Kevin había terminado las clases el día anterior y había vuelto a casa. Pero no para quedarse, le aseguró a Wexford cuando permanecieron a solas en el austero comedor. Debía quedarse unos días por su madre, pero a la semana siguiente tenía intención de llevar adelante el plan que se había trazado unos meses atrás, que consistía en ir a Cornualles a pasar unos días en casa de un amigo y a continuación a Francia a hacer camping. Cuando Wexford le pidió la dirección de su amigo de Cornualles, se quedó perplejo.
– Sería mejor que no abandonaras el país por el momento.
– No puede obligarme a que me quede. No tengo nada que ver con la muerte de mi padre.
– Dime qué hiciste la noche del jueves 15 de abril.
– ¿Ese día murió? -El aire de despreocupación dio paso a la irritación. De mal humor, era el vivo retrato de su madre.
– Soy yo quien hace las preguntas, Kevin.
Aunque no lo había dicho con brusquedad, el joven reaccionó como si nadie le hubiera hablado nunca de aquella manera. Arrugó la frente e hizo con los labios una mueca de disgusto.
– Sólo era una pregunta. Era mi padre.
Al oír su tono de pesadumbre artificial y fingida, Wexford comprendió de repente que a ningún miembro de aquella familia le había importado lo más mínimo Rodney Williams. Como tampoco a los miembros de la otra familia. No había sido una persona querida. En este sentido, al menos, se había llevado su merecido.
– ¿Qué ocurrió aquella noche? ¿Qué hiciste?
– Llamé a casa, supongo -dijo con la misma despreocupación de antes-. Llamo a casa todos los jueves; de lo contrario mi madre se pone nerviosa.
– ¿Llamas desde la universidad?
– No, los teléfonos están siempre estropeados y es un agobio encontrar uno que funcione y esté libre. Salgo a la calle a llamar. Bueno, dos o tres lo hacemos. Vamos a un pub. Llamo a casa a cobro revertido.
– Seguramente te acordarás de ese jueves si te digo que fue el primero después de las vacaciones de Semana Santa.
El joven puso cara de concentración tratando de hacer memoria. Wexford estaba convencido de que lo sabía perfectamente bien.
– Sí, me acuerdo. Llamé a casa a eso de las ocho y media. Supongo que no le importará que no lo recuerde con exactitud. Mi madre había salido. Hablé con Sara.
– Debió de sorprenderte que tu madre no estuviera en casa esperando tu llamada.
– Sí, claro. Como ya se habrá fijado, se le cae la baba conmigo. -Encogió los hombros exageradamente y añadió-: Raro, aunque no era la primera vez que pasaba.
Kevin volvió a indignarse cuando Wexford le preguntó cómo se llamaban los chicos que le habían acompañado al pub. Pero su reacción no fue más que una fanfarronada, un inútil intento de poner dificultades. Tras decir unas palabras de protesta, Kevin le dijo los nombres.
– ¿Cómo te llevabas con tu padre?
– No había comunicación. No hablábamos. Una situación típica, ¿no?
– ¿Y tu padre y Sara?
Reaccionó con brusquedad. Su respuesta fue exactamente la que podría haber dado un joven de la edad de Kevin cien años atrás. Al menos según la literatura.
– ¡No meta a mi hermana en este asunto!
Wexford hizo un esfuerzo por no reírse.
– Por ahora eso voy a hacer.
Encontró a Joy y a su hermana interrogando a Martin a fondo acerca de Wendy Williams. Las jóvenes, las dos primas, se habían ido. Martin estaba respondiendo con monosílabos y puso cara de alivio cuando vio entrar a Wexford. Joy dejó el interrogatorio y, al ver que el inspector estaba solo, preguntó «¿Dónde está mi hijo?», como si pensara que Wexford lo había arrestado y encerrado en el coche de policía.
