Ruth Rendell - La Crueldad De Los Cuervos

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Cuando el marido de Joy Williams, una vecina del inspector Wexford, desaparece misteriosamente nadie imagina que el mundo de Joy se desmoronará por completo. En efecto, sin que ella lo supiese, su marido ocupaba un alto cargo en una empresa de pinturas, ganaba un abultado salario y, aún más desconcertante, estaba casado también con otra mujer. Joy lo creía un modesto vendedor de la empresa con unos ingresos mediocres y, desde luego, un marido modélico. Pero las cosas ya no tienen marcha atrás, pues el cadáver del bígamo ha sido hallado en las afueras del pueblo. ¿Suicidio? ¿Asesinato? ¿Quién era en realidad Rod Williams?… Una nueva incursión de la autora en los extraños entresijos de la mentalidad criminal.

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Diez afiliadas más de ARRIA habían quedado libres de sospecha, tanto en relación al 15 de abril como en relación a la noche en que Brian Wheatley había sido acuchillado en la mano. Había llegado agosto y la gente empezaba a irse de vacaciones, las afiliadas de ARRIA incluidas. La familia Anerley y su hija pelirroja, Nicola, se habían ido a Francia al acabar el curso académico y no se esperaba que volvieran hasta el 12 de agosto, fecha en que estaba previsto que Materiales de Oficina Pomfret S. A. volviera a abrir después de dos semanas de vacaciones, una versión meridional de las wakes weeks [8]del norte del país, indicó Wexford. Si las máquinas de escribir que faltaban en Haldon Finch las reparaban en el vecindario, Materiales de Oficina Pomfret tenía que ser el establecimiento que se ocupaba de ello.

El departamento de secretariado del Sewingbury Sixth Form ya había sido investigado. Tenían varios microordenadores ACT Apricot y cuatro procesadores de textos especializados, además de cuatro modernísimas máquinas de escribir Brother. La única máquina de escribir que había en el edificio de la Kingsmarkham High School estaba en el despacho de la secretaria.

Kevin Williams regresó de Cornualles y volvió a irse junto con seis compañeros de acampada a las islas del Canal. Los Harmer y el novio de Paulette fueron a pasar una semana al norte de Gales, dejando a cargo de la tienda y el laboratorio a un farmacéutico indio y su esposa, que tenían un buen currículo pero se encontraban en paro. Sara no fue a ninguna parte. Se quedó en casa, esperando los resultados de los exámenes del bachillerato superior, que se harían públicos la segunda o tercera semana del mes, después de las notas de la universidad y antes de las del bachillerato elemental.

– No puedo evitar preguntarme si todavía existirá el bachillerato superior cuando nuestra hija crezca -comentó Burden. Últimamente hablaba con cautela y torpeza acerca de la niña que esperaba, pero como si su nacimiento fuera una certeza y su futuro estuviera más o menos asegurado-. Para cuando quiera ir a la universidad ya seré un anciano. Bueno, habré cumplido los sesenta. Estaré jubilado. ¿Te acuerdas de cuando tenías que cumplimentar todos esos papeles para solicitar una beca y pedirle a tu jefe que avalara tus ingresos? Aunque supongo que para entonces ya lo harán todo por ordenador. Utilizarán un Apricot del siglo xxi o algo así.

– O un Apple -dijo Wexford-. ¿Por qué los fabricantes de ordenadores pondrán a sus productos nombres de frutas? Seguro que esto tiene alguna explicación de tipo freudiano. -Burden puso expresión ausente-. A propósito de explicaciones sorprendentes -se apresuró a añadir Wexford-, ¿te has dado cuenta de que hay un aspecto de este caso al que no hemos prestado atención? El móvil. Apenas se ha hecho mención de él.

Burden le miró como si fuera a decir que la policía no tenía por qué preocuparse de los móviles y que los autores de los crímenes con frecuencia declaraban tener móviles increíbles o poco convincentes. Sin embargo, preguntó con tono vacilante:

– ¿No habíamos concluido que a Williams lo mató alguien en lo que ARRIA denominaría defensa propia?

– Pero hay una dificultad: si asumimos, tal como estamos haciendo, que la mujer o joven que hizo la llamada y escribió la carta de dimisión es la misma con la que Williams estaba viéndose, ¿qué necesidad tenía de defenderse contra él? Budd y Wheatley fueron atacados porque se insinuaron sexualmente. Sin embargo, si esta chica salía con él, es de suponer que aceptaba sus insinuaciones.

Con el tono remilgado que le caracterizaba, Burden respondió:

– Eso depende de la naturaleza de las insinuaciones.

