Ruth Rendell - Simisola
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– Ha envejecido desde que se la hicieron -le comentó a Wexford con una carcajada.
– ¿Por favor, cómo se llama?
La carcajada desapareció y ella le miró como si hubiese dicho alguna impertinencia.
– ¿Por qué quiere saberlo?
– Por favor, dígame su nombre. ¿Es usted Juana o Rosenda?
El cambio de la afrenta al malhumor fue instantáneo.
– Rosenda López. Aquélla es Juana.
La mujer que les había observado desde la ventana había entrado en el vestíbulo sin hacer ningún ruido. Al igual que Rosenda llevaba zapatillas blancas pero su chándal era azul. Tenía el mismo acento que Rosenda pero su inglés era mejor. Era más joven y casi justificable la parodia de Mikado que les había ofrecido Dix para indicar que las criadas de los Khoori eran adolescentes.
– El señor y la señora Khoori no están en casa. -Sus siguientes palabras sonaron como un contestador automático-. Por favor, si quiere deje su mensaje.
– ¿Juana qué? -preguntó Burden.
– González. Ahora váyanse. Muchas gracias.
– Señora López -dijo Wexford-, señora González, pueden escoger. Hablan con nosotros aquí o nos acompañan a la comisaría de Kingsmarkham. ¿Entienden lo que digo?
Fue necesario repetirlo varias veces. Wexford lo repitió y Burden lo expresó con otras palabras, antes de conseguir una respuesta. Las dos mujeres eran expertas en el arte de la insolencia silenciosa. Pero cuando de pronto Juana dijo algo que él tomó por tagalo y ambas se rieron, Wexford comprendió el sufrimiento de Corazón, la hermana de Margarita, al escuchar cómo se reían de ella por echar de menos a sus hijos.
Juana repitió las palabras incomprensibles y después hizo una brevísima traducción.
– Ningún problema.
– De acuerdo. Está bien -dijo Rosenda-. Siéntense.
Al parecer no era necesario adentrarse más en la casa. El vestíbulo era un lugar enorme, con columnas, arcadas, alcobas, las paredes tapizadas y columnas hundidas, muy parecido al tipo de habitación donde recibían a los invitados en alguna abadía de Pemberley o Northanger. Sólo que este era nuevo, flamante, recién acabado. Incluso a principios del siglo xix, incluso en invierno, ninguna mansión hubiese sido tan fría como ésta. Wexford se sentó en una silla tapizada de azul claro con patas doradas, pero Burden permaneció de pie como las dos criadas, que parecían estar pasándoselo bomba.
– ¿Trabajaban para el señor y la señora Khoori cuando estaban en Dower House?
Burden las acompañó hasta la ventana y señaló los bosques en el valle, los techos invisibles. Los cabeceos de asentimiento lo alentaron.
– ¿Y también, desde luego, cuando se mudaron aquí en junio? -Más asentimientos. Recordó el comentario de Cookie Dix sobre encerrar a la gente-. ¿Salen mucho?
– ¿Salir?
– Si van a la ciudad. Si salen y ven a los amigos. Si conocen gente. Si van al cine. ¿Salen?
El movimiento de las cabezas pasó del vertical al horizontal.
– No conduzco coche -contestó Juana-. La señora Khoori hace la compra y nosotras no queremos ir al cine, tenemos la televisión.
– ¿Corazón estaba con ustedes en Dower House?
Su pronunciación muy inglesa del nombre provocó las risas de las mujeres que repitieron su forma de decirlo.
– Era la cocinera -le informó Juana.
Wexford recordó el centro médico y la mujer que se había saltado el prohibido fumar.
– ¿Tuvo que ir al médico? ¿Estaba enferma?
– Siempre enferma. Añorada. Se fue a su casa.
– Y se quedaron ustedes dos -dijo Wexford-. ¿Pero hubo otra criada, al mismo tiempo que Corazón o quizá después? -Resultaba difícil saber si tenían la mente en blanco o eran precavidas. Buscó la corrección política y añadió con mucho cuidado-: Una chica joven, de diecisiete o dieciocho años, procedente de África.
