Ruth Rendell - La Crueldad De Los Cuervos

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Cuando el marido de Joy Williams, una vecina del inspector Wexford, desaparece misteriosamente nadie imagina que el mundo de Joy se desmoronará por completo. En efecto, sin que ella lo supiese, su marido ocupaba un alto cargo en una empresa de pinturas, ganaba un abultado salario y, aún más desconcertante, estaba casado también con otra mujer. Joy lo creía un modesto vendedor de la empresa con unos ingresos mediocres y, desde luego, un marido modélico. Pero las cosas ya no tienen marcha atrás, pues el cadáver del bígamo ha sido hallado en las afueras del pueblo. ¿Suicidio? ¿Asesinato? ¿Quién era en realidad Rod Williams?… Una nueva incursión de la autora en los extraños entresijos de la mentalidad criminal.

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Excepto el carnet de conducir de Williams con la dirección de Alverbury Road.

– Dejar el carnet en casa es un riesgo.

– Su vida se basaba en los riesgos. Corría riesgos continuamente. Le gustaba caminar por la cuerda floja. Además, las esposas suspicaces leen cartas, no carnets de conducir.

En el cajón había también facturas, resguardos de cuentas pagadas con tarjeta de crédito y un extracto mensual de una tarjeta American Express. ¿En qué dirección la habría tenido? En ésta, efectivamente. En cierto modo tenía sentido. Visa y Access eran tarjetas de uso diario; American Express era más cosmopolita, más propia de un vividor. Seguramente Wendy pagaría los gastos de la casa con la cuenta común. También había un aviso de pago del impuesto municipal; un libro de cuentas de la cuota de la televisión; un presupuesto de Godwin y Sculp, una empresa de construcción de Pomfret, fechado el 30 de marzo, para pintar el salón; y un recibo de la misma empresa (con el sello de «pagado») por la instalación de una cisterna de inodoro. Debajo de todos estos papeles se encontraban el talonario de la cuenta común de Rod, la libreta de ingresos de la cuenta común y un pequeño frasco medio lleno de pastillas con la etiqueta «Mandaret».

En el último piso de la casa había dos dormitorios más y un cuarto de baño. La habitación de Veronica estaba limpia como una patena. Estaba pintada de blanco y adornada con mucho bordado inglés, y su decoración debía mucho a los artículos de revistas sobre «cómo conseguir el dormitorio ideal para su hija» que tanto se leían cuando Wendy era niña. Seguramente la pobre Wendy nunca había tenido su dormitorio ideal, pensó Wexford; su juventud se habría parecido más a la de Sara. Aquí no había pósters, ni móviles de fabricación casera, ni libros. Aquella habitación estaba pensada para una joven que no fuera a hacer nada en ella excepto sentarse en el alféizar de la ventaba con expresión meditabunda y los pies enfundados en calcetines blancos.

La escalera de caracol, un armatoste de una incomodidad espantosa que resultaba peligroso para quien no fuera excepcionalmente ágil, atravesaba el centro de la casa como un tornillo en una prensa. En la planta baja había una ducha, un lavabo, una puerta que conducía al garaje y al final del pasillo una habitación tan ancha como la casa con una puertaventana que daba a un patio y un jardín del tamaño de una mesa de comedor grande. La habitación, que hubiera podido servir de comedor o de estudio para Rodney Williams si se le hubiera permitido, estaba reservada para las aficiones de Wendy. Allí tenía una máquina de coser y una de tricotar, una tabla con dos planchas, una de vapor, y montones de ropa guardada en bolsas de plástico y pulcramente colgada o doblada.

Madre e hija seguían sentadas arriba en torno a la mesa de la superficie de cristal. Wendy se había puesto a hacer punto, un pañuelo o posiblemente un mantel de bandeja en el que estaba dando unas pequeñas puntadas con el dedo meñique extendido de la manera que antaño se consideraba hortera si se sostenía una taza de té. Veronica estaba comiendo cacahuetes de una bolsa. Tenían que ser de los secos, porque los del otro tipo dejaban manchas de grasa. Las dos estaban tan tensas como muelles estirados, esperando a que la policía les dejase en paz.

– ¿Conoces una sociedad o club llamado ARRIA? -preguntó Wexford a Veronica.

No hubo sorpresa. Veronica hizo simplemente un gesto de asentimiento. No arrugó la bolsa vacía de cacahuetes, sino que la aplanó y empezó a doblarla cuidadosamente.

– ¿Del instituto?

Ella alzó la vista.

– Algunas chicas del sexto y séptimo curso pertenecen a ella.

– ¿Y tú no?

– Hay que tener más de dieciséis años.

– ¿Y por qué dices que son chicas? -pregunto Wexford-. Haldon Finch es mixto. ¿No hay ningún chico en la asociación?

