Ruth Rendell - Simisola
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– Nadie. ¿Puedo irme?
– Sí, Margarita. Muchas gracias.
Cookie volvió a sentarse y se sirvió café de la cafetera recién hecha.
– Esta mañana estoy un poco espesa. -Wexford nunca lo hubiese dicho-. Corazón tiene cuatro hijos y un marido en paro en casa. Por eso ella vino a trabajar aquí, para enviar dinero a su casa. Margarita no tiene hijos ni está casada. Creo que vino… bueno, para ver mundo, ¿tú qué crees, cariño?
La risa de Dix podía derivarse de la pregunta un tanto imbécil o del artículo que leía. Estiró el brazo y palmeó la mano de su esposa con una garra escamosa de las que normalmente se ven en los museos de historia natural. Cookie encogió los hombros cubiertos de satén verde.
– Sale de paseo, se divierte. Creo que se ha echado un novio, ¿no es así, cariño? No la tenemos encerrada como hacen algunos.
– Como los Khoori -señaló Alexander Dix, después de una pausa, con un efecto devastador.
Burden dejó la taza de café en el platillo.
– ¿El señor y la señora Khoori mantienen encerradas a sus criadas?
– Mi querido Alexander exagera, pero sí, se puede decir que son un tanto restrictivos. Me refiero a que si vives en Mynford Old Hall, no sabes conducir, no tienes a nadie que te lleve, nunca, y además tienes que mantener todo aquél enorme caserón limpio y reluciente, ¿qué puedes hacer? Si vives así, ¿qué puedes hacer si te dejan salir, sino caminar a través del campo hasta los confines más remotos de Kingsmarkham?
Burden miró sin querer a Wexford y el inspector jefe le devolvió la mirada.
– ¿No tienen más sirvientes?
– No que yo sepa -contestó Cookie, indecisa.
– Margarita lo sabría -apuntó Dix-, y dice que no.
– Pero Margarita nunca ha estado allí, cariño. -Cookie frunció los labios y soltó un silbido silencioso-. ¿Están buscando a alguien encerrado en la casa? ¿Una loca encerrada en el desván?
– No exactamente -respondió Wexford, apenado.
Dix captó el tono en la voz del inspector y se apresuró a preguntar muy amable:
– ¿Les podemos ofrecer alguna cosa más? -Miró la mesa y vio que faltaban cosas-. ¿Bollos? ¿Fruta?
– No, muchas gracias.
– En eso caso, tendrán que perdonarme. Tengo trabajo que hacer. -Dix se levantó, un diplodoco muy pequeño sobre sus patas traseras. Saludó a cada uno de los inspectores con una ligera reverencia, y después a su esposa. Quizá hubiera chocado los tacones si no hubiera llevado sandalias-. Caballeros, Cornelia -dijo, respondiendo así a una de las preguntas no formuladas de Wexford.
– Mi querido Alexander está entusiasmado, comienza un nuevo proyecto -les confió Cookie en cuanto su marido salió del comedor-. Dice que estamos a punto de ver el amanecer de un nuevo renacimiento en la construcción de este país. Encontró a un joven maravilloso que formará sociedad con él. Puso un anuncio y esta persona brillante apareció como caída del cielo. -Sonrió feliz-. Bueno, espero haberles servido de ayuda. -Wexford se sorprendió ante el desconcertante hábito de Cookie de ser capaz de leerle el pensamiento-. Sabe, hoy no encontrará a Anouk en casa. Está por ahí en un camión exhortando al populacho a que la vote.
Desde el camino de entrada miraron la casa, una complicada estructura de cristal, paredes de mármol negro y placas que parecían de alabastro delgadas como un papel.
– No se ve el interior -comentó Burden-, sólo se puede ver hacia afuera ¿No le parece que es claustrofóbico?
– Lo sería si fuese al revés.
– Esa mujer. Margarita -añadió Burden, mientras se sentaba al volante-, parece sentirse feliz con su trabajo.
