Ruth Rendell - Simisola

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La ciudad del inspector Wexford -personaje legendario de la autora- se ve sacudida por la desaparición de una joven de color. El inspector se lanza a una investigación que le desvela los resortes más difíciles de la convivencia racial, y una sociedad de claroscuros que confirma la maestría de la autora británica para urdir tramas perfectas y ahondar en las miserias humanas.

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Un pequeño subterfugio no causaría ningún mal, pensó Wexford.

– Sólo tiene que presentar otra vez la solicitud, señor Khoori. Se cometió una falta pero no hubo mala fe.

– ¿Así que sólo debo repetir la solicitud y esta vez asegurarme de que llegue a su destino?

– Así es -afirmó Burden, que se transformó en el acto en un oficial de inmigración. Comenzó a improvisar con una naturalidad que asombró a Wexford-. En cuanto a aquella mujer. Corazón, tenemos entendido que deseaba cambiar de trabajo, cosa que desde luego es ilegal. Según las disposiciones del acta sólo se le permite trabajar para el empleador cuyo nombre aparece estampado en el pasaporte.

– Se quejaba de que las otras criadas la maltrataban…, bueno, que no eran buenas compañeras. No hacía más que llorar. -Khoori encogió los hombros-. No era algo muy agradable para mí ni para mi esposa.

– Por lo tanto, sabiendo que no podía trabajar en otra parte, regresó a su país. ¿Cuándo se marchó?

Khoori alzó una mano y se acarició el casquete de pelo blanco. Le encajaba como una peluca pero saltaba a la vista que no era una peluca. La mano era morena, larga, con una manicura perfecta. Frunció un poco el entrecejo mientras hacía memoria.

– Hará cosa de un mes, quizá menos.

Hacía exactamente cuatro semanas del día en que Wexford vio por primera vez a Anouk Khoori en el centro médico. Por aquel entonces todavía tenía una cocinera, una criada que tal vez estaba enferma por culpa de la añoranza y la crueldad de los demás.

– ¿Le importaría decirme, señor, dónde consiguió el dinero para el pasaje de regreso? -preguntó Wexford.

– Se lo pagué yo, señor Reg. Lo pagué yo.

– Muy generoso de su parte. Una cosa más. Quiero que me aclare una cosa ¿Es cierto que en los estados del golfo Pérsico las leyes laborales no reconocen al personal doméstico cómo trabajadores sino que los consideran como miembros de la familia?

La sospecha de que podía tratarse de una trampa apareció en los ojos del millonario.

– No soy abogado -contestó.

– Pero es ciudadano kuwaití, ¿verdad? Debe estar enterado si es así o no, que es algo que se da por supuesto.

– En términos generales supongo que es así, sí.

– ¿Diría que hay familias procedentes de los estados del Golfo que tratan a sus criados como miembros de la familia o amigos, que no tienen contrato laboral como personal doméstico y, en consecuencia, están desprotegidos? Y aunque está claro que no vienen de vacaciones sino a trabajar se les permite quedarse como visitantes.

– Es posible. Aunque no lo sé de primera mano.

– ¿Pero sabe qué ocurre? Ocurre que prohibir la entrada de personal doméstico, ya sea como trabajadores ligados a un empleador y restringidos a estancias de doce meses o como miembros de la familia, amigos o visitantes, podría desanimar a inversores ricos como usted a venir aquí.

– Que me aspen si pensara quedarme aquí teniendo que lavar mis platos -exclamó Khoori con una carcajada.

– Sin embargo, ¿usted nunca trajo a nadie con esas circunstancias especiales?

– No, señor Reg, nunca. Se lo puede preguntar a mi esposa. También a Rosenda o a Juana.

Khoori les acompañó al enorme comedor helado con diez ventanas en una pared y el techo pintado. A unos tres metros por debajo de los querubines, cuernos de la abundancia y lazos dorados, Anouk, Jeremy e Ingrid comían salmón ahumado y bebían champán en una mesa de caoba con lugar para veinticuatro comensales.

– Celebramos mi victoria por anticipado, Reg -dijo Anouk-. ¿Cree que es una tontería?

El marido le susurró algo al oído. Provocó en ella una carcajada que no tenía nada de alegría. Wexford volvió a sentir la repulsión y se volvió instintivamente para mirar a Ingrid, la hermosa, joven y fresca Ingrid cuyo pelo todavía era fuerte y suave, con la piel resplandeciente de salud pero cuyos ojos se habían vuelto opacos como piedras. Mientras la miraba, ella sacó unas gafas del bolso y se las puso.

