Ruth Rendell - La Crueldad De Los Cuervos

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Cuando el marido de Joy Williams, una vecina del inspector Wexford, desaparece misteriosamente nadie imagina que el mundo de Joy se desmoronará por completo. En efecto, sin que ella lo supiese, su marido ocupaba un alto cargo en una empresa de pinturas, ganaba un abultado salario y, aún más desconcertante, estaba casado también con otra mujer. Joy lo creía un modesto vendedor de la empresa con unos ingresos mediocres y, desde luego, un marido modélico. Pero las cosas ya no tienen marcha atrás, pues el cadáver del bígamo ha sido hallado en las afueras del pueblo. ¿Suicidio? ¿Asesinato? ¿Quién era en realidad Rod Williams?… Una nueva incursión de la autora en los extraños entresijos de la mentalidad criminal.

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– En St. Biddulph me dijeron que me aceptaban con tres notables o con dos notables y un sobresaliente, y estas notas son bastante mejores.

Sus ojos acusaban una agitación frenética que resultaba aún más desconcertante por hallarse sometida a un férreo control. Él había visto en ella a una joven de Botticelli, de expresión sosegada y tranquila y una inocencia primaveral. Pero Primavera no debería estremecerse con el triunfo ni a Venus deberían brillarle los ojos.

– Voy a llamar a mi prima Paulette para preguntarle cómo le ha ido.

¿Para presumir o para decir unas palabras elogiosas? Joy Williams salió de la cocina vestida como nunca la había visto. Él no se lo había dicho, pero quizá había adivinado que iba a encontrarse de nuevo con Wendy. ¿O acaso se lo había dicho la propia Wendy la noche anterior? A Wexford no le habría extrañado. De hecho esperaba que se dieran cuenta de que sabía que se conocían de antes. Joy llevaba un conjunto de falda y blusa limpio y arreglado. Se había lavado el pelo y embadurnado los labios de carmín con la misma torpeza y falta de seguridad que muestran las mujeres que rara vez se los pintan y en cierto modo se avergüenzan de hacerlo. Es probable que se arregle siempre que vaya a reunirse con Wendy, pensó Wexford. Por mucho que el odio común hacia Rodney las uniera, habría rivalidad entre ellas. Además, que estuvieran unidas no significaba que se cayeran bien…

Wexford oyó a Sara hablando por teléfono.

– ¿Te han llegado? ¿Y bien?

No hablaba precisamente con el tacto que se requiere con los enfermos. Se la imaginó dirigiéndose a un paciente en aquel tono de severidad. Empezaba a tenerla por una niña prodigio inflexible y neurótica: la policía consideraba a su madre sospechosa de haber asesinado a su padre y ella no mostraba ni una pizca de preocupación por ella.

– Eso no está mal, ¿no? -estaba diciendo-. Además no necesitas sobresalientes, ni siquiera notables.

Paternalista. Y un tanto altanera. Claro que el farmacéutico era el médico del pobre o el médico de los pusilánimes. «Voy a ir a la farmacia a que me den algo para la garganta.» O para la cabeza, para la espalda, para la cistitis, para una hemorragia, para un bulto en el pecho… Acompañó a Joy fuera y cerró la puerta de la casa al salir.

El sargento Martin y Polly Davies hicieron pasar a Wendy. La noche anterior había derramado lágrimas de irritación por haber perdido un día de trabajo. Sin embargo, ni a ella ni a Joy parecía habérseles ocurrido el hecho de que podían haberse negado, que la posición de la policía era todavía la de pedir y persuadir. No tenían la suerte de que sus tías fueran abogadas. La esposa de más edad ya estaba sentada en la sala de interrogatorios cuando Wendy entró y, apartando su inexpresiva cara para evitar mirarla, posó en la ventana sus ojos castaños.

Wendy llevaba un vestido amplio y estampado estilo Kate Greenaway, con dibujos de Laura Ashley y volantes con lazos en el cuello y los puños, medias blancas y zapatos del mismo color. Mientras el sargento y Polly esperaban (según le contó más tarde Polly a Wexford), Wendy había abrazado a su hija Veronica de una manera sumamente emotiva que le había llevado nuevamente a deshacerse en lágrimas. Veronica había mostrado un gran desconcierto, pese a lo cual Wendy la había estrechado entre sus brazos y le había acariciado el pelo casi como si no esperase volver a verla. Polly, que era aficionada a leer novelas de la época romántica, dijo que parecía María Antonieta en la carreta: «¡Adiós, hijos míos, hasta siempre! ¡Voy a reunirme con vuestro padre!»