– Así es. No tiene nada de malo que la gente contrate sirvientes siempre que los traten bien y les paguen adecuadamente por su trabajo. Y el acta, Mike, no está mal en su conjunto. De hecho, a primera vista parece muy buena, contempla todas las contingencias. Pero también está abierta a muchos abusos. Los trabajadores domésticos que llegan a este país no reciben la condición de inmigrantes independientes de la casa donde trabajan. No se pueden marchar y no pueden realizar ningún otro trabajo. Es eso lo que buscamos, algo de estas características.
En lugar del camión de Anouk Khoori, se cruzaron con el del BNP cuando circulaban por la calle Mayor. Ken Burton, el candidato, vestido con téjanos y camisa negra -¿no se daban cuenta los espectadores del significado del atuendo?- iba de pie en el lugar del pasajero, proclamando su manifiesto a través de un megáfono. Quizás era de los nacionalistas británicos pero, por alguna sutileza, lo que promocionaba en este encantador y cálido rincón de Sussex era Inglaterra para los ingleses.
Los carteles pegados en los laterales del vehículo no sólo exhortaban al electorado a votar por Burton sino también a participar en la marcha contra el paro que tendría lugar al día siguiente entre Stowerton y Kingsmarkham.
– ¿Estaba enterado? -le preguntó Burden.
– Escuché algunos rumores. Los antidisturbios están preparados.
– ¿Quiere decir que esperan problemas? ¿Aquí?
– ¿En esta verde y tranquila tierra? Verá, Mike, hay muchísima gente sin trabajo. En Stowerton la tasa de paro es del doce por ciento, muy por encima del índice nacional. Y la gente no está para bromas -comentó Wexford-. Creo que es hora de hacer una visita a Mynford New Hall.
– La señora Khoori no estará en casa, señor. Está por ahí animando a los electores.
– Mucho mejor -dijo Wexford.
– ¿Se refiere a qué podremos hablar con las criadas?
– No buscamos a una criada, Mike -replicó Wexford-. Buscamos a una esclava.
22
Este era el camino más largo, por la carretera que iba a Pomfret y Cheriton. A campo a través desde Kingsmarkham se llegaba caminando en cuarenta minutos, o en veinticinco corriendo, sólo eran tres kilómetros, pero casi doce por aquí. Burden, que conducía, no conocía Mynford New Hall. Preguntó si era tan viejo como parecía, pero al enterarse de que la construcción se había terminado justo a tiempo para la fiesta, perdió todo interés.
Wexford había esperado ver carteles electorales, aunque Mynford estaba fuera del distrito por el que se presentaba la señora Khoori. Pero no había nada en las columnas de la entrada ni en las ventanas de la falsa casa georgiana. Alguien había plantado geranios florecidos en los parterres donde no había nada dos semanas antes. Habían añadido un cordón de campana desde su primera visita y una pareja de los más grandes y adornados faroles de carro que nunca había visto.
Pero dudó entre si la campana estaba conectada o si de verdad no había nadie en casa. Fue Burden el que miró hacia la planta alta y vio el rostro que les miraba, una cara pálida y oval con el pelo negro que se perdía en la oscuridad del fondo. Wexford, que había tocado la campana cuatro veces, gritó:
– ¿Quiere hacer el favor de bajar y abrimos la puerta?
La obediencia no fue inmediata. Juana o Rosenda continuó mirando impasible durante unos instantes. Después asintió, un leve movimiento de cabeza, y desapareció. Pero cuando por fin se abrió la puerta no fue ella la que la abrió sino una mujer de piel morena y facciones mongólicas. Wexford no había esperado un uniforme pero le sorprendió ver el chándal rosa afelpado.
Hacía mucho frío en la casa; producía la misma sensación que se tiene al entrar en la sección de congelados en un supermercado. Quizá tenían instalado el mismo sistema de aire acondicionado que utilizaban en la sección de alimentos perecederos de los supermercados Crescent. Wexford y Burden sacaron sus tarjetas de identificación. La mujer las miró con interés, al parecer le divertía comparar las fotos con los hombres vivos.
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