Ruth Rendell - Simisola
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– ¿Cuándo lo van a pillar? -preguntó.
– Pienso que mañana, señor Hammond -contestó Wexford, lo que provocó una mirada de sorpresa y quizá de reproche por parte de Burden-. Sí, los pillaremos… este… mañana.
– ¿Quién se quedará con el apartamento de enfrente? -quiso saber la señora Prior.
– ¿Cómo dice? ¿El apartamento de Annette Bystock?
– Sí, ese. ¿Quién se lo quedará?
– No lo sé -respondió Burden-. Quizá lo herede el pariente más cercano. Ahora bien, señor Hammond, queremos que nos ayude un poco más…
– Si pretenden pillarle mañana, ¿eh?
La expresión de Burden mostró a las claras lo que pensaba de la insensata presunción de Wexford.
– Lo que deseamos, señor, es que nos diga otra vez lo que vio desde la ventana el ocho de julio.
– Y lo que es más importante -añadió Wexford-, lo que vio el siete de julio.
Hubiese sido algo sin precedentes, nunca lo había hecho, y esta vez tampoco lo hizo, pero Burden estuvo a punto de corregir a Wexford. Tenía en la punta de la lengua murmurar, «se equivoca, no quiere decir el siete, él no vio a nadie el siete sino a la muchacha con las lentillas azules, a Edwina Harris y a un hombre con un spaniel. Está todo en el informe». En lugar de decirlo, carraspeó, se aclaró la garganta. Wexford no le hizo caso.
– La mañana del jueves, muy temprano, vio al tipo joven que se parece un poco al señor Burden, aquí presente, salir de la casa con una caja grande entre los brazos.
– Sobre las cuatro y media de la mañana -contestó Percy Hammond, asintiendo con vehemencia.
– Muy bien. Ahora, la noche anterior, la noche del miércoles, se acostó pero se despertó al cabo de un rato y se levantó…
– Para hacer un pipí -intervino Gladys Prior.
– Y naturalmente miró a través de la ventana, y ¿vio salir a alguien de Ladyhall Court? ¿Vio salir a un hombre joven?
La cara arrugada se deformó todavía más por el esfuerzo de recordar. El viejo apretó los puños.
– ¿Yo dije eso?
– Lo dijo, señor Hammond, y entonces pensó que se equivocaba porque sí le vio por la mañana y no podía haberlo visto dos veces.
– Pero silo vi dos veces… -afirmó Percy Hammond, y después susurró: -Lo vi.
– ¿Lo vio dos veces? -preguntó Wexford, con voz calma para no intimidar al anciano-. ¿Por la mañana y la noche anterior?
– Así es. Sabía que lo había visto, por mucho que dijeran. Lo vi dos veces. Y la primera vez, él me vio.
– ¿Cómo lo sabe?
– La primera vez no llevaba la caja, no llevaba nada. Llegó a la verja, miró hacia arriba y me vio.
Era la última visita que le haría a Oni Johnson. Ella no tenía nada más que decirle. Su voluntad de contarlo todo la había salvado y al día siguiente dejaría la unidad de cuidados intensivos para pasar a otra habitación compartida con otras tres mujeres en el ala Rufford.
Laurette Akande salió a recibirlo. Le miró y le habló cómo si el último mes no hubiera existido. Nunca había perdido a una hija y él no la había encontrado, no habían habido angustias, ni sufrimientos ni feliz reencuentro. Él bien podía ser un amable desconocido. Sus modales eran despreocupados, el tono vivaz.
– Ojalá alguien convenciera a ese hijo suyo de que se bañara. Sus ropas y su pelo apestan, y no hablemos ya del resto.
– Se marchará cuando se vaya su madre -dijo Wexford.
– No veo la hora.
Oni estaba muy guapa, sentada en la cama con un salto de cama acolchado de satén rosa sobre los vendajes, una prenda en exceso abrigada para el calor reinante en la habitación, sin duda un regalo de Mhonum Ling. Mhonum estaba a un lado de la cama, Raffy en el otro. Era verdad que olía mal, la curiosa mezcla de olor a hamburguesa y a tabaco se imponían al agua de colonia Giorgio de la tía.
– ¿Cuándo le detendrá? -preguntó Oni.
