Ruth Rendell - La Crueldad De Los Cuervos

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Cuando el marido de Joy Williams, una vecina del inspector Wexford, desaparece misteriosamente nadie imagina que el mundo de Joy se desmoronará por completo. En efecto, sin que ella lo supiese, su marido ocupaba un alto cargo en una empresa de pinturas, ganaba un abultado salario y, aún más desconcertante, estaba casado también con otra mujer. Joy lo creía un modesto vendedor de la empresa con unos ingresos mediocres y, desde luego, un marido modélico. Pero las cosas ya no tienen marcha atrás, pues el cadáver del bígamo ha sido hallado en las afueras del pueblo. ¿Suicidio? ¿Asesinato? ¿Quién era en realidad Rod Williams?… Una nueva incursión de la autora en los extraños entresijos de la mentalidad criminal.

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Él y Wexford se encontraban en el coche, camino de la casa de Wendy Williams, donde iban a hablar con su hija. Donaldson había tomado un atajo para evitar el tráfico, y habían ido a parar al complejo deportivo.

– Vamos a salir un par de minutos a ver el partido.

Burden salió, aunque no sin poner reparos.

– Me siento raro si me pongo a mirar chicas. O sea, acabas preguntándote o, mejor dicho, ellas se acaban preguntando qué clase de pervertido puede ser el que se dedica a hacer algo así.

– ¿Qué pensarías tú si vieras a dos mujeres de mediana edad contemplando a dos jóvenes jugar al squash?

Burden lo miró de soslayo.

– Pues nada, ¿no? O sea, pensaría que serían sus madres o simplemente aficionadas al deporte.

– Exacto. ¿Y qué significa eso? Dos cosas. La primera, que, diga lo que diga el movimiento feminista, hay una diferencia fundamental entre los hombres y las mujeres en lo que se refiere a su actitud hacia el sexo. La segunda, que éste es un aspecto en el que las mujeres podrían afirmar, si se les ocurriera, que son superiores a nosotros.

– Pero has de reconocer que eso está cambiando. ¿Qué me dices si no de todas esas discotecas en que los hombres se desnudan ante un público de mujeres?

– La actitud es diferente. Los hombres van a un espectáculo de striptease y se quedan mirando boquiabiertos en medio de un silencio tenso.

– ¿Y las mujeres no?

– Las mujeres se ríen, según parece -dijo Wexford.

Una de las tenistas era Eve Freeborn. La reconoció por el color púrpura de su pelo. Su compañera era una chica morena y delgada y sus contrincantes una rubia grande y corpulenta y una morena y delgada que llevaba gafas. Las cuatro estaban en la cancha situada más cerca de la calle. Wexford pudo ver lo suficiente de las otras dos pistas y las otras cuatro parejas como para cerciorarse de que Sara Williams no se encontraba entre ellas. Sara no iba a Haldon Finch, claro. Esto habría supuesto un riesgo excesivo para Rodney Williams. Pero si se trataba de un encuentro, la mitad de aquellas chicas tenían que ser de otro instituto. En las sillas del arbitro había tres mujeres jóvenes sentadas que tenían pinta de ser profesoras de educación física.

Wexford se dio cuenta enseguida de que ninguna jugaba bien. ¿Habría bajado el nivel desde la época en que él iba a ver a Sylvia y Sheila jugar a tenis? No, no se trataba de eso. Era la televisión. Ahora uno veía tenis en la televisión. Semana tras semana retransmitían campeonatos del más alto nivel celebrados aquí, en Europa o en Estados unidos, y a uno se le echaba a perder el gusto por el verdadero tenis, el que se jugaba en el lugar donde uno vivía. Una lástima. Uno acababa irritándose al ver la frecuencia con que no llegaban a la pelota. Eve Freeborn sacaba bien, con fuerza. Podría haber hecho varios tantos directos de saque si no hubiera mandado la pelota más allá de la línea. Su contrincante, la que llevaba gafas, era la peor jugadora de las doce: lenta de piernas, su servicio dejaba que desear y lanzaba globos, convirtiéndose así en un blanco fácil para los mates de Eve.

– Dos bolas de partido -dijo Burden, que seguía el desarrollo del set con más atención que Wexford.

Eve cometió doble falta. Una bola de partido. Volvió a sacar, sin fuerza, y la rubia devolvió la pelota lanzándola como una flecha cerca de la línea lateral. El arbitro dijo deuce. Eve volvió a cometer doble falta.

– Ruptura de saque -dijo Wexford.

– Dios santo. Cómo se nota la edad que tienes. Eso debe de ser lo que se decía en los partidos de tenis de los años treinta.

