Ruth Rendell - La Crueldad De Los Cuervos

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Cuando el marido de Joy Williams, una vecina del inspector Wexford, desaparece misteriosamente nadie imagina que el mundo de Joy se desmoronará por completo. En efecto, sin que ella lo supiese, su marido ocupaba un alto cargo en una empresa de pinturas, ganaba un abultado salario y, aún más desconcertante, estaba casado también con otra mujer. Joy lo creía un modesto vendedor de la empresa con unos ingresos mediocres y, desde luego, un marido modélico. Pero las cosas ya no tienen marcha atrás, pues el cadáver del bígamo ha sido hallado en las afueras del pueblo. ¿Suicidio? ¿Asesinato? ¿Quién era en realidad Rod Williams?… Una nueva incursión de la autora en los extraños entresijos de la mentalidad criminal.

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Ninguna lo hizo. No parecían asustadas o sentirse culpables. Sin embargo, Wexford creyó ver una expresión de cautela en un par de ellas.

– Voy a darle un ejemplo de nuestro estatuto -dijo Eve-. No tiene nada de confidencial. A nadie se le impide saber qué hacemos, ni a hombres ni a mujeres. ¿Tiene hijas?

– Son bastante mayores que vosotras.

Ella le miró fijamente para formarse un juicio.

– Bueno, es lógico, ¿no? De todos modos, la edad no tiene importancia en ARRIA.

El estatuto estaba mecanografiado y fotocopiado. Wexford se fijó en que el vértice de la A y la parte superior de la t no mostraban defecto alguno. Se lo metió en el bolsillo con intención de leerlo más tarde, con tranquilidad. Sara Williams, advirtió, observaba todos y cada uno de sus movimientos. Entonces se dio cuenta de que la joven rubia y grande que se llamaba Helen era la pareja con la que Eve había jugado el partido de tenis.

– Si es cierto que la reunión ha terminado -le dijo a ésta-, me gustaría hablar contigo un minuto.

La viveza con que el policía había sustituido el tono tranquilo y jocoso mantenido hasta ese momento pareció sorprender a la joven. Se mesó su melena de pelo púrpura y dijo:

– Vale, si eso es lo que quiere. A solas, ¿no? -Soltó una risilla y añadió-: ¡A casa, mujeres!

Amy dijo:

– Bueno, creo que voy a… -Y se alejó parsimoniosamente en dirección a la puerta.

Todas comenzaron a despedirse como suelen hacerlo las jóvenes, sean feministas o conservadoras. Helen y Donella se dieron un fuerte abrazo de oso y acabaron riendo entre dientes y apoyando la cabeza la una en el hombro de la otra. Sara cruzó los brazos y atravesó la habitación con algo parecido a pasitos de baile. Jane se echó al hombro el bolso, que llevaba lleno de copias del estatuto de ARRIA, y puso cara de agonía como si pesara una tonelada. Nicky se había quedado ensimismada y se comportaba como una sonámbula, de modo que en lugar de decir algo o detenerse un momento antes de salir, levantó una mano lánguida y ondulante a modo de despedida cuando traspuso la puerta.

Cuando se quedó solo con Eve, Wexford dijo:

– Me has mentido.

– No es cierto.

– ¿Por qué me dijiste que tu novio no podía venir aquí debido a que compartías el dormitorio con tu hermana? Esta casa es enorme y, además, tus padres no suelen parar mucho en ella. Lo que tú me contaste en cambio fue que lo que a tu novio le impedía venir aquí era la falta de espacio, y con ello querías decir falta de intimidad.

– Bueno -dijo ella con una mirada taimada-. Eso puedo explicarlo. La respuesta puede encontrarla en nuestro estatuto. Artículo 4.

Wexford se sacó el ejemplar del bolsillo. Ahí estaba: artículo 4: «Las mujeres (no las socias a ARRIA, observó, sino “mujeres”, como si la asociación incluyera a toda la población femenina del mundo) evitarán la compañía de los hombres siempre que sea posible, pero caso que la presencia de éstos sea necesaria por motivos sexuales, biológicos, comerciales o profesionales, es conveniente y deseable que las mujeres acudan a donde estén ellos en lugar de permitir que sean ellos los que acudan a donde estemos nosotras.»

– Pero ¿por qué?

– Caroline y Edwina, la especialista en lenguas clásicas que está en Oxford, dicen que es algo parecido a cuando un sultán va de visita a su harén. Es un asunto que hay que pensar con detenimiento, ¿sabe? Cuando una lo hace, se da cuenta de lo que quieren decir.

– ¿De modo que por eso fuiste a Arnold Road, a casa de tu novio? ¿Su presencia era necesaria para ti por motivos sexuales o biológicos?

– ¿No es ésa la razón por la que los hombres suelen ser necesarios para las mujeres?

