Ruth Rendell - Simisola
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Burden permaneció en silencio por unos momentos mientras pensaba en el contenido de la lectura. Por fin, dijo:
– Sojourner intentó escapar y fue objeto de nuevos castigos. ¿Es esto lo que intenta decir?
– Llegaron demasiado lejos con los castigos. Sin duda tenían miedo de la publicidad y de tener que pagar una cuantiosa indemnización. Quisieron asegurarse de que no ocurriría. Lo hicieron tan bien que mataron a Annette, porque quizás estaba en situación de revelar sus identidades y paraderos, e intentaron -por dos veces- matar a Oni que quizá sabía cuál era su domicilio.
– ¿Cree que le permitieron la entrada como visitante, como en el caso de Roseline? ¿Que le dieron sólo tres o seis meses pero se quedó?
– ¿Quién iba a saberlo si no la dejaban salir nunca ni veía nunca a nadie? ¿Si los visitantes de la casa nunca la veían? De hecho, el empleador sólo tenía que decirle que si la descubrían sería deportada para que ella colaborara con sus raptores en el incumplimiento de la ley.
– Si sus condiciones de vida eran tan malas, ¿no hubiese preferido la deportación?
– Eso depende de lo que le esperaba. Hay muchos lugares en el mundo donde la prostitución es el único recurso para una mujer sola y desamparada. En cualquier caso, quién sabe si Sojourner colaboró. Suponemos que le informaron de sus derechos antes de venir aquí, que le dieron el folleto con las explicaciones de las leyes de inmigración y lo que debía hacer en caso de malos tratos. Pero esto es válido hasta cierto punto. Si, como pienso, Sojourner entró aquí con la familia como visitante, como invitada, no habría tenido ningún derecho y además quizá no sabía leer. Al menos no creo que supiera leer en inglés.
»Es probable -prosiguió Wexford-, que conociera muy poco del mundo exterior, de Inglaterra, de Kingsmarkham. Era negra, pero nunca veía otras personas negras. Hasta que un día, mientras miraba por la ventana, vio a Melanie Akande corriendo…
– Reg, eso es pura fantasía.
– Es una conjetura inteligente -replicó Wexford-. Vio a Melanie. No una sino muchas veces. Casi cada día a partir de mediados de junio en adelante. Vio a una muchacha negra como ella, una nigeriana, y quizá presintió los orígenes africanos de Melanie.
– Aun en el caso de que esto sea verdad, cosa que dudo, entonces ¿qué?
– Creo que le dio confianza, Mike. Le mostró que era posible escapar y que el mundo no podía ser tan extraño. Así que escapó, en la oscuridad, sin saber nada más…
– No, eso no es válido -protestó Burden-. No pudo ser así. Ella conocía la existencia de la oficina de la Seguridad Social. Sabía que era el lugar donde se va a buscar trabajo o a que te den dinero si no hay trabajo… Mire… comienza la manifestación.
¿Un centenar de personas? Como la mayoría de la gente, Wexford no era muy ducho a la hora de calcular números de una ojeada. Primero tenía que verla ordenada en grupos de cuatro o de ocho para poder decirlo. Ahora comenzaban a formarse, de cuatro en fondo, con dos escogidos en la vanguardia sosteniendo la pancarta, dos hombres de mediana edad. Burden creyó reconocer a uno de ellos de sus frecuentes visitas a la oficina de la Seguridad Social. Fue entonces cuando vio a los dos agentes del cuerpo uniformado, que aparecieron de pronto en los escalones de la Bolsa de Cereales.
Ya estaba formado el cortejo y se puso en marcha. Resultaba difícil saber cuál había sido la señal. Una palabra susurrada de uno a otro, o la pancarta enarbolada. Los dos agentes de las escaleras volvieron a su coche, aparcado en los adoquines de la plaza, un Ford blanco con la faja roja y el águila de la policía de MidSussex.
– Les acompañaremos -dijo Wexford.
Se apartaron para dejar pasar a la columna. La marcha era lenta como siempre ocurre al principio. Ganaría velocidad cuando entraran en la carretera principal a Kingsmarkham. Casi todos llevaban téjanos, camisa o camiseta, zapatillas de deporte, el uniforme universal. La persona más vieja era un hombre ya bien entrado en los sesenta que no podía esperar ningún trabajo y que sin duda se manifestaba por solidaridad social, por altruismo, o incluso por divertirse. La más joven era una niña en su sillita, la madre una réplica de Kimberley Pearson antes de que se hiciera con dinero.
