Ruth Rendell - La Crueldad De Los Cuervos

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Cuando el marido de Joy Williams, una vecina del inspector Wexford, desaparece misteriosamente nadie imagina que el mundo de Joy se desmoronará por completo. En efecto, sin que ella lo supiese, su marido ocupaba un alto cargo en una empresa de pinturas, ganaba un abultado salario y, aún más desconcertante, estaba casado también con otra mujer. Joy lo creía un modesto vendedor de la empresa con unos ingresos mediocres y, desde luego, un marido modélico. Pero las cosas ya no tienen marcha atrás, pues el cadáver del bígamo ha sido hallado en las afueras del pueblo. ¿Suicidio? ¿Asesinato? ¿Quién era en realidad Rod Williams?… Una nueva incursión de la autora en los extraños entresijos de la mentalidad criminal.

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– Ustedes dirán. Estoy a su disposición. -Sus grandes dientes blancos resplandecían cada vez que estiraba los labios-. ¿Quieren que les haga una muestra de la letra de todas las máquinas de escribir que tenemos? -Lo decía en serio. No estaba siendo sarcástico.

– Podemos hacerlo nosotros -respondió Burden-. Además, sólo nos interesan las 315.

En los estantes había dos más aparte de las tres que ya habían probado. «Basta sólo con tu brazo -escribió-. Asegurada está nuestra protección.» Ésta no tenía ningún desperfecto. «Las Atareadas tribus de la carne y la sangre, con todo su temor y su preocupación. Abajo las lleva la inundación, y se pierden en los Años que quedan por delante.» Ni un defecto.

– Gracias por su ayuda -dijo Wexford.

James Ovington dijo que había sido un placer y les dedicó tal sonrisa que sus dientes amenazaron con caérsele. Su padre frunció el entrecejo.

– Seguro que está en alguna acequia o en una laguna -dijo Burden.

– En cualquier sitio menos en Green Pond. Si no Milvey la habría encontrado. -Wexford volvió a recordar aquella inexplicada coincidencia. El vínculo que había entre Milvey y Rodney Williams no era Carol Milvey, ya que ésta había estado enferma de amigdalitis la noche en que Williams había muerto. ¿Entonces cuál era? Alguno tenía que haber. Wexford se negaba a creer que fuera una mera casualidad que Milvey hubiese descubierto el bolso de viaje de su vecino en Green Pond.

La coincidencia ya resultó algo extraordinario que escapaba a cualquier explicación racional cuando al día siguiente Milvey le llamó y le dijo que había encontrado, no una máquina de escribir, sino un gran cuchillo de cocina en una pequeña laguna decorativa de la finca Green Pond Hall.

Las tres lagunas del antiguo jardín acuático, que ahora se encontraba en estado silvestre, habían quedado obstruidas por la tierra y la fina arena que arrastraban las corrientes. Los hombres de Wexford habían limpiado las lagunas durante las batidas llevadas a cabo en la finca, pero en el tiempo transcurrido desde entonces los sedimentos habían vuelto a obstruirlas. El futuro criador de truchas había vuelto a llamar a Mid-Sussex Waterways para tratar de hallar una solución al problema del estancamiento del agua.

¿Habían dejado el cuchillo allí después de la batida de la policía? ¿O lo había arrastrado el agua desde algún lugar situado corriente arriba? Era un cuchillo con una hoja de quince centímetros y un mango de plástico color marfil. La punta estaba afilada y tenía un aspecto intimidador. Aunque en los agujeros de los remaches había restos de barro gris, no había rastros de óxido en ninguna parte. Wexford mandó que lo enviaran al laboratorio forense de Stowerton. El vínculo Milvey seguía siendo un misterio para él. Lo tenía delante, al otro lado del escritorio, y no tenía ni idea de qué podía preguntarle. Le pasó por la cabeza la descabellada idea de que Joy Williams y Milvey hubieran sido amantes. Pero se trataba, en efecto, de una idea descabellada: el gordo y aburrido Milvey y Joy la desaliñada. No, imposible. Además, si Milvey estaba involucrado en la muerte de Williams, ¿qué motivo tenía para entregar el arma?

Al final tuvo que decir:

– ¿Se hace cargo, señor Milvey, de que tanto esta situación como su posición en ella resultan muy desconcertantes? El hombre que vive a dos puertas de la suya es asesinado y usted encuentra el bolso que llevaba cuando desapareció y luego el cuchillo que con toda probabilidad se utilizó para asesinarlo.

