Ruth Rendell - La Crueldad De Los Cuervos

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Cuando el marido de Joy Williams, una vecina del inspector Wexford, desaparece misteriosamente nadie imagina que el mundo de Joy se desmoronará por completo. En efecto, sin que ella lo supiese, su marido ocupaba un alto cargo en una empresa de pinturas, ganaba un abultado salario y, aún más desconcertante, estaba casado también con otra mujer. Joy lo creía un modesto vendedor de la empresa con unos ingresos mediocres y, desde luego, un marido modélico. Pero las cosas ya no tienen marcha atrás, pues el cadáver del bígamo ha sido hallado en las afueras del pueblo. ¿Suicidio? ¿Asesinato? ¿Quién era en realidad Rod Williams?… Una nueva incursión de la autora en los extraños entresijos de la mentalidad criminal.

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– Éstos son el inspector jefe Wexford y el inspector Burden, querida. Quieren hacerte un par de preguntas. Nada difícil ni complicado. Ya saben que has sufrido un gran disgusto. Además, yo estaré aquí todo el rato.

Por amor de Dios, que no tiene diez años, pensó Wexford. La impasible mirada de la muchacha le desconcertaba.

– Lamento lo de tu padre. Veronica -comenzó-. Ya sé que no es un buen momento y que probablemente prefieras que te dejen en paz. Pero ya sabes lo que ha sucedido. No se trata sólo de que tu padre ha muerto. Lo han asesinado. Y tenemos que detener al culpable, ¿no te parece?

Una duda que ya conocía le asaltó en ese momento. ¿Tenían que hacerlo? Cui bono? ¿Quién recibiría una satisfacción? ¿Quién sería vengado, desquitado? Él era policía, y no le correspondía plantearse semejantes cosas. Su tono de voz no le delató. Miró a la muchacha y se preguntó qué le habría pasado por la cabeza durante las semanas que su padre había desaparecido. ¿Habría creído, como su madre, que estaba con otra mujer? ¿O habría aceptado su ausencia igual que todas sus otras ausencias cuando supuestamente se encontraba en viaje de negocios o estaba en Bath haciendo una visita filial? Había dejado de mirarle a él para fijar la vista en el suelo, inclinando la cabeza como una flor cansada sobre el tallo.

– ¿Crees que podríamos hablar del día 15 de abril? -preguntó-. Era jueves. Tu madre esperaba que tu padre volviera a casa aquella noche, pero tuvo que quedarse en el trabajo hasta tarde. Tú en cambio estabas en casa, ¿no?

Musitó «sí» en voz muy baja. Wexford podría no haberlo entendido si no hubiera hecho además un gesto de asentimiento.

– ¿Qué hiciste? Volviste a casa del instituto a… ¿las cuatro tal vez? -El también le estaba hablando como si tuviera diez años, pero había algo en su actitud, en la forma en que inclinaba la cabeza, cruzaba los pies y dejaba las manos sobre el regazo que parecía invitar a ello. Volvió a hacer un gesto de asentimiento, para lo cual levantó un poco la cabeza-. ¿Qué ocurrió entonces? ¿A qué hora esperabas que llegara tu padre?

Ella musitó que no lo sabía.

– Nunca sabíamos a qué hora podía llegar -explicó Wendy-. Nunca. Podía aparecer en cualquier momento.

– ¿Y vino al final? -preguntó Wexford.

– ¡Por supuesto que no! Ya se lo he dicho.

– Por favor, señora Williams. Deje que responda Veronica.

La muchacha estaba cohibida, nerviosa y quizá también triste. No había duda de que seguía conmocionada. De pronto hizo un esfuerzo, como si comprendiera que era algo inevitable, que iba a tener que hablar y que lo mejor sería acabar cuanto antes. Los ojos jaspeados de Sara se clavaron en los suyos y sus labios se separaron con un temblor.

– Merendé. Bueno, tomé una coca-cola y unas cosas que mamá había dejado en el frigorífico. -En efecto, Wendy, por muy joven que fuera, era la clase de madre que podía ser abrumadoramente protectora, incluso hasta el extremo de dejarle la comida preparada a una hija de dieciséis años como si se tratara de una inválida. Veronica prosiguió-: Había invitado a venir a casa a mi amiga, la misma con la que estaba cuando usted vino la otra vez, pero me llamó para decirme que no podía venir y que yo podía ir a su casa.

– Pero tú querías esperar a tu padre.

Veronica no era como Sara, ni como Eve Freeborn. Volvió la cabeza y miró a su madre en busca de ayuda. Ésta se la dio, como a buen seguro siempre se la daba.

