Ruth Rendell - La Crueldad De Los Cuervos

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Cuando el marido de Joy Williams, una vecina del inspector Wexford, desaparece misteriosamente nadie imagina que el mundo de Joy se desmoronará por completo. En efecto, sin que ella lo supiese, su marido ocupaba un alto cargo en una empresa de pinturas, ganaba un abultado salario y, aún más desconcertante, estaba casado también con otra mujer. Joy lo creía un modesto vendedor de la empresa con unos ingresos mediocres y, desde luego, un marido modélico. Pero las cosas ya no tienen marcha atrás, pues el cadáver del bígamo ha sido hallado en las afueras del pueblo. ¿Suicidio? ¿Asesinato? ¿Quién era en realidad Rod Williams?… Una nueva incursión de la autora en los extraños entresijos de la mentalidad criminal.

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– Esto es innecesario -dijo Gardner con severidad.

Wexford le respondió que era una cuestión rutinaria y se sintió como un poli de las antiguas novelas policiacas de Cyril Hare.

La joven entró en la habitación sonriendo y tranquila. Wexford tuvo que pedir a los padres que les dejaran a solas. Así lo hicieron, pero a regañadientes. En un principio Pamela Gardner fingió no darse cuenta de qué quería decir. Cuando lo comprendió, mostró incredulidad y al final accedió de mal humor, cogiendo a su marido por el brazo como si los mismísimos cimientos de su hogar se vieran amenazados.

– ¿Has conseguido una plaza en la universidad? -preguntó Wexford a Jane.

– Oh, sí, gracias. Ya nos conocemos, ¿verdad? Nos vimos en la oficina de papá, ¿no? En realidad no pensaba que fuera a conseguirla. Ya me había matriculado en una escuela de secretariado de Londres por si acaso. Mi instituto no tiene un curso de secretariado.

A Wexford le vino a la cabeza el recuerdo de aquella joven cambiándose de ropa a la vista de toda la calle. En «la oficina de papá». Cuando se había girado y había visto que él la estaba mirando, no se había inmutado.

– ¿Conocías a Rodney Williams, Jane?

– Sí. De la oficina. Nos presentó papá. Era un hombre muy simpático, ¿sabe? -Sonrió con expresión evocadora y cierta tristeza-. Podía hacerte sentir como si fueras la única persona con la que merecía la pena hablar.

A Wexford le llamó la atención que por fin una persona dijera algo bueno de Rodney Williams. En cierto modo era una decepción.

– Imagino que sería igual con todas las chicas de mi edad.

¿Era una afiliada entusiasta de ARRIA? ¿Había formado parte del grupo disidente? ¿Solía llevar un arma? ¿Dónde se encontraba cuando Budd y Wheatley habían sido atacados y Williams asesinado? A las dos primeras preguntas respondió sin problemas; a la tercera, en cambio, se mostró indignada, con los ojos abiertos y la mirada de una persona temerosa de la ley. Para el 15 de abril tenía coartada: estaba trabajando de niñera. Para el ataque sufrido por Budd también: estaba visitando a su hermana recién casada. De lo que había hecho la noche en que habían atacado a Wheatley no se acordaba. Apartándose del tema, Wexford la sorprendió con una pregunta al parecer intrascendente:

– ¿Qué institutos tienen cursos de secretariado?

– Haldon Finch y Sewingbury Sixth Form. -Lo miró con seriedad-. A papá le ha disgustado mucho que sospeche de mí.

– No tiene por qué. Esto es algo rutinario.

– Bueno… -De pronto adoptó la actitud de la hija buena, sumisa, dócil y obediente-. Papá y mamá se oponen a que usted me tome las huellas dactilares.

Era de suponer que al decir «usted» se refería a la policía de Mid-Sussex. ¿O acaso pensaba que había venido pertrechado con tampones y chismes variopintos?

La señora de la limpieza, que se había cambiado el delantal por un peto bastante elegante, le acompañó a la puerta. Ni rastro de Miles o Pamela. Donaldson lo llevó a Kingsmarkham y lo dejó delante de su propia casa. Dora, que ya se había arreglado, estaba hablando con Sylvia por teléfono.

Pasó cerca de ella y la besó en la mejilla. Ella le devolvió el beso, movió los labios para hacerle ver que tenía que darse prisa y siguió hablando con Sylvia. Wexford subió al piso de arriba y se puso el que consideraba su mejor traje. Aunque era gris como los demás, era el último que se había comprado y el que mejor aspecto tenía. Cuando se jubilara, no volvería a ponerse un traje, ni siquiera para ir al teatro.