– Hay otras maneras de expresarlo. Maneras más estéticas, diría yo. Más civilizadas.

– Oh, civilizadas -ironizó ella-. Fueron los hombres los que hicieron la civilización y no se puede decir que sea gran cosa, ¿no?

Wexford decidió dejarlo.

– ¿Sabías que Sara Williams es la hija del hombre asesinado al que pertenecía el coche que viste en Arnold Road?

– Antes no lo sabía, pero ahora sí. Mire, sólo la conozco por ARRIA y no conocía a su padre. Ni siquiera sabía si tenía padre o no.

Wexford aceptó la respuesta.

– La señorita Peters no me ha dicho gran cosa sobre esta asociación que tenéis, ¿no te parece? Sólo que es un movimiento que se ha extendido como la pólvora y que tiene miembros en los institutos de la zona. ¿Qué me puedes decir sobre…? ¿Cómo podría llamarlo…? ¿La parte esotérica? ¿Cómo os afiliáis? ¿Hay que pagar una cuota? ¿Hay algún tipo de ritual como en la masonería?

– No necesitamos dinero -respondió Eve-, por lo que no hay suscripción. ¿De dónde íbamos a sacarlo además? La mayoría de las afiliadas van todavía al instituto. Tendríamos que pedírselo a nuestros padres y eso no está permitido. Lea el artículo 6: dependencia. Lo único que cuesta dinero son las fotocopias, pero nos salen gratis porque las hace Nicky con la Xerox de su padre por la noche, cuando él duerme.

Lo dijo con ironía, pero Wexford no hizo ningún comentario al respecto.

– ¿Puede afiliarse cualquiera?

– Cualquier mujer soltera mayor de dieciséis años. Evidentemente una mujer casada ya ha capitulado y además le sería imposible cumplir nuestras normas.

– Eso excluye a mis hijas.

Ella no le hizo caso.

– Yo soy un miembro fundador. Cuando comenzamos hacíamos cosas raras. Edwina quería celebrar ceremonias dé iniciación, algo así como bautismos de fuego, ¿sabe a lo que me refiero?

– ¿De qué tipo?

Tenía verdadera curiosidad, pero al mismo tiempo temía que ella no tardara en darse cuenta de que estaba pasando demasiado tiempo innecesariamente en compañía de un hombre. Ella meditó la respuesta en silencio, con expresión pensativa. No era una joven bonita, aunque quizá eso no tuviera importancia ahora, en una época en que a la belleza no se le daba valor. Eve tenía una de esas caras sin mentón, de nariz larga, los labios abultados y piel tersa. Tenía la frente arrugada o, mejor dicho, fruncida. Era la gente mayor la que tenía arrugas. El fruncido de Eve era como un pliegue en un pedazo de terciopelo color crema.

– Hubo algunas que compartían sus ideas -dijo-. Era una feminista radical. Solía decir que no podíamos hacer una revolución según los principios marxistas debido a que Marx era un hombre. Decía que el sexo es política y que la única manera de alcanzar la libertad era que todas las mujeres fueran lesbianas. Cualquier comportamiento heterosexual era un modo de colaborar con el enemigo. Ni siquiera Caroline Peters llegaba tan lejos.

– Ibas a contarme lo de las ceremonias de iniciación.

Eve parecía reacia a abordar aquel tema.

– Como consecuencia de todo ello formaron un grupo disidente. Sara, la del padre asesinado, era una de ellas, y Nicky Anerley también. Una de las cosas a las que se oponían era a ser educadas con el otro sexo. Querían que hubiera institutos y universidades dirigidas por mujeres y que sólo tuviesen profesoras. Eso sería lo mejor, desde luego, lo ideal, ¿entiende?, pero resulta un tanto utópico.

– Sobre todo si se tiene en cuenta que fue hace pocos años que las mujeres consiguieron ser admitidas en ciertas universidades de hombres y en Oxford en concreto.

– Eso no viene al caso. Se trataría de echar a los hombres por completo. Edwina y el resto de las que iban a institutos mixtos querían hacer huelga hasta que éstos accedieran a no admitir hombres. Pero Caroline no lo aceptó. Supongo que tenía miedo de perder su trabajo.

– ¿Y eso causó la ruptura del grupo?

– Bueno, en parte. Ocurrió durante el verano y el otoño del año pasado, pero el asunto quedó zanjado cuando Edwina fue a Oxford en octubre y las demás empezaron a volver poco a poco. Da igual que se lo cuente; al fin y al cabo era una especie de fantasía. Edwina decía que una mujer tiene que matar a un hombre para demostrar que es una verdadera feminista. -Eve lo miró con cautela-. Con esto no quiero decir que toda mujer que quisiera afiliarse a ARRIA tuviera que matar un hombre. La idea era que se formaran grupos de tres o cuatro mujeres para…

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