Veronica era en el fondo una adolescente normal, a pesar de su aspecto remilgado, la timidez y el aire de niña de mamá. La mirada que le lanzó revelaba todo el desprecio que los adolescentes sienten ante la estúpida incomprensión que demuestran los adultos.

– Pues porque es una asociación para mujeres. Son… ¿cómo se llaman? Feministas. Feministas militantes.

– Entonces espero que te mantengas alejada de ella. Veronica -le dijo Wendy con brusquedad-. No quiero que tengas nada que ver con esa asociación. Si hay algo que detesto es el movimiento de liberación de la mujer. ¡Liberación! Yo estoy liberada y a la vista está lo que he conseguido. Espero que las cosas te vayan mejor que a mí y que encuentres a un hombre que te mantenga y cuide de ti de verdad, un hombre bueno y agradable que… que realmente se preocupe por ti y te quiera. - Le temblaban los labios de la emoción. Dejó la labor y añadió-: Yo no fui lo bastante mujer para Rodney. No fui lo bastante joven. Me hice demasiado dura, independiente y… y madura. Lo sé. -Hizo un esfuerzo por contener las lágrimas, y lo consiguió-. Acuérdate de esto, Veronica, cuando te llegue el turno.

El sargento Martin estaba ocupándose de la denuncia, aunque, tal como le había dicho a Wexford, no disponía de muchos datos. Además no se había causado ningún perjuicio a nadie… todavía.

– La ha presentado la señora Caroline Peters, profesora de educación física en el instituto Haldon Finch -dijo Martin-. Señora, no señorita. Se irritó bastante cuando le llamé señorita, señor. También le llamé profesora, pero eso tampoco le gustó. Me dijo que vio a dos hombres mirando a las chicas que jugaban un partido de tenis. Estaban comportándose de una manera sospechosa. Llegaron en un coche y se detuvieron expresamente para mirarlas. Los llamó mirones. Luego preguntó a las chicas si los conocían, pero todas dijeron que no.

Gracias, señorita Freeborn, pensó Wexford.

– Déjalo, Martin. Olvídate de ello. Tenemos cosas más importantes que hacer.

– ¿Lo dejo del todo, señor?

– Ya me ocupo de ello. -Habría que mandar una nota a aquella mujer, o llamarle por teléfono para explicárselo todo, pensó. Tenía derecho a ello. Era una buena profesora, concienzuda y responsable. No debía reírse, excepto quizá con Burden cuando lo viera más tarde.

Lo que había averiguado en sus visitas a Liskeard Avenue no le había proporcionado muchos motivos de reflexión. Solamente una cosa le había causado extrañeza, algo que no era ni un dato ni el germen de una idea, sino algo verdaderamente negativo.

¿No era extraordinario que, en las largas conversaciones mantenidas con ella y también en su primera entrevista, Wendy Williams no hubiera mostrado el menor interés por la otra familia de Rodney? No había hecho ni una sola pregunta sobre la esposa que había suplantado pero no sustituido, ni tampoco sobre los hermanos por parte de padre de Veronica. ¿Se habría sentido cohibida por los celos? ¿O por algún motivo más relacionado con la investigación?

11

Kevin Williams se parecía más a su madre que a su padre. Habría resultado difícil identificarle como hermano de Veronica. No había heredado el rasgo genético que distinguía a Sara y a Veronica, y su frente era estrecha. Hablaba con laconismo, despreocupación e indiferencia.

Wexford, que iba acompañado por Martin, había interrumpido lo que parecía un cónclave familiar. Por una vez el televisor estaba apagado, y no tenía imagen ni sonido. Joy Williams no presentó a nadie excepto a su hijo y lo hizo con orgullo y entusiasmo. Wexford tuvo que deducir que la mujer y la joven que estaban sentadas la una junto a la otra en el sofá amarillo eran Hope Harmer y su hija Paulette.

La señora Harmer, aunque era más guapa, estaba mejor alimentada y tenía mejor aspecto que su hermana, se parecía demasiado a ésta como para que cupiera dudar sobre su identidad. Era una mujer bella e incluso en aquellas trágicas circunstancias tenía aspecto de estar satisfecha de su vida. La joven, en cambio, era, usando una de las expresiones favoritas de uno de los nietos de Wexford, «punto y aparte». Su belleza era tal que, a su lado, Sara y Veronica eran simplemente unas chicas monas. A Wexford le recordó un cuadro: el retrato de la esposa de Williams Morris pintado por Rossetti. La joven era morena y tenía en la cara la misma viveza e intensidad que la retratada, la misma simetría en las facciones y la misma mirada misteriosa en sus expresivos ojazos oscuros. Cuando le preguntó si era quien pensaba que era, ella alzó aquellos ojos grises y, lanzándole una mirada ensoñadora, hizo un gesto de asentimiento para volver a continuación a lo que estaba mirando, una revista que parecía versar exclusivamente sobre peinados.

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