Al parecer, esta tarde estaba condenado a ser la broma de todos los demás. Oni se rió, después Mhonum y por último Raffy se unió al coro con una risa que sonaba como el balido de una oveja.
– Mañana.
– ¿Lo dice en serio? -preguntó Mhonum.
– Así es.
Se estaba convirtiendo en un hábito. Sylvia traía en coche a Neil y a los niños a Kingsmarkham, Neil se iba a su curso de reciclaje, prometiendo encontrarse con ellos más tarde, y Sylvia se instalaba con sus padres. O, mejor dicho, con su madre. Wexford nunca preguntaba cuánto tiempo llevaba allí cuando llegaba a casa, no quería saberlo, aunque en los últimos tiempos Dora algunas veces se lo decía, sin dejar de calificar estas quejas con una advertencia: «Sé que no tendría que hablar así de mi propia hija…».
– Supongo que no tienes ninguna objeción -dijo Sylvia en cuanto le vio entrar-, a que participe mañana en la manifestación contra el paro.
A Wexford le sorprendió la pregunta, y también le conmovió un poco.
– No será una de esas manifestaciones en la que hay arrestos. No quemarán tiendas ni volcarán coches.
– Creía que debía preguntártelo -explicó Sylvia en un tono que implicaba una sufrida obediencia.
– Haz lo que quieras siempre que no asustes a los caballos.
– ¿Habrá caballos, abuelo?
Wexford se rió complacido de algo cuyo significado escapaba a los demás. De pronto sonó el timbre. Nunca venía nadie llamando a la puerta con el ritmo de la marcha del coronel Bogey: dadadididipompom. Tanta insolencia era algo totalmente inesperado. Wexford abrió la puerta. Se encontró con su yerno que, con una sonrisa de oreja a oreja, insistió en estrecharle la mano.
– ¿Puedo tomar una copa? La necesito.
– Desde luego.
– Whisky, por favor. He tenido una tarde maravillosa.
– Ya lo veo.
– Tengo trabajo -declaró Neil, después de beber un trago-. Y en mi ramo. Formaré sociedad con un viejo arquitecto, un hombre muy distinguido, y él pone el dinero, estoy…
– Creo -intervino Sylvia-, que es vergonzoso que se lo cuentes a todos antes de decírmelo a mi primero.
Su padre compartía la misma opinión pero no dijo nada. Se sirvió una copa.
– Alexander Dix -dijo, cuando el whisky hizo su efecto.
– Así es -replicó Neil, con su hijo menor sentado sobre las rodillas-. Es la primera y única respuesta a todas las cartas que envié. ¿Cómo lo sabe?
– Dudo mucho que haya más de un rico, distinguido y viejo arquitecto en Kingsmarkham.
– Comenzaremos con un plan un tanto ambicioso para el solar de Castlegate. Un centro comercial, si es que eso no degrada el proyecto. Una cosa muy bella, un aporte para el centro de la ciudad, todo de cristal y dorados, con un supermercado Crescent como eje de todo el conjunto. -Vio la mirada de su suegro y malinterpretó el brillo en los ojos de Wexford-. Oh, no se preocupe, sin medias lunas ni minaretes. La restauración del comercio en el centro de la ciudad forma parte de la política del nuevo consistorio. -Neil le comentó lacónico a Sylvia-. Desde el martes ya puedes dejar de firmar.
– Muchas gracias, pero eso es algo que me toca decidir a mí.
– Podrías decir que te alegras.
– No me interesa formar parte de una sociedad donde la mujer se queda en casa y el hombre regresa al hogar y dice: «tengo un nuevo empleo donde ganaré un dineral», y ella responde, «Ay, que suerte, ¿me puedo comprar el abrigo de piel y el collar de perlas?».
– No está bien usar pieles -opinó Ben.
– No las usaré. No me las puedo permitir y nunca podré.
– Walang problema -dijo Wexford en tagalo.
Robin, con la consola en la mano, apartó la mirada de la pantalla para mirar con pena a Wexford.
– Ya no lo digo más, abuelo. Ahora coleccionó portadas con los autógrafos de gente famosa. ¿Crees que podrás conseguirme el de Anouk Khoori?
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