Ruth Rendell - La Crueldad De Los Cuervos

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Cuando el marido de Joy Williams, una vecina del inspector Wexford, desaparece misteriosamente nadie imagina que el mundo de Joy se desmoronará por completo. En efecto, sin que ella lo supiese, su marido ocupaba un alto cargo en una empresa de pinturas, ganaba un abultado salario y, aún más desconcertante, estaba casado también con otra mujer. Joy lo creía un modesto vendedor de la empresa con unos ingresos mediocres y, desde luego, un marido modélico. Pero las cosas ya no tienen marcha atrás, pues el cadáver del bígamo ha sido hallado en las afueras del pueblo. ¿Suicidio? ¿Asesinato? ¿Quién era en realidad Rod Williams?… Una nueva incursión de la autora en los extraños entresijos de la mentalidad criminal.

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– ¿Dónde vive usted, señorita Lomond?

– Aquí, en Myringham. ¿Por qué? -Hablaba con cierta aspereza.

– ¿Le parecía el señor Williams una persona agradable?

Ella guardó silencio con aire de incomodidad. Quizá lo único que esperaba fuera una investigación sobre documentos y máquinas de escribir. ¿Cuántos años tenía? ¿Veintisiete? Podía tener bastantes menos. El abundante maquillaje y el complicado peinado la hacían mayor.

– ¿Y bien, señorita Lomond?

– Sí, me parecía simpático. Aunque nunca me detuve a pensar en eso.

– ¿Podría hacer memoria, por favor, y decirme qué hizo la noche del 15 de abril?

– ¿Cómo quiere que me acuerde de lo que hice hace tanto tiempo?

Batió los párpados. Eran de un brillante azul marino («Un delicado color turquesa con una gota de plata, ideal para ese armario de la vajilla, ese hueco en la pared o ese techo tan especial»).

– Le será más fácil acordarse si piensa en lo que hizo al día siguiente -dijo Burden-, la mañana en que llamaron para decir que el señor Williams estaba enfermo y no vendría a trabajar. ¿Le refresca eso la memoria?

– Supongo que me quedé en casa.

No parecía estar a la defensiva o sentirse culpable o atemorizada. Sólo malhumorada, como si la ropa y el maquillaje no le hubieran servido de nada.

– ¿Vive sola o con otra persona?

A Wexford no podía habérsele ocurrido una pregunta más inocente y, sin embargo, ella respondió con cajas destempladas.

– ¡Pues claro que vivo sola! Me quedé en casa sola viendo la televisión.

Otra más. ¿Qué harían antiguamente, antes de la conquista catódica? Debería recordar alguna coartada pretelevisiva, pensó Wexford, pero no lo conseguía. ¿Estaba leyendo, cosiendo, poniendo una estantería, pescando, escuchando la radio, paseando por ahí, en el pub, en el cine? Quizá.

Reticentemente, casi de mala gana, les dio su dirección. Reconoció que tenía una máquina de escribir, una vieja Smith Corona de oficina e insistió en que estaba en la casa de sus padres, en Tonbridge, y que nunca la había tenido en su estudio de Myringham.

Abajo, en la sala de recepción, se encontraron con una joven que estaba desnudándose. O al menos así se lo pareció al asombrado Wexford. La joven hablaba con la telefonista (hoy le tocaba a Anna) y se quitaba por la cabeza un vestido de algodón. Llevaba medias blancas en sus largas y esbeltas piernas, zapatos azul pálido de tacón y, en efecto, una falda que cayó hasta el punto al que solía llegar, justo encima de la rodilla, cuando la joven se hubo quitado una blusa con cuello de marinero. Debajo llevaba una camiseta blanca. Estaba de espaldas a Wexford. A continuación se quitó bruscamente los zapatos, arrojando uno al otro lado de la habitación para que no hubiera dudas de que se estaba despojando a modo de catarsis de un uniforme odioso tras haber sufrido una experiencia penosa.

– Jane -le dijo Anna en tono de advertencia-, ahí hay unos…

La joven se dio media vuelta. La camiseta mostraba en la pechera las letras ARRIA en letras de molde.

Lo primero que le llamó a Wexford la atención de la casa de Down Road, Kingsmarkham, fue que ninguno de sus habitantes estaría obligado a compartir habitación. Se trataba de una enorme edificación estilo eduardiano, con balcones, almenas y torres. La mayoría de las casas de aquel tipo había sido reformada para construir pisos. Pero no aquélla. Era sólo una familia la que ocupaba el edificio y sus ocho dormitorios. Sin embargo, la excusa que le había dado Eve Freeborn por haber ido a casa de su novio había sido que compartía el dormitorio con su hermana. Quizá tampoco tenía una hermana. Pronto se enteraría.