En el tren le habló a Dora de los Gardner y le dijo que tenía la sensación de que no iban a invitarles a más fiestas en su jardín. Ella le preguntó si acaso tenía importancia. Le daba igual. Y a él también debería darle igual. Debería relajarse, sobre todo aquella noche.

– Me gustaría haber leído la obra.

– No has tenido tiempo.

– Siempre puede encontrarse tiempo para lo que uno desea hacer -respondió Wexford.

De hecho ni siquiera conocía el argumento de Los Cenci y de su historia sólo sabía que había estado prohibida en los teatros ingleses largo tiempo. Durante unas vacaciones en Italia él y Dora habían visto el retrato de Beatriz Cenci pintado por Guido Reni que había en la Galleria Nazionale de Roma, aunque él no lo habría asociado con la obra si Sheila no le hubiera dicho que iban a reproducirlo en el programa. Habría sido una buena idea leer la obra. O Beatriz Cenci de Moravia, una novela quizá más entretenida.

En un principio la obra amenazó con no ser entretenida en absoluto. Shelley no era Shakespeare, pensó Wexford aun siendo consciente de que él no era un especialista. Además, al escribir una tragedia de cinco actos en pentámetros yámbicos no rimados, ¿no había demostrado llevar doscientos años pasado de moda? Pero entonces apareció Sheila, que no se parecía nada al retrato pero llevaba un gorrito sobre sus dorados cabellos y un vestido gris y blanco, y Wexford se olvidó de todo, incluso de la obra, a causa del apasionado orgullo que sentía por ella. Su forma de actuar tenía la peculiar virtud, que tanto los críticos como él habían advertido, de dar claridad a los versos oscuros o perifrásticos, de tal suerte que sus entradas en escena siempre parecían arrojar luz sobre lo arcano. Así era como estaba actuando ahora y así fue como continuó. A Wexford le bastaba con atender para entenderlo todo. El argumento y el fin de la obra fueron aclarándose y el estilo de Shelley dejó de ser un anacronismo.

El efecto en Dora no fue tan satisfactorio.

En el entreacto, mientras bebían una copa de vino, le susurró a Wexford:

– Ya veo que no estoy enterándome mucho de lo que sucede. No se trata sólo de que ya no pueden soportar la severidad del anciano, ¿verdad? De lo contrario Sheila no habría irrumpido en escena gritando que tiene los ojos llenos de sangre.

– Su padre la ha violado. -Wexford reparó en lo que acababa de decir y rectificó-: El conde Cenci ha violado a su hija Beatriz.

– Ah, claro. Ya entiendo. Pero no resulta muy claro, ¿no?

– Imagino que Shelley no podía permitirse decirlo de forma expresa. De hecho, debió de ser el tema del incesto lo que provocó la prohibición de la obra.

Mientras esperaban a que levantaran el telón y diera comienzo el cuarto acto, Wexford leyó la nota acerca de los datos históricos en que se basaba la obra, escrita por un eminente historiador para el programa. Beatriz, su madrastra y su hermano habían sido ejecutados por el asesinato del conde Cenci. Lo habían asesinado de verdad. Todo aquello había ocurrido. Guido Reni había pintado el retrato cuando Beatriz estaba en la cárcel. Luego la habían torturado para obligarle a confesar.

Wexford llegó a la conclusión de que aquélla no era la clase de obra que uno desearía volver a ver o leer o de la que querría recordar algún verso. Cuando terminó fueron a los camerinos. Siempre lo hacían. Aunque ahora llevaba vaquero y jersey, Sheila tenía todavía la cara cubierta de una brillante máscara de maquillaje blanco y el pelo recogido en un moño para la ejecución tal como cuando había declamado:

Toma, madre, átame

el cinto… Señor,

estamos preparados.

Bien, está muy bien.

De regreso a casa, Dora se quedó dormida en el tren y Wexford se dedicó a pensar en algo tan prosaico como las máquinas de escribir.

Fue el conserje del instituto Haldon Finch quien, tras ser avisado por teléfono por el Departamento de Educación del Condado, les enseñó el lugar. Wexford ya había estado en el centro años atrás, cuando el núcleo de aquellos edificios aún constituía el viejo instituto del condado. A éste se habían añadido ahora los edificios contiguos (el antiguo dispensario y centro de salud), así como el amplio salón de actos nuevo, el complejo de cristal y baldosa azul donde estaban las aulas, el conservatorio y sala de conciertos, y el polideportivo, con su rotonda de techo dorado sobre el que relucía el sol.

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