– ¿Qué quieres decir? ¿Que eran de tipo sádico o que él quería ponerse su camisón? No hay indicios de que Williams tuviera ese tipo de caprichos. ¿Además no estás olvidando algo? Da la impresión de que el asesinato fue premeditado. A Williams se le administró un somnífero antes de que le acuchillaran. Me resulta difícil admitir la hipótesis de que un día Williams sugiriera a su chica que tuviesen relaciones sexuales de una manera nueva y atrevida y ella sustituyera sus pastillas para la tensión por un sedante y le apuñalara ocho veces con un cuchillo de cocina mientras dormía.

– ¿Entonces qué móvil sugieres?

– Ninguno. No creo que su amiga le matara para deshacerse de él, ya que todo lo que tenía que hacer era decirle que se largara, que volviera con su esposa o, mejor dicho, con sus esposas. Además, aunque habría podido matarlo sola, habría sido incapaz de deshacerse del cuerpo sin ayuda de alguien. ¿Una joven con un marido o un novio celoso? Las afiliadas de ARRIA no tienen maridos. Y en teoría no pueden comprometerse con los hombres al extremo de que pueda darse un triángulo de celos. De todos modos, ¿pertenece esta joven a ARRIA? ¿Existe realmente?

– Si uno pudiera leer el libro del destino… -dijo Burden sin darse cuenta de que aquella frase era una cita y de que había dejado de pensar en el caso Williams.

– Si se pudiera ver -dijo Wexford-, el joven más feliz, al contemplar su desarrollo, cerraría el libro, se sentaría y moriría…

Fue a casa a recoger a Dora y juntos fueron al teatro Olivier a ver a Sheila en El pequeño Eyolf.

14

Materiales de Oficina Pomfret S. A. abrió las puertas al público a las nueve y media de la mañana del 12 de agosto. El local consistía en una habitación en la que se atendía a los clientes y un gran almacén en la parte trasera. Al frente del negocio estaban dos hombres apellidados Ovington, Ovington padre y Ovington hijo. Edgar Ovington, el padre, admitió que su empresa se encargaba del mantenimiento de las máquinas de escribir del instituto Haldon Finch. Solían ocuparse de ellas durante las vacaciones de verano. Su hijo las había recogido un día antes de que acabaran las clases, el 26 de julio.

Wexford y Burden le siguieron hasta el almacén. Estaba lleno de máquinas de escribir, manuales, eléctricas y electrónicas. Estaban colocadas en largas filas sobre estantes de listones, todas marcadas con etiquetas de equipaje de las que se atan. Ovington señaló las de Haldon Finch: tres de ellas estaban en el estante de arriba y las otras dos en el de abajo. En las etiquetas ponía: «H. Finch.» Eran tres Remington 315 portátiles y dos Adler Gabrielle 5000. Burden le explicó a Ovington el motivo por el que estaban buscando una máquina en particular y qué distinguía a la máquina. Luego le pidió una hoja de papel. Ovington abrió un paquete de folios para cartas y sacó dos.

Sendas muescas en el vértice de la A y en la parte superior de la í y un borrón en la cabeza de la coma. Burden metió el folio en el carro de la primera máquina y escribió unos versos de «Oh, Dios, nuestra ayuda en épocas pasadas», el único himno que se sabía de memoria. No había ningún defecto. Y tampoco en la segunda máquina.

– ¿No les habrá puesto tipos nuevos? -preguntó Wexford.

– Ni siquiera las he tocado todavía -respondió Ovington.

Burden probó la tercera máquina. Estaba en perfecto estado. Las letras salían mejor que con las otras y a simple vista lo único a reparar eran dos teclas que tendían a atascarse.

– ¿Éstas son todas las máquinas del instituto Haldon Finch?

– Exacto. Lo etiqueto todo en cuanto me llega, por precaución.

– Comprendo. ¿Entonces no hay ninguna posibilidad de que una de estas máquinas haya ido a parar accidentalmente a manos de un cliente particular?

– Si en la etiqueta pone Haldon Finch, una máquina no puede ir a parar a manos de un cliente particular, ¿no le parece? -replicó Ovington.

Era un hombre adusto, irritable y suspicaz, siempre alerta por si alguien pudiera hacer alguna crítica injustificada a su habilidad o eficiencia. Cuando Burden le preguntó si podía probar las Remington 315 que pudiera haber entre las aproximadamente doscientas máquinas de escribir que tenía en el almacén, Ovington empezó a protestar. Su hijo James Ovington llegó al almacén en ese momento sonriente y con ganas de agradar. Era alto y corpulento, tan calvo como un huevo, y enseñaba toda la dentadura al sonreír.

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