosas que se habrían dicho: «De acuerdo, ya verás la próxima vez que necesites algo», «Llama, llama, jovencito, pero no esperes encontrarme en casa». Sin embargo, nada hacía pensar que la adoración de la madre hubiera disminuido desde entonces.

– ¿Sabe usted quién era la mujer que iba con el inspector jefe Wexford?

– Puedo imaginármelo. -Soltó de nuevo una de sus estridentes risotadas-. Una fulana de medio pelo. No le alabo el gusto a Rodney.

Burden le preguntó si Sara tenía novio. Sorprendentemente, respondió que no lo sabía. Saltaba a la vista que le daba igual. Cuando se mencionaba el nombre de su hija, el odio ensombrecía su mirada.

– Después de todo lo que he hecho por ella -dijo Joy como si la conversación girara en torno a los sacrificios hechos por Sara y a la ingratitud de la joven.

Burden pidió que la llevaran a casa. Se sentía como delante de un muro.

Carol Milvey no estaba afiliada a ARRIA pero tenía dieciocho años y vivía a dos puertas de Joy Williams. Había sido su padre, el jefe de Mid-Sussex Waterways, quien había encontrado el bolso de viaje de Rodney Williams en Green Pond, una coincidencia que todavía no había sido explicada. El sargento Martin fue a verla. La entrevista fue corta, ya que el 15 de abril Carol Milvey había estado en cama aquejada de amigdalitis y había faltado dos días al instituto.

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