Una segunda pancarta cerraba la retaguardia: «Trabajo para todos. ¿Es mucho pedir?». La llevaban dos mujeres, una pareja tan parecida que seguramente eran madre e hija. La columna avanzó por la calle Mayor, escoltada por el coche de policía a paso de tortuga. Wexford y Burden regresaron a su coche y Donaldson se situó detrás del Ford blanco.
– Alguien debió decírselo -dijo Wexford, que se mantuvo en sus trece, respondiendo a la crítica de Burden como si no hubiese habido un corte en la conversación-. Tuvo que ser alguien que fue allí o alguien que ella conoció quien le dijo dónde debía ir.
– ¿Quién? -Burden se sentía muy seguro de su posición-. Si es así, ¿por qué esta persona no le dijo dónde estaba? ¿O, incluso, por qué no le ayudó a escapar? ¿Por qué no le dijo cómo recurrir a la ley?
– No lo sé.
– Si esta persona le habló de trabajo y de subsidios de paro y de cómo escapar de su situación, ¿por qué él o ella no se puso en contacto con nosotros?
– Esos son detalles menores, Mike. Todas esas preguntas tendrán respuesta a su debido momento. Por ahora no sabemos dónde le dieron la paliza, ni dónde murió. Pero sí sabemos el por qué. Porque, al no recibir ayuda de Annette, no tuvo más elección que regresar a su casa. ¿A qué otro lugar podía ir?
La columna dobló a la izquierda por Ángel Street y, a paso más rápido, llegó al cinturón de ronda. La primera salida era la de Sewingbury, la segunda correspondía a Kingsmarkham, y la tercera llevaba al polígono industrial que Wexford había visitado dos días antes. Después de desfilar entre las fábricas, regresarían a la carretera de Kingsmarkham en el cruce donde había un bar llamado Halfway House.
– No tiene mucho sentido pasar por el polígono -opinó Burden-. La mitad de las fábricas están cerradas.
– Precisamente por eso -replicó Wexford.
El sol que había brillado con todo su esplendor mientras estaban en la plaza del mercado de Stowerton aparecía ahora tapado por una capa de nubes. Se había convertido en un disco blanco y distante, un simple charco de luz. Las nubes presentaban un reborde oscuro. Pero el calor se mantenía, incluso se hizo más intenso, y dos jóvenes de la manifestación se quitaron las camisas y se las ataron alrededor de la cintura.
Les esperaban refuerzos en la esquina de Southern Drive, media docena de hombres y mujeres con una pancarta propia, con un lema no muy claro: «Sí al eurotrabajo». Quizá no haya un espectáculo más desconsolador en términos sociales que una hilera de fábricas vacías. Las tiendas cerradas no son nada en comparación. Las fábricas, dos de ellas flamantes, tenían todas las ventanas cerradas a pesar del calor, los portones con candados, y carteles que ofrecían los edificios en alquiler o venta plantados en los jardines donde sólo crecía la mala hierba. Los miembros de la columna, una vez más en respuesta a una señal secreta, volvieron las cabezas al unísono para mirar a estos monumentos a la desocupación mientras pasaban frente a ellos, como un regimiento que rinde honores ante el panteón de un héroe.
No todas las fábricas estaban cerradas. Una, que producía componentes de maquinaria, continuaba abierta, así como otra dedicada a la elaboración de cosméticos naturales que parecía floreciente. Burden comentó que la imprenta de la esquina de Southern Drive y Sussex Mile había reabierto y las rotativas volvían a funcionar. Era una buena señal, añadió, una señal de que se acababa la recesión y el retorno de la prosperidad. Wexford no opinó. Pensaba, y no sólo en los problemas económicos. Según su comportamiento previo, los manifestantes tendrían que haber dado vivas pero desfilaron en silencio. No parecían compartir el optimismo de Burden. La columna subió por la suave pendiente de la colina. La distancia era de un kilómetro y medio, y Wexford hubiese podido pedirle a Donaldson que adelantara la manifestación pero era imposible pasar. La carretera se convirtió en un angosto camino rural, un sendero blanco entre setos altos y árboles gigantes.
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