En principio pensó que la joven que le había abierto la puerta era la propia Eve. Al fin y al cabo, el hecho de que tuviera el pelo verde no significaba nada. Ahora se cambiaban el color del pelo con la misma rapidez con que cambiaban de pintalabios. Una segunda mirada le permitió saber que ni siquiera eran gemelas idénticas. Gemelas sí, gemelas heterocigóticas con la misma constitución y los mismos ojos. Ahí se acababan las semejanzas.

En la casa olía ligeramente a marihuana, ese inconfundible olor que es como humo de madera mezclado con colonia.

– ¿A Eve? -dijo su hermana con incredulidad-. ¿Quiere ver a Eve?

– ¿Tan difícil es?

– Pues no lo sé…

Le había enseñado su placa. Al fin y al cabo, era una joven y ya era casi de noche. No podía dejar pasar a ningún hombre sin identificar. Sin embargo, miraba el distintivo como si fuera una orden de arresto. Wexford empezó a impacientarse.

– Quizá debería cumplimentar un formulario o venir acompañado por una persona de confianza.

– Oh, no, pase. Lo siento. Es que…

Tenía la irritante manía de dejar las frases sin acabar. La siguió por el vestíbulo, una habitación sombría de paredes de madera como las oficinas de Sevensmith Harding, y por una escalera de caracol que desembocaba en una galería. El olor a marihuana era allí más débil, pero seguía notándose. Lo que le sorprendía de la casa era el ambiente años sesenta que tenía. En una pared había un póster (eso sí, con cristal y enmarcado) de John Lennon sentado ante un piano de cola blanco. Sobre un trinchero descansaba un jarrón de flores secas y plumas de pavo real. Y colgado de adorno, y no porque lo hubieran dejado allí por casualidad, había un antiguo vestido de seda roja con bordados de oro. Tanto la seda como los bordados estaban hechos jirones por obra del tiempo y las polillas. Wexford preguntó:

– ¿Están tus padres en casa?

– Tienen un piso en Londres. Pasan allí la mitad del tiempo.

Imposible adivinar si aquello la molestaba o alegraba. Sus padres podían tener menos de cuarenta años, y mamá menos incluso. La hermana gemela de Eve dijo entonces:

– Quizá lo mejor sea que espere aquí. Voy a ver si…

Todas las puertas de los dormitorios estaban abiertas. Aunque no se podía decir que fueran dormitorios propiamente. Por lo que Wexford pudo ver, parecían más bien estudios, con sus sillas y mesas, sus cojines en el suelo, su sofá o diván con un cubrecama de tela india, sus pósters en las paredes y sus postales clavadas con chinchetas. Se sentó a esperar en una mecedora con los arcos pintados de rojo, negro y blanco y un sucio velo de encaje sujeto al respaldo, e intentó aclarar el misterio de aquella casa.

Entonces lo comprendió. No eran las chicas las que vivían en el pasado, quienes estaban veinte años pasadas de moda o habitaban intencionadamente un mundo anacrónico. Sus padres habían sido jóvenes en los sesenta y probablemente habían disfrutado del nuevo y estimulante ambiente libertario que se respiraba entonces, y ahora no podían prescindir del espíritu y las costumbres de aquella época. Los fumadores de marihuana no eran las jóvenes. Tendría que hacer algo al respecto…

¿Cuánto tiempo iba a tenerle esperando?

Se levantó y salió al pasillo. No había nadie. Sin embargo en alguna parte oía voces de mujer, un ruido que no se parecía en absoluto al gorjeo de unos pájaros, ni a unos murmullos, sino al que se produce cuando se está manteniendo una conversación acalorada y seria. Una escalera conducía al ático, pero las voces no procedían de allí.

Se oyó una carcajada y alguna palmada esporádica. Avanzó por el pasillo guiado por el ruido y salió a un rellano más pequeño y cuadrado en cuyo techo habían pintado un mapa astral. Algún astrólogo aficionado que habría estudiado bellas artes, se dijo Wexford. Aquello le hizo pensar nuevamente en los años sesenta. Allí de pie, mientras dudaba si sería prudente irrumpir en una habitación llena de mujeres, la puerta se abrió y aparecieron dos jóvenes. Se detuvieron en el umbral y le miraron asombradas. Una le era desconocida; la otra era Caroline Peters, la profesora de educación física.

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