El arbitro le corrigió diciendo secamente que la ventaja era para Kingsmarkham. De manera que el equipo visitante era el de Kingsmarkham, un instituto que había dejado de recibir subvención estatal y se había convertido en un centro privado de pago.

El juego lo ganó Kingsmarkham. Cambiaron de lado y las chicas hicieron una pausa junto a la silla del arbitro, se secaron las caras y los brazos y bebieron coca-cola. Eve se encontraba a unos metros de Wexford. Vista de cerca, lo que hasta aquel momento le había parecido sólo una mancha anaranjada situada cerca del cuello de su camiseta blanca resultó una insignia. El inspector pudo distinguir las alas extendidas y las letras ARRIA. Eve no lo miró o no quiso hacerlo. Quizá resultara difícil reconocerle fuera de su despacho, en mangas de camisa. Miró con mayor atención. El arbitro bajó de su silla y se acercó a la valla de alambre. Era una joven baja y musculosa, y tenía cara de malhumor. Con una voz que sonaba a hielo triturado, les dijo:

– ¿Desea alguna cosa?

Wexford contuvo las respuestas posibles que le vinieron a la cabeza, respuestas indecorosas, provocativas e incluso lascivas. Era un policía. De todos modos fue Burden el primero en hablar, dando a la joven la contestación clásica del exhibicionista que ha sido sorprendido en el acto.

– Sólo estábamos mirando.

– ¿Y por qué no vuelven a sus casas?

– Vamos, Mike -dijo Wexford.

Regresaron al coche. La profesora de gimnasia los miró con irritación.

– ¿Todavía se llaman así?

– ¿Llamarse cómo? ¿Profesoras de gimnasia? -Burden guardó silencio por un momento. Luego, con una mueca, dijo-: Te lo diré cuando mi hija tenga once años. Si es que llega a nacer. Si es que llega a los once. Si es que seguimos juntos cuando los cumpla.

– No es para tanto.

– ¿Ah, no? Puede. Puede que seamos ella y yo quienes están juntos y no Jenny y yo.

Las cosas debían de irle realmente mal a Burden para soltar aquello en presencia de Donaldson. Este no iba a decir nada, pero sí pensar algo. Wexford guardó silencio. Vio que los rasgos de Burden se endurecían, sus ojos perdían brillo, sus labios se apretaban y el ceño le marcaba dos profundas arrugas. El coche se alejó. Wexford miró hacia atrás y vio cómo Eve ejecutaba su mejor volea del partido.

– Veronica tenía que jugar un partido de tenis -dijo Wendy Williams-, pero, naturalmente, no tiene ánimo para ello. No ha ido al instituto y yo he tenido que tomarme el día libre. He tenido que decirle que su padre tenía otra esposa y otra familia. Como si no hubiera sido bastante difícil decirle que había muerto…

La segunda señora Williams, quien en principio le había parecido a Wexford una mujer dulce y amable, tenía rasgos de carácter, que antes no había advertido, entre ellos la desagradable costumbre de culpar de sus desgracias a la persona que tuviera delante, fuera quien fuese.

– Se lo he contado todo. Al principio se quedó callada y luego se disgustó mucho. -Su suave vocecilla acariciaba las frases. Tenía los ojos muy abiertos y expresión melancólica, como un niño que finge estar apenado. Wexford tuvo la inquietante idea de que quizá lo hacía porque a Williams le gustaban las niñas-. Será amable con ella, ¿verdad? ¿Se acordará de que sólo tiene dieciséis años? Lo que le ha ocurrido es algo peor que perder a un padre.

En esta ocasión no cabía pensar en subir al dormitorio de la niña. Veronica bajaría y Wendy estaría presente. Wexford imaginó que Veronica sería la tenista ausente a quien la chica morena había sustituido. Mientras hacía conjeturas. Veronica entró con paso vacilante y cara inexpresiva. Había estado llorando. Aunque tenía los ojos secos y los labios pálidos, aún tenía la cara algo hinchada. Así y todo, se había vestido cuidadosamente para aquel encuentro, al igual que su madre. Tales cosas, que a muchos hombres les habrían pasado por alto, nunca escapaban al ojo de Wexford. Wendy se había puesto un vestido de algodón negro de mangas holgadas que le realzaba demasiado como para que pudiera considerársele apropiado para ir de luto y Veronica llevaba una falda plisada de color rosa, una camisa de deporte con una V dorada y unas zapatillas de deporte rosas y blancas. Probablemente Wendy le comprara la ropa en Jickie a precio rebajado.

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