Ruth Rendell - La Crueldad De Los Cuervos

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Cuando el marido de Joy Williams, una vecina del inspector Wexford, desaparece misteriosamente nadie imagina que el mundo de Joy se desmoronará por completo. En efecto, sin que ella lo supiese, su marido ocupaba un alto cargo en una empresa de pinturas, ganaba un abultado salario y, aún más desconcertante, estaba casado también con otra mujer. Joy lo creía un modesto vendedor de la empresa con unos ingresos mediocres y, desde luego, un marido modélico. Pero las cosas ya no tienen marcha atrás, pues el cadáver del bígamo ha sido hallado en las afueras del pueblo. ¿Suicidio? ¿Asesinato? ¿Quién era en realidad Rod Williams?… Una nueva incursión de la autora en los extraños entresijos de la mentalidad criminal.

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– Exacto. Lo que han hecho ha sido comparar las del coche con las de su dormitorio, mejor dicho, dormitorios. Las otras huellas pertenecen a dos hombres desconocidos que podrían ser los que desmontaron a Greta, a Joy, a Wendy, a Sara, a Veronica y a dos mujeres o jóvenes que tanto podrían ser amigas de sus esposas e hijas como no serlo. El volante estaba limpio.

– Es lo que cabía esperar -comentó Burden.

A Nicola Tennyson, la amiga de Veronica, le encantó que le tomaran las huellas dactilares. No fue gran cosa lo que logró recordar del 15 de abril. Estaba segura de que a última hora de la tarde había estado cuidando de su hermano y también de que Veronica había ido a visitarla, pero no se acordaba de la hora. Veronica y ella iban a menudo la una a la casa de la otra, dijo.

Uno de los dos grupos de huellas dactilares no identificadas aparecidos en Greta resultó ser de ella.

13

Wheatley decía que la mujer que le había apuñalado era más alta de lo normal. Budd decía que como sólo la había visto sentada no podía precisar su estatura. Esto no era del todo cierto. La había visto salir huyendo con la bolsa al hombro. La bolsa era lo único que recordaba bien, aparte del detalle de que tenía el pelo rubio. La joven que había atacado a Wheatley tenía el pelo «castaño o tirando a rubio» y unos dieciocho o diecinueve años. Budd pensaba que su atacante tenía veinte, o veinticinco, o cualquier edad entre dieciocho y treinta.

En ambos casos las heridas habían sido causadas con una navaja grande. Aunque no tenía que tratarse necesariamente de la misma navaja, ni de la misma mujer. Wexford se preguntaba qué había en aquella bolsa. No creía que Budd se lo hubiera inventado. Budd no estaba dotado de la imaginación suficiente para hacer algo así. La bolsa existía sin dudas; una bolsa de basura de plástico negro. ¿Qué llevaría aquella mujer en ella? ¿Y por qué?

Aquella noche había llovido a raudales. Y aquellas bolsas eran muy útiles para evitar que se mojen las cosas. ¿Qué cosas habría evitado que se mojaran? Aquella parada de autobús era la más cercana que había al lugar donde había aparecido el cadáver de Rodney Williams. Pero éste ya llevaba seis semanas muerto cuando Budd había sufrido el ataque. Wendy Williams no era especialmente alta, pero era rubia y aparentaba menos edad de la que tenía. A Budd podía haberle parecido de veintipocos años.

Había empezado a disfrutar de una quincena de sus vacaciones anuales. Wexford se dijo que podría pasar la mayor parte de ellas en la comisaría de Kingsmarkham. Fue con el coche a recogerla.

Veronica se encontraba en el salón de color de frambuesa, sentada a la mesa de la superficie de cristal, hojeando un Vogue. Wexford pensó que parecía una adolescente en una película francesa de los años sesenta. No había visto muchas películas francesas de los sesenta, pero no podía evitar que se lo pareciera viendo su aspecto de muñequita, su pelo estilo paje, impecablemente cortado y recién lavado; su ropa (el vestido de tirantes amarillo pálido, la blusa blanca almidonada, la cinta azul con nudo de lazada, los calcetines blancos a la altura del tobillo, las sandalias azul cielo) que le hacía parecer más joven, la expresión de su cara, que era inocencia en un noventa y nueve por ciento y astucia en un uno por ciento.

– El otro día te vi jugando a tenis.

– Sí, yo también le vi a usted.

¿Por qué le había mirado de repente con cautela? ¿Por qué la expresión de ingenuidad había quedado ensombrecida por la inquietud?

– Juegas muy bien.