– Veronica no tenía que esperar a Rodney. Como le dije el otro día, pensábamos que él ya no vendría.

– ¿«Pensábamos», señora Williams?

– Bueno, en realidad no sé qué pensaría Veronica. Yo no le había dicho nada sobre la posibilidad de nuestra separación. Estaba esperando a ver qué sucedía. Pero el caso es que Veronica no tenía que esperarle, y yo no hubiera… Bueno, ella también tiene asuntos de los que ocuparse.

¿Qué habría querido decir antes de interrumpirse y hacer aquella extraordinaria afirmación acerca de la evidente falta de independencia de aquella pobre muchacha?

– ¿Entonces saliste?

– Fui a casa de mi amiga. No me quedé allí mucho tiempo. Pusimos discos. Yo quería que saliera a tomar un café, pero tenía que cuidar de su hermano pequeño. Tiene sólo dos años. Esa es la razón por la que no pudo venir aquí.

– De manera que regresaste a casa. ¿A qué hora?

– No vine directamente a casa. Me tomé un café sola en Castor. Llegué a casa a eso de las nueve y mamá llegó al cabo de diez minutos.

– Te sentirías decepcionada al ver que tu padre no estaba.

– No lo sé -respondió-. No pensé en ello. -Entonces, sorprendentemente, puesto que no venía al caso, añadió-: No me importa estar sola. Me gusta.

– Dios Santo -exclamó Wendy, que no estaba dispuesta a consentir aquello-. No te quedas nunca sola si yo puedo evitarlo. No tienes por qué hablar como si no te hubiéramos brindado afecto.

Wexford preguntó cómo se llamaba su amiga y ella dijo que Nicola Tennyson, y le dio una dirección que respondía a una calle situada entre su casa y el centro. Wendy no puso reparos a que examinaran los efectos personales que su marido tenía en aquel domicilio, lo cual hizo pensar a Wexford que deseaba que se fijaran en lo limpio que tenía todo, vieran los elegantes muebles que poseía y comprobaran lo buena ama de casa que era.

Fuera como fuese, el resto de la ropa de Williams se encontraba allí. Llamaba la atención que hubiera guardado su ropa más elegante e informal en este domicilio. En el armario empotrado blanco con adornos dorados había téjanos, camisas Westerner, un traje de tela vaquera y otro de una mezcla de lino color gris arrugado como dictaba la moda. También tenía dos pares de botas bajas y un par de mocasines de cabritilla beige. La ropa interior estaba pensada para un hombre de menor edad que el inquilino de horario partido del 31 de Alverbury Road.

– Era dos hombres distintos -dijo Wexford.

– Quizá tres.

– Eso habrá que verlo. En cualquiera caso era dos: uno de mediana edad, de costumbres fijas, aburrido tal vez, y que no hacía caso a su familia, y otro joven todavía, animado incluso (¿te has fijado en esos calzoncillos?), que tenía una esposa de la que podía presumir y vivía en una casita de papel.

Wexford escrutó toda la habitación, pensando en Alverbury Road. Aquí había edredones en las camas, persianas en las ventanas, una pequeña silla de mimbre blanco suspendida del techo y cojines de seda azul y blanca. Además la cama medía uno ochenta de ancho.

– Seguro que para él era como el corralito de un niño -comentó Burden con una mueca.

– Al principio -dijo Wexford.

En esta casa Williams no tenía un escritorio, sino un cajón en una cómoda de melamina blanca con tiradores dorados. Había sido la casa de Wendy, no cabía duda: un ámbito personal donde había ejercido su dominio. Por muy aniñada y frágil que fuera, por mucho que hablara con aquella voz suave, había conseguido que la casa fuera suya, que fuera femenina y particular. Y particular, en cierto modo, con respecto a Rod Williams, ya que si éste había vivido allí había sido porque se le había tolerado que lo hiciera, intuía Wexford. Su presencia había dependido de su buen comportamiento. Sin embargo, éste había dejado que desear desde el principio a causa de los viajes, el pretexto de su madre y las largas ausencias. En consecuencia, Wendy se había construido un hogar lleno de flores, colores y cojines de seda en el que había asignado a su marido pequeños rincones, como si (inconscientemente) hubiera sabido que tarde o temprano llegaría el día en que les pertenecería exclusivamente a ella y su hija. Wexford miró dentro del cajón pero no encontró nada relevante. Estaba lleno de la clase de papeles que esperaba encontrar.

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