Si Ingrid parecía cambiada, su cambio no era nada comparado con el sufrido por Anouk Khoori. Debajo del maquillaje se había puesto roja como un tomate y sus facciones se veían abultadas por la tensión.

– ¿Busca la muchacha asesinada, no es así? ¿Aquella muchacha negra? Nunca la hemos visto. -La voz cuidadosamente modulada se volvió aguda-. No sabemos nada de ella. Nunca tuvimos a nadie trabajando para nosotros aquí, aparte de Juana, Rosenda y aquella Corazón que se marchó para regresar a su casa. Pienso que es horrible que esto ocurra precisamente hoy. ¡No quiero que pase nada que pueda arruinar mis probabilidades de triunfo!

Mientras su voz alcanzaba una nota de pánico. Juana y Rosenda entraron en el comedor, la primera cargada con una jarra de agua en una bandeja y la segunda con un plato de pan integral y mantequilla. La irritación de su patrona, la súbita furia que Wexford nunca hubiese imaginado, provocó en ellas una hilaridad que apenas podían disimular. Juana se tapó la boca con una mano y Rosenda intentaba controlar los movimientos espasmódicos de los labios sin dejar de mirar a su señora.

Wexford no se esperaba una deducción tan acertada de parte de Anouk. ¿O no era una deducción sino auténtica culpa?

– Díganselo -gritó Anouk-, ustedes dos, díganselo. Nunca tuvimos a nadie como ella aquí, ¿no es verdad? A ustedes les gusta estar aquí, ¿no es así? Nunca nadie las trató mal, díganselo.

Juana soltó la carcajada. No pudo controlarla más.

– Está loco -dijo, casi ahogada por la risa-. Nunca vimos a nadie como ella, ¿no es verdad, Rosa?

– No, nunca vimos a nadie, de ninguna manera.

– No, de ninguna manera. Aquí tiene su pan y la mantequilla. ¿Quiere más limón?

– De acuerdo. Muchas gracias -se despidió Wexford-. Esto es todo.

En aquel momento, Anouk, quizás al recordar que él ya había votado, le gritó:

– ¡Fuera de mi casa! ¡Ahora mismo! ¡Los dos, fuera!

Ingrid soltó una pequeña exclamación, y se levantó de la mesa sin soltar la servilleta.

– Tengo que irme -dijo-. Llegaré tarde a la oficina.

Rosenda les abrió la puerta del comedor, al tiempo que murmuraba:

– Venga, venga, tener que irse ahora.

– ¿Me llevará, verdad? -le preguntó Ingrid a Wexford.

– Me temo que no -contestó Burden por el inspector.

– Pero es que…

– No somos un servicio de taxi.

Detrás de ellos, en el comedor, Anouk sufría un ataque de nervios que manifestaba con una serie de grititos agudos. Khoori comentó sin dirigirse a nadie en particular que quizá sería útil traer el coñac. Wexford y Burden atravesaron el inmenso vestíbulo desierto hasta la puerta, escoltados por las dos criadas que no paraban de reír. El calor exterior los envolvió como una ola de placer sensual. Apenas habían entrado en el coche cuando apareció Ingrid seguida por Khoori que la ayudó a subir en el coche en el que habían llegado.

– Me juego lo que quiera a que es la primera vez que alguien va a la oficina de la Seguridad Social en un Rolls como ese -dijo Burden, mientras arrancaba-. Parece otra sin las lentes de contacto, ¿no cree?

– ¿Quiere decir que aquel azul eran las lentillas?

– ¿Qué si no? Supongo que le producen alergia y se las tuvo que quitar.

Quizá fuera el perfume de la colonia para después del afeitado, pero Gladys Prior adivinó que era Burden antes de que abriera la boca. La mujer incluso deletreó su nombre sin darle tiempo a que hablara, insistiendo en la broma que la divertía tanto. La pregunta de Wexford motivó más carcajadas.

– ¿Si está en casa? Dios le bendiga, no ha salido de aquí en los últimos cuatro años.

Percy Hammond estaba en su mizpah, vigilando la llanura de Siria. Sin darse la vuelta, los identificó por las voces y las pisadas.

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