Burden, que casi tiritaba de frío, les mostró la foto. El efecto fue provocar más risas. Pero antes de que Wexford decidiera si se reían por el prejuicio racial, si sólo se preguntaban cómo alguien podía sospechar que eran capaces de identificar a esta muchacha o que les provocaba un horror placentero -el rostro de Sojourner parecía más muerto cada vez que mostraba la foto- se abrió la puerta principal y entró Anouk Khoori, escoltada por su marido, Jeremy Lang e Ingrid Pamber.
– ¡Reg, qué alegría! -exclamó Anouk, como si tal cosa-. Tenía la sensación de que le encontraría aquí. -Le tendió las manos, con un cigarrillo en una de ellas-. ¿Por qué no me avisó que vendrían?
Wael Khoori no dijo nada. Su actitud era la habitual de los empresarios millonarios que sonríen en silencio, mientras parecen estar en otra parte, preocupados por cosas distantes, las altas finanzas, quizás el índice Hang Seng. Sonreía, era paciente. Esperaba.
– Venimos a comer -añadió la señora Khoori-. Esto de la campaña electoral es un trabajo muy duro, se lo juro y estoy hambrienta. ¿No se está de maravilla aquí, tan fresco? Tiene que quedarse a comer, Reg, y usted también, ¿señor…? -Se dirigió a Rosenda con el mismo tono amable aunque un tanto excitado-. Espero que prepares algo delicioso y rápido, porque tengo que volver a la lucha.
El señor Khoori habló por fin. No hizo ningún caso de todo lo que había dicho su mujer. Era como si no hubiese abierto la boca.
– Sé muy bien cuál es el motivo de la visita.
– ¿De verdad, señor? -replicó Wexford-. Entonces, quizá será mejor que hablemos de ello.
– Sí, desde luego, después de comer -intervino Anouk-. Venga, pasemos al comedor, y deprisa, porque Ingrid tiene que ir al trabajo.
Una vez más el marido no le hizo caso. Khoori permaneció donde estaba mientras Anouk cogía a Jeremy y a Ingrid del brazo, y los arrastraba a través del vestíbulo. Ingrid, afligida y pálida con su vestido sin mangas, se volvió por un instante para dirigirle una de sus miradas coquetas, picaras, tentadoras. Pero estaba cambiada, la mirada azul había perdido su poder. Sus ojos habían perdido el color y por un momento Wexford se preguntó si había imaginado aquel azul brillante, pero sólo por un momento, porque Khoori añadió:
– Acompáñenme. Por aquí.
Era una biblioteca, pero una ojeada rápida le permitió saber que no era una biblioteca de consulta ni un lugar donde nadie pasaba mucho tiempo. Quizá los Khoori habían llamado a un estudio de decoración y habían pedido que cubrieran las paredes con estanterías y las llenaran con los libros adecuados, antiguos y con encuadernaciones de lujo. Esto justificaría la presencia de La historia natural de los Pirineos en siete volúmenes, los Viajes de Hakluyt, la historia de Roma de Mommsen y el tratado de Motley sobre la república holandesa. Khoori se sentó delante de la réplica de un escritorio de estilo. La cubierta de cuero verde estaba rayada como si los escribas con las plumas de ganso la hubiesen utilizado durante siglos.
– No parece sorprendido por nuestra visita, señor Khoori -dijo Wexford.
– No, en absoluto, señor Reg. Molesto, pero no sorprendido.
Wexford le miró. Esta era una postura muy distinta a la de Bruce Snow que les había confundido con agentes de tráfico.
– ¿Cuál cree que es el motivo?
– Supongo, mejor dicho sé, que esas mujeres o una de ellas no ha presentado la solicitud de prórroga de la estancia al ministerio de Interior. Esto, a pesar de su gran interés por quedarse y que yo hiciera que les escribieran a máquina las solicitudes. Además saben que sólo pueden quedarse cumpliendo las disposiciones del acta de inmigración de 1971. Lo único que tienen que hacer es firmar la carta y llevarla al correo. Lo sé porque es lo que pasó la última vez, cuando las contratamos y pidieron una permanencia inicial de seis meses. Hay que vigilarlas constantemente y no tengo tiempo para ocuparme de todos los detalles. Así que ya lo ve, así están las cosas. ¿Qué tenemos que hacer para solucionarlas?
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