Iba a ser la primera vez que se reunía con Miles Gardner desde el descubrimiento del cadáver de Rodney Williams. El y Burden estaban esperándole en su despacho. La habitación, con sus paredes recubiertas de madera, estaba oscura a pesar de que hacía un día luminoso. En el alféizar de la ventana había un tiesto de cobre con altramuces de Russell. Wexford cogió la fotografía de la familia de Gardner que éste tenía sobre la mesa y la miró con expresión dubitativa.
– Creo que me he vuelto sensible a las adolescentes -comentó-. Las veo por todas partes.
– No se olvide de lo que nos dijo la profesora de gimnasia.
– No creo que corra peligro, aunque las relacionadas con este caso son todas muy bonitas. La actitud de Williams resulta casi comprensible.
– No era más que un viejo verde -dijo Burden, olvidándose al parecer de que sólo era tres años más joven que Williams.
– Una forma de vida tentadora pero que conduce a la maldición eterna.
Gardner entró en ese momento, disculpándose por la tardanza. A continuación expresó de forma poco convincente su tristeza por la muerte de Williams. Wexford le escuchó con paciencia y luego dijo:
– Si está libre para comer, podríamos ir al Old Flag.
Pero Gardner, muy a su pesar, no podía.
– Le he prometido a mi hija Jane, la menor, que comería con ella. Hoy no asiste al instituto porque tiene una entrevista en la universidad de aquí. Es una chica nerviosa y lo va a pasar mal, de modo que la he sobornado ofreciéndole una comilona.
La Universidad del Sur se encontraba en Myringham. Otra chica de dieciocho años…
– Es muy posible que le den una plaza -dijo Gardner. Luego añadió con una mezcla de orgullo y pesar-: Se acabaron nuestras vacaciones en el extranjero durante los próximos tres años.
Wexford le dijo que le gustaría hablar con Christine Lomond y, a ser posible, en el antiguo despacho de Williams. Gardner le llevó a él personalmente en el pequeño y lento ascensor que tenían en el edificio. En el despacho había dos escritorios y dos máquinas de escribir, una Sierra 3400 y una Olimpia 100. Pero aquel lugar estaba «libre de sospechas» en lo que se refería a las máquinas de escribir. Martin ya se había ocupado de comprobarlo. La joven secretaria llegó poco después, reluciente con un traje rojo geranio, una blusa color verde oscuro, un romboide de cristal verde colgado de una cadena y en la muñeca izquierda un reloj con una correa roja y verde. En el pelo tenía unas mechas que, según le había dicho su hija Sylvia, se llamaban reflejos oscuros, aunque él no se lo acababa de creer y pensaba que seguramente le había gastado una broma. Las uñas de Christine Lomond eran del mismo tono carmín brillante que el nuevo color para puertas exteriores Buzón Sevenshine («Un rojo intenso y puro, sin una pizca de azul; un esmalte brillante y fuerte que aguanta perfectamente el viento y la intemperie»). Se movían sobre el archivador como si fueran escarabajos rojos.
Wexford le había pedido que buscara muestras de textos mecanografiados por Williams, cualquier informe, tasación o borrador incluso que hubiese podido dejar en el despacho. Ella le dijo que cualquier cosa de ese tipo estaría escrita a mano. Lo que encontró fueron dos o tres hojas manuscritas, y luego varias más que, según le dijo, probablemente habrían sido mecanografiadas en la Olympia, aunque utilizando una margarita diferente, de manera que los tipos serían distintos. Wexford se sintió muy interesado, pues le pareció que el vértice de la A mayúscula mostraba un defecto.
El experimento, sin embargo, sólo le demostró que no sabía nada sobre máquinas de escribir o, en cualquier caso, sobre los recientes adelantos tecnológicos en ese campo. Los dedos blancos de uñas rojas metieron una hoja de papel en la máquina, la encendieron, la apagaron, extrajeron la margarita, colocaron otra y rápidamente produjeron un facsímil de las cuatro primeras líneas de la previsión de ventas hecho por Williams para los tres primeros meses del año.
– Está empezando a fallar -comentó Christine Lomond-. Será mejor que pongamos una nueva margarita. -Sacó la estropeada y la arrojó a la papelera.
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