– Alguien tenía que encontrarlos -dijo Milvey, que no pareció comprender la insinuación del inspector.

– La población de Kingsmarkham ronda las ochenta mil almas.

Milvey le miró con expresión de tozuda estupidez y al final escupió:

– La próxima vez que encuentre algo que me parezca útil para la policía mantendré la boca cerrada.

Mientras el laboratorio forense comparaba las medidas del cuchillo con las de las heridas de Williams, Bennett Archbold y el sargento Martin hicieron pesquisas para averiguar su procedencia y confeccionaron una lista de 39 tiendas y almacenes de la zona en los que se vendían cuchillos de aquel tipo. Sin embargo, el único comercio en el que tenían aquella marca de cuchillos de carnicero en concreto era Jickie.

– Wendy Williams trabaja en esos almacenes -dijo Wexford-, pero también es verdad que todo el mundo va de compras allí. Martin va a preguntar en la ferretería si recuerdan que alguien haya comprado un cuchillo de carnicero recientemente. Imagínate lo que podemos sacar en limpio con eso. Además, llevan cinco años vendiendo esa marca. No hay razón para creer que el cuchillo fuera comprado expresamente para matar a Williams. De hecho, lo más probable es que no lo fuera.

– Sí, todavía no hemos pasado de la primera base -comentó Burden.

– No seas pesimista. Vente a pasar la tarde entre máquinas de escribir. Tengo una corazonada y quiero saber si es fundada.

Ovington padre estaba solo. Al principio trató de zafarse con el pretexto de que tenía mucho trabajo. Wexford le hizo saber amablemente que aquello podría interpretarse como obstrucción a la autoridad en el curso de sus investigaciones. Refunfuñando entre dientes, Ovington les llevó una vez más al almacén detrás de la tienda.

Andando entre los estantes, Wexford examinó las etiquetas que tenían las máquinas.

– ¿Emplea usted siempre este método de etiquetado?

– ¿Qué tiene de malo?

– No he dicho que tenga nada de malo. Me parece poco claro, eso es todo. Por ejemplo, ¿qué significa «P y L»? -Señaló las etiquetas de dos Smith Corona SX 440.

– Porter y Lamb, los del complejo -respondió Ovington. Se refería al complejo industrial de Sowington.

– ¿Y TML?

– Tube Manipulators Limited.

– ¿Y sabe siempre lo que estas iniciales o, mejor dicho, códigos, significan cuando devuelve las máquinas? ¿Sabe que P y L significa Porter y Lamb y no, por ejemplo, Payne y Lowell, la ferretería de High Street?

– No trabajamos para Payne y Lowell. -Ovington tenía expresión de asombro.

– Venga, usted me entiende. Con este sistema de etiquetado se pueden cometer errores. Me explico. «H. Finch» es una manera demasiado sencilla de indicar «Instituto de segunda enseñanza Haldon Finch».

– Cumple su función.

– Supongamos que tuviera un cliente que se llamara Henry Finch. ¿De qué manera evitaría confundir su máquina con las de Haldon Finch?

– No tenemos ningún cliente Henry Finch. Ésa es la manera.

Burden preguntó bruscamente:

– ¿Tienen algún cliente que se llame Finch?

– Tal vez.

Aquélla era la curiosa respuesta, o una versión de ella, que tantas veces Wexford había oído de testigos que comparecían ante un tribunal cuando no querían comprometerse con un «sí» concluyente. «Es posible», «cabría la posibilidad»… Con aquel traje viejo y mugriento, la camisa con el cuello abierto, la barbilla hundida en el pecho y con gesto de recelo, Ovington parecía alguien de poca confianza, alguien culpable, sospechoso y suspicaz que estaba de mal humor por el mero hecho de estarlo.

– Me gustaría comprobarlo.

– No tenemos ningún cliente que se llame Henry -dijo Ovington-. Se lo aseguro. Es una señora. Pero su nombre no empieza por «H».

– No me haga perder el tiempo, señor Ovington. -Estaba disfrutando.

– Le reparamos una Remington no hace mucho. Pero no era una 315. -Por fin, se rascó la cabeza y dijo-. Puedo comprobarlo en el libro.

– Podría ser ésta -dijo Wexford cuando él y Burden se quedaron solos-. Quizá se hayan equivocado y le hayan entregado la máquina equivocada.

– ¿No se habría dado cuenta ella?

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