Ahora la única muestra que quedaba de esta escena era la rosácea hinchazón que tenía Wendy en la cara. Lanzó una mirada lastimera a Wexford. Habría preferido que la interrogara Burden; le parecía una persona más comprensiva que aquel anciano duro y sarcástico. Pero Burden no estaba allí, sino en Alverbury conversando con la señora Milvey.

Wexford, dirigiéndose al parecer a cualquiera de las dos o a ambas al mismo tiempo, dijo:

– ¿Quién fue la primera que se enteró de la existencia de la otra?

Contestó Wendy. Su voz denotaba más inquietud que de costumbre.

– No sé de qué está hablando.

– Se lo preguntaré de otra manera. ¿Cuándo supo usted que Rodney tenía otra esposa? Y usted, señora Williams, ¿cuándo se enteró de que su marido se había «casado» de nuevo? ¿Y bien? -añadió-. Ya sé que no han sido sinceras conmigo. Sé que se conocían. La pregunta es desde cuándo.

– No sabía que ella existía hasta que usted me lo dijo -respondió Joy con su característico aire cansino y desanimado-. Cuando usted me dijo que mi marido era, encima, bígamo.

– ¿Encima de qué, señora Williams?

– Encima de que me engañaba sobre su trabajo, para empezar.

Wendy murmuró algo.

– Lo siento, señora Williams, no he entendido lo que ha dicho.

– He dicho «tener otras mujeres». Es decir, encima de tener otras mujeres.

– Nunca tuvo otras mujeres -dijo Joy. Era su respuesta al comentario de Wendy, pero ésta no se había dirigido a ella sino a Wexford-. La tuvo a ella, pero también a otras.

– Que se engañe si quiere -dijo Wendy a nadie en concreto, encogiéndose de hombros y esbozando una leve sonrisa casi imperceptible.

– ¿Cuándo la conoció, señora Williams?

Al tener las dos mujeres el mismo apellido, a Wexford le resultaba un poco difícil formular las preguntas. Se levantó y rodeó la mesa para dirigirse concretamente a Wendy.

– ¡No es justo que utilice ese nombre con ella! -gritó Joy-. ¡Ella no tiene derecho a llamarse así! ¡Sigue teniendo el mismo nombre que tenía antes, así que llámela así!

– Tiene maneras de verdulera -comentó Wendy-. No es de extrañar que él se fuera conmigo.

– ¡Fulana asquerosa! ¡Fíjese cómo va, vestida como una niña!

Es todo teatro, pensó Wexford. Lo están haciendo todo por mí. Probablemente lo han ensayado. Con voz tranquila el inspector llamó a las dos mujeres al orden.

William Milvey no había salido aquel día. Tenía las oficinas de Mid-Sussex Waterways en casa y estaba esperando al inspector del IVA, que fue por quien tomó a Burden en un primer momento. Durante unos segundos hablaron sin comprenderse, manteniendo una de esas conversaciones que resultan tan divertidas para los oyentes y tan frustrantes para los participantes.

El oyente en este caso era la señora Milvey, una mujer corpulenta y de risa fácil. Al ver el desconcierto que mostraban los dos hombres, rió con ganas. Pero los apuros de Burden acabaron rápidamente. A continuación todo fue sobre ruedas y salió tal como esperaba Wexford.

– Mi esposa manda tanto en nuestra empresa como yo -dijo Milvey con aires de importancia-. Y naturalmente conoce todos los pormenores del negocio.

– Tengo que saber dónde va todos los días por si acaso hay llamadas de teléfono -añadió la señora Milvey, que era menos pretenciosa que su marido-. ¿El 15 de abril? Voy a mirar en el libro, ¿de acuerdo, Bill?

En ese momento llegó el inspector del IVA, un hombre que a juzgar por su aspecto tendría veintipocos años y que llevaba un maletín. Milvey parecía reacio a ausentarse de la entrevista más importante (y quizá menos alarmante) de las dos, pero tuvo que hacerlo. Llevó al hombre de Hacienda a su despacho y cerró la puerta. La señora Milvey sonrió a Burden.

– Desde Semana Santa hasta finales de abril estuvieron trabajando en Myringham -dijo indicando el libro-. No empezaron a trabajar en Green Pond hasta un mes más tarde.

– ¿Está segura?

– Del todo. No hay duda. Aquí lo pone: Green Pond, 31 de mayo… Ahora me acuerdo de todo. Bill tenía un trabajo previsto para finales de mayo, un drenaje enorme en Sewingbury, y el hombre que había llamado lo canceló en el último momento. Pero, lo que es la suerte, le había dado su nombre al dueño del criadero de truchas de Green Pond y éste le llamó para preguntarle si podía dragar la laguna. Pues bien, daba la casualidad de que gracias a la cancelación Bill estaba libre. Debió de darle una sorpresa al hombre de las truchas cuando le dijo que sí, que empezaría el lunes sin falta.

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