Eso ya lo sabía, no hacía falta que se lo dijeran. Le dirigió una sonrisa de cortesía y volvió al Vogue. Wendy Williams bajó por la escalera de caracol con paso lento, ofreciéndole la posibilidad de lanzar una mirada de voyeur a aquellas piernas bien torneadas enfundadas en unas finísimas medias que se perdían bajo el borde apenas visible de un encaje color crema. Wexford no estaba mirando, pero con el rabillo del ojo vio que se bajaba la falda como si hubiera estado haciéndolo.

Se había arreglado. Ahora las mujeres no se molestaban en arreglarse salvo para las ocasiones especiales o cuando iban a pasárselo bien. Era algo general, no sólo la manera que se tenía de ver las cosas en ARRIA. Él, por ejemplo, no se cambiaba el vaquero y la camisa que llevaba en casa para ir a la comisaría. Pero se trataba de algo a lo que Wendy Williams todavía no había llegado y quizá nunca llegaría. Probablemente ni siquiera tenía un vaquero. Y Veronica acabaría llevando ropa de diseño y comprando marcas como Vidal Sassoon o Gloria Vanderbilt. Wendy se había puesto un bonito vestido de algodón, uno de esos que hay que planchar mucho, un ancho cinturón de charol para demostrar que aún tenía la cintura de una adolescente y unos zapatos rojos de tacón que debían de apretarle.

El coche se llenó con su perfume. White Linen de Estée Lauder, pensó Wexford, a quien se le daba bien reconocer olores. Había decidido llevarla a su despacho, no a una sala de interrogatorio.

– No me ha contado mucho sobre la amiga que tenía su marido, señora Williams -dijo cuando llegaron.

– Le he contado todo lo que sé. Le he dicho que era una chica muy joven. Es todo lo que sé.

– Me parece que no. Seguro que recuerda algo más si hace memoria.

Una expresión de sigilo ensombrecía su rostro. ¿Por qué? ¿Por qué no quería revelarle la identidad de aquella joven?

– ¡Ojalá no le hubiera hablado de ella! -Estaba exasperada. Su tono era el que utiliza una madre al dirigirse a un hijo que le pide insistentemente un regalo que ella le ha prometido.

– Usted me dijo que había recibido una carta anónima.

Titubeó. Abrió la boca para darle una explicación, pero él le interrumpió.

– Pero no se la quedó. La quemó.

– ¿Cómo lo sabe?

– Señora Williams, voy a decirle lo que sé. En primer lugar, la gente sólo quema cartas anónimas en las novelas. En la vida real es posible que sientan cierto desagrado al leerlas o las aparten en señal de asco, pero no las queman. Entre otras razones porque la mayoría de la gente no tiene chimenea en casa. ¿Dónde quemaría usted algo?

No respondió. Su gesto de mal humor y fastidio la hacía parecer casi fea.

– Las personas que reciben cartas anónimas a veces prefieren no leerlas. Suelen guardarlas en un cajón por si acaso nosotros queremos verlas. O las tiran a la basura. Usted ha leído en alguna parte que lo que se suele hacer con una carta anónima es quemarla, ¿no es así? En una novela policiaca probablemente. Pero la verdad es que usted no ha recibido ninguna carta anónima.

– De acuerdo, no he recibido ninguna.

– ¿No le ha dicho nadie nunca que no hay que mentir a la policía?

No lo dijo con severidad. Su tono era casi de chanza. Pero eran las burlas, aun las suaves como aquélla, lo que ella no podía soportar. Enrojeció y apretó los labios testarudamente.

– No he dicho ninguna mentira. Había una chica. -Wendy quizá comprendió que él no iba a volver a hablar por un rato-. Era un perverso con las jóvenes. Para él no había nada más, y eso es lo que estropeó mi vida. -Levantó la voz, con un tono nervioso y lastimero-. Yo pensaba que estaba enamorado de mí cuando nos conocimos. Pensaba que me quería pero ahora sé que sólo le gustaba porque era joven. Y cuando me quedé embarazada de Veronica tuvo que casarse conmigo. Casarse… Es fácil casarse, ¿no? Uno puede hacerlo cuantas veces quiera. Jamás he disfrutado de la vida, ni de mi juventud. ¿Quiere saber una cosa? Tengo treinta y dos años y nunca me ha invitado un hombre a cenar en un restaurante decente. Nunca he viajado al extranjero. Nunca he tenido ropa aparte de la que me compro en Jickie a precio rebajado. ¡Ni siquiera tuve anillo de compromiso!

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